Por Iván Mayayo
Los gansos levantan el vuelo, con un aletear metálico que refleja los destellos del atardecer, a medida que el viejo autómata avanza por el arrozal recogiendo sus frutos. Manchas de óxido recorren su cuerpo mientras que sus engranajes chirrían por el esfuerzo. Se detiene un momento, gotas de aceite perlan su frente, para que el vapor se acumule en su pequeña caldera mientras disfruta del paisaje. Sus sensores, que recogen el calor emitido por los últimos rayos de sol, paladean el petricor; el olor tierra húmeda provocado por las últimas lluvias. De pronto se queda completamente paralizado. Una anciana se acerca penosamente a la aldea por el camino aledaño. Es la primera vez que ve a un ser humano en aquella pequeña población de la prefectura mecánica de Miyagi.
La mendiga de andar tembloroso, con el pelo cano revuelto y el ojo derecho totalmente blanco, va vestida con un raído kimono de verano que no protege del frío. Pide refugio y comida, de forma infructuosa ya que los androides con los que se cruza miran para otro lado. Va de un lado a otro, de puerta en puerta. El silencio es la única respuesta que obtiene. Llega a una casa enorme, con corral. Llama desesperada. El campesino Iwao, un autómata grande y fuerte lleno de abolladuras del trabajo, abre malhumorado.
—¿Qué quieres, vieja? —La increpa con malos modos, sin un atisbo de sorpresa.
—Necesito un lugar donde pasar la noche, hace frío —responde con voz lastimera —. Veo que tienes gallinas biológicas, puedo quedarme con ellas en el corral. No te molestaré.
—¡Lárgate y no vuelvas! —replica empujándola.
La mujer cae al suelo manchándose, más aún, de barro.
—Deberías cuidarte de los zorros esta noche—. Su voz se endurece.
—¡Eres una vieja loca! ¡Aquí no hay zorros! ¡Hace ya mucho que se extinguieron! ¡Como vosotros! —Y cierra con un fuerte portazo.
La mendiga no dice nada más. Se levanta y, sin ni siquiera sacudirse el kimono, se aleja perdiéndose entre las primeras sombras nocturnas.
***
A la mañana siguiente, un túnel aparece en el corral de Iwao junto a varias gallinas muertas. Todos los vecinos, arremolinados, consternados alrededor de la casa, coinciden en que parece obra de un zorro. El campesino, expele vapor por todas sus rendijas, está a punto de perder la cabeza.
—¡Mis animales! —grita y, al ver a la mendiga sonriendo entre el enjambre de curiosos, se dirige a ella—. ¡Tú has hecho esto! ¡Bruja!
Los vecinos evitan que se lance sobre la anciana. Agredir a una especie biológica, sin existir peligro para la integridad física de otra, está duramente penado por la Ley Mecánica. Para cuando consiguen calmarlo la mujer ha desaparecido.
Al caer la noche, Iwao decide montar guardia. No hay luna y su carencia de visión nocturna dificulta la tarea. Animoso, coge un hacha y se esconde tras un acumulador de energía desde donde puede intuir el corral, esperando al zorro. Está convencido de que la vieja humana tiene algo que ver, seguro que ella ha traído a esa alimaña que pensaba extinta. Pese al frío nocturno, por unos momentos, entra en modo reposo. Le despierta el ruido de las gallinas.
—Ahí está otra vez—dice para sí.
Con el hacha levantada se coloca cerca del agujero, puede escuchar el lento tic tac de sus propios engranajes, y cuando nota que algo escarba bajo sus pies, descarga un golpe con todas sus fuerzas. Con un gemido sordo, siente cómo la cabeza del animal se desprende del cuerpo.
—Dejaré al zorro aquí —Piensa triunfante—, así mis vecinos y esa asquerosa mendiga verán mañana cómo me las gasto. —Satisfecho, se mete dentro de la casa.
Justo al amanecer unos golpes fuertes, en la puerta de su vivienda, hacen que Iwao se active bruscamente. Cuando abre, tres alguaciles, altos, espigados, de impoluto y bruñido cuerpo negro, lo agarran sin decir nada y se lo llevan a empellones.
Al pasar por el corral ve, tirado en el suelo en un charco de sangre, el cuerpo de la mendiga con la cabeza cortada. Los habitantes de la aldea se apiñan a su alrededor, cuchicheando.
—¡Yo no he sido! —grita intentando encontrar a alguien compresivo—. ¡Yo maté al zorro que me quitó las gallinas! ¡Vida por vida! ¡Me ampara la Ley Mecánica!
Nadie cree sus palabras e Iwao es acusado del asesinato de una criatura en vías de extinción.
***
Condenado a ser desconectado, mientras espera sentencia, todas las tardes recibe la visita de un zorro con el ojo derecho blanco que, desde el ventanuco de su celda, le enseña los colmillos… A Iwao le parece verlo sonreír.
© Copyright de Iván Mayayo para NGC 3660, Abril 2019