Por Carlos Romeo
Soy Matías Herrera y ha llegado el momento de escribir lo que sé. Mis averiguaciones me han revelado que todos los sucesos extraños y portentos acaecidos aquí, en Santa María de los Ángeles, el caos actual de nuestra situación, están indefectiblemente unidos a la misteriosa desaparición de mi amigo Federico Arce. No sé quién podrá leer estas líneas. Cuando termine de redactar este texto lo guardaré junto con otros manuscritos y testimonios, todos envueltos en papel encerado, en mi caja fuerte.
De sobra nos es conocido que Federico desapareció de su estudio, el cual estaba cerrado desde dentro. Mis inmediatas pesquisas no aportaron nada y, de todas formas, enseguida nos dimos cuenta de que teníamos problemas mucho más urgentes en que ocuparnos.
Recuerdo su estudio como si fuera ayer. Sus libros y papeles esparcidos por el suelo, muchos de ellos quemados. Además, estaban aquellos restos pútridos de materia vegetal que, con una luminiscencia obscena, se encontraban tanto en el techo como en el suelo así como en las paredes. Y ni un solo rastro de mi infortunado amigo.
Recogí todo lo que pude encontrar, legajos y libros. No será ahora cuando relate las muchas horas de duro trabajo que sufrí hasta que logré ordenar todo aquello. Ni creo ser capaz de describir ni el horror ni el estremecimiento sentido ante la lectura de ciertos textos que, en buena ley, deberían estar proscritos.
El tiempo apremia pero es de rigor que comience describiendo mi relación con Federico. Le conocí siendo niños. Juntos recibimos las primeras letras y la Primera Comunión. Éramos uña y carne. Le recuerdo como un muchachito alto, espigado y dotado de una gran vitalidad. También era despierto y ágil de mente.
De aquella parte de nuestra vida no hay nada demasiado importante que reseñar. Siendo ya jóvenes las desgracias nos separaron. Mis padres murieron y hube de trasladarme a la capital a casa de una de mis tías. De él sólo supe que, a pesar de la modesta condición de su familia en aquel momento, pudo realizar estudios superiores doctorándose en antropología y filología. Realizó largos viajes, supimos que se fue a vivir a Nueva Inglaterra y su rastro se perdió para nosotros. Ya maduro, volví a mi querida y nunca olvidada Santa María y seis meses después también lo hizo Federico.
Su aspecto era elegante y más bien sobrio. Su expresión, más que alegre era como la de un hombre liberado de una carga. El paso del tiempo y los quevedos habían marcado su rostro, aunque éste conservaba su afabilidad y mirada soñadora.
Su vuelta trajo consigo una agitación desconocida hasta entonces a nuestra pequeña ciudad. Se le rindieron homenajes y se le nombró hijo predilecto de la ciudad. Esto ponía de manifiesto nuestra admiración. Federico decidió ocupar una casona en el Camino de los Pinos, propiedad familiar recibida en herencia, que se encontraba fuera de la ciudad, antes que irse a vivir al viejo hogar de sus padres.
A las pocas semanas fue a visitarle el cura de la parroquia más cercana a su domicilio. Sin duda, quedó extrañado de que tan notable personaje ni siquiera guardase los domingos. Yo no fui testigo de aquella entrevista, pero me han relatado que aquel entrañable Padre volvió a su parroquia visiblemente consternado. Nunca quiso desvelarnos la naturaleza de su conversación con mi amigo pero, sin embargo, llegó a mi conocimiento que sí informó con cierta urgencia al obispo de la diócesis.
Encontré un diario de Federico, por lo que dejaré que sea él, a través de sus propios escritos de los que transcribo una pequeña parte, quien relate ciertos hechos.
Seis de octubre. (…) Han llegado a mis manos, gracias a la inapreciable ayuda de Don Luis Morales, unos legajos que incluyen un manuscrito que me ha interesado mucho. Se encontró recientemente en una cámara sellada de un caserón de Cuzco y por sus características podría haber sido escrito allí en el siglo XVI.
Nueve de octubre. (…) Según se profundiza en el manuscrito, éste se vuelve aún más interesante, si cabe. Tras una introducción en castellano en la cual el autor, o más presumiblemente copista, nos advierte sobre el contendido, calificándolo de blasfemo y ciertamente peligroso para el alma, se da paso a lo que parece un texto de algún idioma propio quizá del altiplano tomado al dictado. Al menos esa es la impresión que ofrece. Creo que me encuentro en posesión de algo realmente único en el mundo.
Veintidós de octubre. (…) Mi intento de traducción de las primeras páginas me ha revelado que lo contenido en el manuscrito no es más que un extracto, tal vez una ínfima parte, de una tradición muy extraña. Sin duda mucho más antigua que la incaica y, pese a dedicarme sólo a este tema, yo no logro localizarla ni en el tiempo ni en el espacio. ¿Será una cultura amazónica desconocida hasta ahora? ¿O es previa incluso a la emigración amerindia? No puedo encontrar un marco preciso, no encaja con lo que conocía de América del Sur (…).
Diez de noviembre. A pesar de algunas concomitancias con libros prohibidos que conocí en Nueva Inglaterra el trabajo es difícil. Esta especie de trascripción fonética fue en ocasiones, demasiadas diría yo, muy aventurada (…). Sé que es fácil caer en el desánimo pero debo terminar lo empezado (…). Para qué negar que el manuscrito de Cuzco es bello. Está lleno de terribles y bellas imágenes a un tiempo (…). Sin duda se trata de un texto esotérico. Se hace referencia a otros tiempos y lugares que pueden hacerse simultáneos mediante la invocación de ciertas puertas. (…) Realmente fascinante, aunque ciertamente agotador, estremecedor y terrible.
Diecisiete de noviembre. La primera fase, por fin, ha sido completada. Al menos una primera traducción. Quizá, a pesar de todo, es en este momento cuando va a empezar lo más duro. No sé. De todas maneras hay que terminar lo que se ha empezado. La teoría sin la práctica no es nada. Mi curiosidad es más fuerte que mi prudencia.
El que dejase de anotar en su diario no es un hecho trivial, ya que Federico, hombre meticuloso, no había dejado pasar ni un solo día desde su adolescencia sin consignar sus vivencias y sentimientos en el papel. Encontré su diario, sí, pero en la chimenea había restos de papeles quemados, los cuales podrían corresponder con el manuscrito citado y su traducción. Solamente pude rescatar un pequeño fragmento que aunque algo aclara, no nos permitirá remediar lo sucedido. Esto es lo que pude recuperar:
(…) si ahora que he (…) al conocimiento, mi mente no quiere aceptar la Verdad. (…) si (…) lugares y otros (…) simultáneamente (…). Sé (…) estoy aquí, en esta ciudad desolada con sus piedras cubiertas por el sucio polvo de eones de abandono. En esta tierra que no es la mía, en esta tierra sin luna. Yo, solo aquí, junto a tu maligna presencia, sin poder escapar de tu mirada abominable, y perdido entre estas ruinas ciclópeas. Y tú, tras de mí, en silencio y armado. ¿Qué gente fue la tuya? Hjassa, Vigilante, antes de que me mates dime cómo crucé un puente de sueños. Desde tu trono de olor hediondo y a la vista del laberinto donde me tienes acorralado dime quién habitó estas torres. No sé por qué pero creo que algún día llegarás a revelarme el secreto y me (..) llegué aquí (…) por las selvas (…).
En la madrugada del diecinueve al veinte me despertaron unos repetidos golpes en la puerta de la calle. Porrazos que atestaba alguien que me llamaba a gritos. Bajé raudo, pistola en mano y no fue pequeña mi sorpresa al ver que se trataba de Pepín, el criado que había contratado Federico. Viéndole descompuesto y angustiado le hice pasar. Encendí una lámpara.
—¡Ay, don Matías! ¡Qué desgracia más grande!
—Pero ¿qué pasa? Por Dios bendito… ¡Habla de una vez!
—Mire don Matías que don Federico se ha vuelto loco —empezó a temblar—. Se ha encerrado en su estudio y no ha dejado que entrase ni a llevarle la comida. Pero es que después, empezaron a oírse ruidos muy raros ¿sabe usted? Y yo me dije que antes de ir a buscar a la autoridad era mejor buscarle a usted, a ver si puede arreglar este lío.
Después de decirme todo aquello Pepín, que es un alma de Dios, casi se puso a llorar. Le di una palmada en el hombro para intentar animarle y le dije que iría de inmediato a la casona del Camino de los Pinos.
Apresté mi berlina y prendí sus lámparas de aceite. Ya con Pepín adentro emprendimos el camino. Coincidiendo con su llegada se había desatado una tormenta, por lo que las calles desiertas parecían veladas por el agua. Por la carrera del Mediodía, a punto de salir de Santa María, tan fuerte caía la lluvia que me impidió seguir. Además, el caballo se espantaba con los truenos. Resolví apartarme del camino y guarecer la berlina bajo un saliente. Me metí dentro de la cabina junto con Pepín, el cual, al faltarle mi aplomo, estaba hecho un manojo de nervios. Me preocupaba que el camino se embarrase en exceso. Pasó un tiempo, no demasiado, pero algo amainó, por lo que me decidí a seguir adelante. El Camino de los Pinos estaba en las pésimas condiciones que imaginaba. Al llegar a la vista de la casona, no hubo manera humana de seguir con la berlina. Un golpe de viento apagó las lámparas y el caballo se negó a avanzar a pesar de mis vanos esfuerzos.
En aquel lugar sentí crecer en mi interior una terrible opresión. Como si sintiera la presencia de algo abominable, ajeno a la vida tal y como la conocemos. A pesar de ello, recordando la amistad que me unía a Federico, decidí continuar por mis propios medios, guiándome por el resplandor de los relámpagos. Ante mi determinación Pepín, sacando fuerzas de flaqueza, me siguió. Ignoro el tiempo que finalmente nos tomó llegar a la casona. Ésta se encontraba a oscuras salvo por una luminosidad de naturaleza viscosa e inhumana. Además, era imposible no reparar en el olor espantosamente fétido del lugar ni en el horrendo murmullo de la gran cantidad de animales allí reunidos.
Al abrir la puerta me arrolló una masa oscura que me asustó. Era el perro de Federico que había quedado encerrado tras la marcha precipitada de Pepín y que ahora se presentaba enloquecido y con los ojos desorbitados.
Nada más entrar subimos buscando el estudio, cuya puerta comprobamos que estaba firmemente atrancada. Pudimos oír a Federico gritar lo que parecían invocaciones, mezcladas con puros chillidos de terror. Al mismo tiempo podíamos distinguir un sonido extraño, como una mezcla de gorgojeo, sonidos de succión y el rumor de unas flautas blasfemas.
Aquello me hizo desfallecer e inconscientemente empecé a retirarme. Pepín, demostrando esta vez más vigor, me zarandeó e increpó empujándome hacia la puerta. Intentamos forzarla entre ambos sin éxito alguno y cejamos en el empeño. Lo volvimos a intentar usando un banco del pasillo como ariete. En ello estábamos cuando, coincidiendo con un rayo muy próximo, se escuchó un alarido impresionante en los límites de lo humano, enloquecedor. Entonces, todo empezó a temblar. Por desgracia, lo que ocurrió entonces es que perdí el equilibrio y me golpeé de mala manera perdiendo el conocimiento.
No sé cuánto tiempo permanecí sin sentido. Desperté gracias a los lamidos del perro. Todo estaba en silencio y no acerté a recordar en un primer momento qué me había pasado. Sólo al levantarme me di cuenta de lo débil y entumecido que me encontraba.
Se filtraba una luz gris desde el exterior, ya que era de día. La visión de la puerta destrozada del estudio me hizo consciente del lugar en el que me encontraba. Entré en el estudio y descorrí la cortina de la ventana, La luz inundó el cuarto mostrándome su triste desolación. El desorden era total. Una gran mesa de roble se encontraba patas arriba, había libros y papeles desparramados por doquier, algunos de ellos quemados. De igual modo se veía una colección de masas pútridas verdosas. Vi cómo el perro se asomó a través de la puerta, pero sin llegar a entrar, víctima tal vez de una sensación de horror intolerable.
Pepín no estaba allí. Decidí buscarlo y vagué por toda la planta superior sin encontrarlo. Intranquilo, descendí a la planta baja. Lo encontré tirado al pie de las escaleras con la espalda apoyada en una pared. Estaba dormido. Al despertarlo dio un respingo. Acallado su ánimo, y ante mis preguntas, me contó lo sucedido desde el momento en que perdí el conocimiento.
Por él supe que una vez finalizado el temblor cesaron de forma abrupta tanto la tormenta como los horribles sonidos procedentes del estudio. La puerta permanecía firme por lo que éste bajó para buscar un hacha y así poder abatirla. Así lo hizo y, cuando pudo penetrar en la habitación, la encontró en el mismo estado en que yo la vería unas horas después. Me contó también un hecho asombroso que enseguida comprobé una vez en el exterior de la casona. El cielo no era normal. No había nubes, pero no habían sido sustituidas por un cielo azul, sino por una luminosidad lechosa y homogénea. Después de haber visto aquello, Pepín decidió volver a entrar en la casona. Cansado, sin saber qué hacer, decidió sentarse al pie de la escalera. Sorprendentemente, a pesar de las terribles experiencias vividas, se quedó dormido hasta que lo encontré.
Creo que Federico, merced a sus amplios conocimientos de lo esotérico debió usar ese texto execrable que recibió, el manuscrito de Cuzco, para conjurar una extraña presencia que propició un encuentro que nunca debió tener lugar. Tales fueron, además, las consecuencias de aquél acto, que una parte de nuestro mundo tomando como centro su casona e incluyendo a la ciudad de Santa María de los Ángeles, fue trasladada a través del éter a este lugar sin luna y rodeado por extrañas selvas. Las carreteras y caminos terminan abruptamente, formando barrancos o taludes. Nuestros animales han huido y en las raras ocasiones en las que se abre el cielo por la noche, las constelaciones que observamos nos son desconocidas. La selva empieza a hacerse dueña de este fragmento de nuestro mundo.
Nada sé de mi amigo, la presencia que él invocó debió arrastrarle hacia algún lugar aún más extraño que éste. Pero igual sucedió un intercambio y, en nuestro país, en el área donde se encontraba Santa María, haya ahora una extraña selva impenetrable, en cuyo centro es posible que puedan encontrarse él y ese ser cuya presencia invocó. Supongo que Federico debe estar muerto y yo rezo por su alma.
Todos tenemos miedo y muchos incluso se han suicidado. Hay noches en las que desaparece alguno de nosotros entre el rumor de unas flautas blasfemas.
Escribo este texto para que se sepa qué sucedió aquí, por si alguien sobrevive y por si de alguna manera nuestra ciudad es restituida a su mundo.
¡Dios Padre, acógenos en tu seno! ¡Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros!
© Copyright de Carlos Romeo para NGC 3660, Diciembre 2016