El crimen más grande del mundo – Reed.


Por Joan Antoni Fernández

El señor Sánchez, Álvaro para los amigos, era un humano de raza pura. Ello explicaba por qué podía gozar de un apartamento en la Zona Libre, estar casado con una esposa no mutante, tener dos hijos y disfrutar de un acuario con tres magníficos peces de colores.

Aquel individuo trabajaba desde hacía veinte años en una sucursal de la TransWorld en Ciudad Cristal, siendo considerado un empleado sumiso y obediente. Todo ello, sin embargo, no fue óbice para que una buena mañana el hombre llegara al trabajo con media hora de retraso, se saltara los códigos de acceso a la bóveda de seguridad, le desintegrara una pierna al guarda con un láser y se largara con cerca de cinco millones de créditos en efectivo.

El señor Sánchez, Álvaro para sus amigos, desapareció de la circulación sin dejar el menor rastro. Los intentos de la policía por localizarle dentro y fuera del planeta fueron infructuosos, así como las pesquisas de la compañía de seguros, de los familiares y de cuantos quisieron dar con su paradero. El hombre se había esfumado por completo sin dejar ninguna huella tras de sí.

Cuatro semanas más tarde, cuando nadie se acordaba del asunto, la señora Sánchez recibió a través de su móvil un bonito mensaje 3-D, enviado desde unos elegantes apartamentos en Ciudad Lunar, en el cual su amante esposo la felicitaba por su próximo cumpleaños. Todo un detalle. La mujer acudió a mi despacho de luto riguroso, como si el bueno de Sánchez ya estuviera muerto y enterrado. Entre sollozos me pidió que la acompañara a la Luna y que, en mi calidad de detective, convenciera a su marido para que se entregara a la justicia. Semejante petición iba acompañada de diez billetes grandes, por lo que acepté sin reparos.

Aquella misma tarde volamos hacia el viejo satélite. Cinco horas después, siendo noche cerrada en horario local, nos alojábamos en el hotel del espaciopuerto. Aunque ambos habíamos acordado salir juntos por la mañana, apenas quedé solo alquilé un traje lunar usado y marché zumbando hacia los apartamentos en cuestión. Yo tenía motivos para actuar sin testigos, cinco millones de buenos motivos.

La entrada a aquellos apartamentos subterráneos era una inmensa cúpula dorada. Sobre nuestras cabezas se proyectaban nítidas imágenes en movimiento, representando con gran realismo exuberantes paisajes espaciales, mientras infinidad de serviles androides ofrecían bebidas entre flores exóticas. Celebridades millonarias paseaban ante mí, vestidas con elegancia y protegidas de los moscones por una jauría de guardaespaldas con implantes mecánicos. Yo me mantuve al margen, merodeando por la zona sin llamar la atención.

Por fin encontré a un botones humano que, previo aligeramiento de mi cartera, me informó sobre el pájaro que yo buscaba. El amigo Sánchez había estado alojado allí varias semanas, siempre encerrado en su habitación; pero, lo que son las cosas, aquella misma tarde había ahuecado el ala tras recibir un mensaje urgente de la Tierra.

Maldiciendo mi mala suerte, comencé a investigar por entre los hovertaxis del sector. Al cabo de media hora, encontré una pista. Un tipo pecoso y regordete reconoció la holofoto de Sánchez y se avino a facilitarme la dirección a donde le había llevado. Mi cartera volvió a adelgazar otro poco pero de nuevo me hallaba en el buen camino.

Llegué a mi nuevo destino en cuestión de minutos. El lugar resultó la antítesis del anterior. Se trataba de una de esas pensiones de mala muerte que tanto proliferan cerca del espaciopuerto, sin aislantes acústicos y con los moduladores térmicos medio estropeados. El calor era sofocante, sin duda producido por algún motor atómico ilegal. Le enseñé al conserje la holofoto en cuestión. Con la ayuda de quinientos créditos se acordó del fulano y me facilitó el número de su habitación.

El elevador hidráulico no funcionaba, así que subí por una escalera llena de mugre y orín. Para ser un tipo con tanta pasta, Sánchez me estaba resultando un tanto tacaño. Jadeando a pesar de la tenue gravedad lunar alcancé la puerta indicada; entonces, utilizando mi ganzúa eléctrica, logré abrir la vieja cerradura sin dificultad. Tras cerciorarme de que nadie espiaba por el pasillo, penetré en el interior cerrando a mis espaldas.

La estancia estaba tan oscura como el retrete de un bar. Encendí la luz, aunque no gané mucho con la raquítica halógena que pendía del techo. Inspeccioné el lugar con ojo crítico; la cama estaba deshecha y sobre ella descansaba una maleta en un prolongado bostezo. Diseminada por doquier podía verse ropa interior sucia, camisas arrugadas y un descolorido traje lunar. Frente a mí se dibujaba el quicio de una puerta ennegrecida por la acumulación de roña. Me acerqué al batiente y lo empujé con el pie.

El señor Sánchez, Álvaro para los amigos, yacía en la sucia bañera. No se enfadó al verme, estaba más muerto que mi abuela. Lucía un grotesco pijama de sinte-seda en cuyo pecho podía leerse la palabra «Infinito». A la altura del corazón alguien había creído oportuno abrir un boquete, por el cual manaba generosa la sangre. Tuve cuidado de no pisar el coágulo formado en el suelo y cerré de nuevo.

¿Qué se suponía que debía hacer yo? Era el primer cadáver con el que me topaba en la Luna, pero no sería una buena idea querer enmarcarlo. Así que lo dejé donde estaba y me largué con viento fresco. Antes, eso sí, realicé un pequeño registro. Decepcionado, enseguida comprendí que los cinco millones no estaban a mi alcance. No obstante, me llevé una pequeña agenda que encontré en un bolsillo del traje lunar, limpié de huellas dactilares los pomos de las puertas y bajé por donde había subido.

El conserje no se inmutó cuando le pregunté si Sánchez había tenido alguna visita anterior. Quinientos créditos más tarde recordó a una mujer, aunque no había podido ver su rostro. ¿Alguien más? Un encogimiento de hombros. La gente entraba y salía a todas horas, nadie parecía tener motivos para quedarse demasiado tiempo en aquel tugurio.

Una vez fuera inspeccioné mi botín. Fue fácil eludir el código de acceso de la agenda y obtuve una lista de direcciones. El tal Sánchez era muy metódico; allí figuraba apuntada la presente dirección, así como la anterior. También estaba su propio domicilio en la Tierra, el de su madre y algunos otros por el estilo. Pero una reseña en especial llamó mi atención. Estaba remarcada en grandes letras rojas, con pequeños corazones que subrayaban el nombre. Decía: ROSITA. «La fulana», pensé, buscando algún nuevo dato sobre ella. Sorprendido, volví a encontrar la dirección de los apartamentos que Sánchez había abandonado hacía poco, aunque con un número diferente de habitación. ¿Coincidencia? ¡Y un cuerno! Me fui directo para allí.

El jefe de porteros humano se mostró de lo más reticente cuando intenté pasar, insistiendo en su deber de avisar a «la señorita López». Mil créditos volaron para hacerle comprender que yo era un primo de Colonia Marte y que iba a darle una sorpresa. Aquello le ablandó el corazón un tanto y me dejó vía libre.

Bajé al séptimo piso de aquel lujoso subterráneo en un ascensor más grande que mi propia oficina. Mentalmente fui preparando la escena. Si la tal Rosita era la querida de Sánchez, tal vez supiera dónde estaban ocultos los cinco millones de créditos. Aquello podía compensar el dispendio que yo estaba efectuando durante toda la noche.

Apreté el timbre de la puerta y pude percibir una nota de lo más musical. Tras unos cortos segundos el panel se descorrió con suavidad y apareció ante mí una rubia despampanante, ojos lánguidos y curvas deliciosas. ¡Caramba con Sánchez! La chorva me sonrió de una forma un tanto imprecisa y me preguntó qué se me ofrecía. Se lo demostré en el acto. La empujé sin contemplaciones hacia el interior y me colé tras ella, cerrando a mis espaldas. Mostré en la mano derecha mi querida quitapenas, una potente pistola láser de 9 milímetros que había adquirido de forma no muy legal. Con ella el mundo y la Luna me parecían más seguros.

Hice avanzar a la muñeca por un corto pasillo hasta que ambos desembocamos en una sala decorada con muebles del Siglo XX. Allí nos aguardaba un hombre diminuto de enorme cabeza, sentado con toda pulcritud en una butaca acolchada. El tipo no se inmutó cuando hice mi aparición y casi dejó escapar un bostezo de aburrimiento al apuntarle yo con mi arma.

—¿Viene solo? —preguntó con dulzura.

—Sí —gruñó una voz a mis espaldas.

Antes de que tuviera tiempo a rehacerme de la sorpresa, mi cerebro pareció estallar en mil pedazos. El suelo se elevó hasta abofetearme la cara y sentí la presión de un par de manazas recorrer todo mi cuerpo, estrujándome los huesos sin consideración alguna. Luego fui alzado sin demasiada delicadeza y arrojado sobre la butaca que había estado ocupando el enano cabezón.

Éste se hallaba ahora ante mí, mirándome sonriente desde su diminuta estatura. A su lado había un gigante de más de dos metros, espaldas enormes y expresión bovina. En una de sus manos descansaba mi pistola láser, ridículamente pequeña, apuntándome directo al corazón. Gemí; aquello no podía pasarme a mí.

—Le has atizado demasiado fuerte —comentó crítico el pequeño. El gigante se limitó a gruñir desaprobador, como indicando que ya tendría ocasión de comprobar lo fuerte que podía llegar a atizarme.

—¿Qué pasa aquí? —pregunté haciéndome el sueco— ¿A qué viene esto?

El hombrecillo me observó en silencio y yo hice lo mismo con ellos. Se trataba de un par de matones de baja estofa, mutantes afectados por las radiaciones de las zonas contaminadas, los cuales malvivían alquilando sus servicios al mejor postor. Aquellos dos eran el cerebro y los músculos, una pareja digna del Gordo y el Flaco. Me pregunté qué demonios pintaban en aquel barullo. ¿Habrían sido ellos los que se cargaron al finado Sánchez? Observé a la rubia; estaba sentada en otro sillón, callada y pálida como una muerta. No parecía muy entusiasmada con sus visitantes. Un tanto a su favor.

—Así que detective —murmuró el enano ojeando mis documentos—. ¿Quién te paga por entrar así en los apartamentos?

—Soy el ayudante lunar de Papá Noel.

El gorila hipertrofiado no tenía sentido del humor. Me atizó un papirotazo que me lanzó contra el suelo. En el acto me alzó de nuevo y me atornilló al asiento. Se me nubló la visión mientras un montón de estrellitas danzaba entorno mío. De nuevo fui víctima de un cacheo y maldije mi perra suerte cuando se apoderaron de la agenda y la holofoto del muerto. El enano silbó por lo bajo y trasteó el aparato, leyendo con facilidad su contenido. Entonces cuchicheó algo al oído del gigante; éste no parecía muy conforme pero acabó asintiendo.

—Voy a salir un rato —me informó Medio-metro—, no tardaré demasiado. Mientras tanto, te dejo en la agradable compañía de Mani. Procura no irritarle, pues acostumbra a ser algo violento.

El gorila lanzó un gruñido como prueba de su irritabilidad y clavó sobre mí un par de ojos nada tranquilizadores. Su compañero desapareció con presteza, llevándose su estúpida sonrisa con él. Ya era algo. Los demás oímos el panel de la puerta al deslizarse y nos quedamos callados como peces.

El gigantón tomó asiento ante nosotros, haciendo protestar con estrépito la silla de símil madera que tenía bajo él. Resultaba evidente que aquel mastodonte se proponía montar guardia con toda cautela. Yo repasé la situación en mi mente. Estaba metido en un buen embrollo. Si aquella montaña humana no se decidía a hacer picadillo mi humilde persona iba a ser todo un milagro. La rubia permanecía sentada sin decir esta boca es mía, retorciendo nerviosa sus manos. Entonces decidí jugarme el tipo. Tal vez yo pudiera sorprender a aquel gorila antes de que volviera su amigo y ambos decidieran juguetear conmigo.

—¿Puedo fumar? —me arriesgué a decir al cabo de un rato.

La pistola me apuntó con más firmeza, insinuándome que no podía. Me encogí de hombros y guardé silencio. Sentía la garganta seca y tenía la espalda empapada en sudor. No osaba moverme; leía bien claro en los ojos de aquel degenerado que estaba deseando abrasarme el pecho. Los mutantes son así, te cogen manía sin la menor explicación y te hacen picadillo en un decir amén.

Mis ojos, despejados por completo, buscaban con frenesí algo que pudiera servirme no sabía bien para qué. La sala estaba decorada con una falsa chimenea; yo esperaba que su atizador no fuera falso también, pero parecía estar tan lejos como la otra cara de la Luna.

—¿Qué clase de nombre es ése de Mani? —inquirí dispuesto a jugarme el todo por el todo—. Parece nombre de mujer. Dime, Mani, ¿eres homosexual?

Un siniestro rechinar de dientes me contestó. Los mutantes acostumbran a ser impotentes y no toleran ninguna broma al respecto. El hombretón se olvidó de la pistola láser y de todo lo demás, excepto de mi humilde persona. Yo podía leer en su semblante que sólo pensaba en triturarme, convertirme en una pulpa sanguinolenta.

Entonces aquel gigante se levantó como una exhalación, abalanzándose frenético sobre mí. Yo le estaba esperando; alcé mis dos piernas y le golpeé con rabia en el estómago. Aquella doble patada hubiera parado a un toro furioso, pero él sólo se tambaleó un instante; luego lo tuve encima. Los dos caímos al suelo por el propio impulso, rodando abrazados por la alfombra. Traté por todos los medios de no quedar aprisionado bajo su mole, creo que incluso le mordí en una mano. Todo fue inútil; hubiera sido más fácil detener una lluvia de meteoritos a cabezazos. Aquel tipo parecía una apisonadora; me alzó como a un pelele y me arrojó contra la pared. Sentí mis huesos crujir de forma siniestra y reboté de nuevo a sus brazos. Volvió a lanzarme; al parecer le gustaba aquel juego. Yo hacía de pelotita en sus manazas. Algo dentro de mí pareció astillarse, produciéndome vívidos dolores.

—¡Quieto! —se oyó de súbito una voz aguda tras mi contrincante.

Era la rubia. Durante nuestra pequeña refriega ella se había procurado mi pistola láser y ahora apuntaba al mastodonte con gesto inseguro. El coloso no pareció muy impresionado por aquella amenaza y, olvidándome de momento, se encaró con ella. Avanzó en su dirección con un aire tranquilo que no presagiaba nada bueno. La muñeca temblaba como un flan y no se decidía a disparar. Comprendí que sólo yo podía hacer algo y, a pesar del dolor que me desgarraba los músculos, salté hacia la chimenea y me apoderé del atizador. Los otros dos no parecieron advertir mi maniobra; él ya estaba a un metro escaso de ella y continuaba acercándose.

Entonces la rubia disparó, produciendo un sonido sordo y seco. El gorila retrocedió unas pulgadas, lanzó un gruñido y le atizó un sopapo a la muñeca que la hizo caer desmadejada como un ovillo. No aguardé más, corrí hasta ellos y le di las buenas noches al mutante con mi improvisada arma.

A pesar de que le asesté un golpe con todas mis fuerzas, el fulano se giró hacia mí y me estrujó el cuello con una garra. Entonces sentí que me ahogaba y lo vi todo negro. A la desesperada, comencé a atizar a ciegas. A veces me parecía topar con algo duro como una roca, otras no había nada; pero yo seguí golpeando con saña.

Fueron unos angustiosos segundos en los que yo iba perdiendo de forma paulatina el conocimiento, sintiéndome congestionado y con los pulmones faltos de aire. Estaba ya a punto de darme por vencido cuando noté que la presión entorno a mi garganta cedía algo. Luego ambos caímos pesadamente al suelo. Creo que entonces me desmayé.

Volví a recuperar el conocimiento contemplando el techo. Sobre mi pecho yacía la mole del jovial Mani, chorreando sangre sobre mi traje lunar. A duras penas conseguí quitármelo de encima; estaba K.O. pero todavía respiraba, el tío. Tenía una enorme herida en la cabeza y un hilillo de sangre brotaba de su pecho a causa del disparo. Pero el muy capullo se negaba a morir.

Me levanté como pude y, dando tumbos, me encaminé al lavabo. Allí abrí el grifo y pude refrescarme el cuello, observando los destrozos en un espejo. Mi cara estaba por completo congestionada y en la garganta eran visibles las marcas de unos dedos monstruosos. Empapé una toalla en el agua y me envolví la parte dolorida. Sentía arder mi gaznate y no conseguí tragar ni un solo sorbo. Entonces traté de lavar mi pechera, empapada en sangre, hasta que me di por vencido y regresé a la sala.

Esta vez mi atención se dirigió hacia la rubia. Continuaba en el suelo sin sentido. La trasladé al sillón y procedí a mojar sus sienes para reanimarla. Al cabo de un minuto dio signos de recuperar el sentido y abrió un ojo. El otro no pudo, pues lo tenía inflamado por el tortazo del gigante.

—¿Cómo te encuentras? —pregunté con voz ronca.

—Bien —me mintió con un estremecimiento—. ¿Le… le he matado?

—A ese mutante no se le mata quemándole las tripas. He tenido que ponerlo a dormir —expliqué, señalando al caído.

Ella lo miró con aprensión y comenzó a sollozar. La agité un poco, pues había llegado el momento de aclarar ciertas cosas. Hipando, la rubia me confesó que era secretaria de la TransWorld y que tenía montado un rollo con el bueno de Sánchez.

—La empresa no sólo se dedica a negocios legales —me confesó—, aprovecha la cobertura de sus filiales para distribuir nanotecnología ilegal a todo aquél que pague bien. En aquella bóveda acorazada se guardaba el código genético de un nuevo y potente virus tecno-orgánico, algo de un valor incalculable. Yo lo sabía y se lo conté a Álvaro, quien se volvió loco. Él pensó que con aquello en su poder obtendríamos una fortuna que nos permitiría ir a cualquier parte. Me obligó a ayudarle, facilitándole el acceso a la bóveda, y planeamos juntos su fuga. Yo debía quedarme en la empresa, cubriendo sus pasos y reuniéndome con él en la Luna cuando no hubiera peligro. Pero la TransWorld no iba a permitir que sustrajeran de su poder el código genético; semejante fórmula puede valer billones en el mercado negro.

Excitado, me pasé una mano por la frente. El asunto estaba tomando un cariz insospechado. ¡Vaya con el bueno de Sánchez!

—¿Y el par de mutantes? —inquirí, intuyendo la respuesta.

—Trabajan para la TransWorld. Tienen que encontrar a Álvaro antes que la policía y recuperar el código del virus, matándole si es necesario. No sé cómo, pero lograron descubrir mi implicación en el robo y me obligaron a confesar nuestra cita en la Luna. Sin embargo, yo fui más lista que ellos y, antes de abandonar la Tierra, logré enviar un mensaje a Álvaro, advirtiéndole del peligro. Cuando hoy llegamos aquí, él ya no estaba.

—¿Y no sabíais dónde se ocultaba Sánchez?

—¡Juro que no! —gimió ella—. Álvaro sólo me dejó un vídeomensaje. Se había arrepentido de todo el asunto; decía que era una locura y que estaba desesperado. Lloraba como un niño y prometía que iba a volver al lado de su esposa, aunque tuviera que entregarse a la policía y confesarlo todo.

La miré con curiosidad. ¿Podía yo creerla? Lo que me explicaba entraba dentro de lo posible, al menos si Sánchez tenía el carácter que yo me había imaginado. El valor debió de abandonarle enseguida al comprender las implicaciones de lo que había hecho. Cuatro semanas alejado de su amante le habían serenado. Escondido en un agujero, el pobre tipo envió un mensaje reconciliador a su esposa, deseando poder regresar al hogar con sus peces. Pero antes alguien lo mató. ¿Quién? Tal vez su despechada amante, deseosa de quedarse con todo el botín, tal vez el par de mutantes siniestros, recuperando el código robado…

Mi razonamiento quedó interrumpido al captar un sonido suave. Era el panel de entrada, alguien lo había abierto. Medio-metro volvía al hogar.

Sujeté a la chica por una muñeca y la coloqué a mi lado. Empuñé con fuerza mi arma, apuntando hacia el umbral del pasillo. El ruido de unos pasos llegó hasta nosotros. Noté cómo mi acompañante se ponía rígida, mientas mi mano sudaba y la pistola temblaba en ella. Me humedecí los labios con la lengua sintiendo el corazón latir más acelerado. De repente, los pasos se detuvieron; Medio-metro recelaba. Los malditos mutantes son muy receptivos y huelen el peligro como si fueran ratas. Esperamos en silencio, notando cómo iba aumentando la tensión.

Y entonces se desencadenó el infierno. Una pequeña figura pasó veloz, rodando por el suelo, mientras varios haces de luz mortífera brotaban hacia nosotros. Algo me chamuscó un mechón del pelo y, de forma instintiva, me agaché. Pero la rubia se puso histérica y avanzó hacia delante, cubriéndome de forma involuntaria con su cuerpo. Un nuevo destello, dirigido hacia mí, se topó con ella. A través del brazo por el que la sujetaba sentí el estremecimiento que la convulsionó, mientras un extraño olor a carne quemada hería mi olfato. Ella cayó como un fardo ante mí, quedando inmóvil por completo. Un líquido pardusco comenzó a brotar bajo su cuerpo, extendiéndose por toda la alfombra.

Aturdido y asustado, apreté el dedo del gatillo, vaciando la batería del arma en dirección a la mesa donde me había parecido se ocultaba mi enemigo. Cuando el metal incandescente de la pistola me quemó la mano, haciéndomela abrir por el dolor, me quedé de pie, desprovisto de movilidad. Mis ojos estaban fijos en el cadáver de la rubia, incapaces de mirar nada más. Una sensación de vacío se había apoderado de mi mente.

Por fin, haciendo un esfuerzo, me serené y pasé por encima del cuerpo de ella. Me acerqué hasta la agujereada mesa y miré hacia el otro lado. El enano también estaba muerto. Uno de mis disparos le había alcanzado de forma fortuita en la cabeza, abriéndosela como a una sandía. Aparté la vista con repugnancia, sintiendo que me acometían ganas de vomitar. Unos sollozos entrecortados, provenientes del pasillo, me devolvieron a la realidad.

—Ya puede pasar, señora Sánchez —dije con un hilo de voz—, el festival ha concluido.

La mujer entró con paso inseguro. Vestía un traje lunar varias tallas más grande, sin duda alquilado a toda prisa, y llevaba un bolso de viaje colgando de un brazo. Me miró indecisa y se sentó al borde de una silla, teniendo la precaución de no dirigir la mirada hacia los cuerpos que adornaban el suelo.

—Me temo que habrá que avisar a la policía —comenté, limpiándome el sudor con un pañuelo—. Déjeme su bolso, por favor.

Antes de que ella pudiera reaccionar, se lo quité. Abrí su cierre hermético y examiné el contenido. Había algo no muy habitual, se trataba de una flamante pistola láser de cañón cromado.

—Con esto mató usted a su marido —afirmé más que pregunté—. Él debió de ponerse en contacto con usted, tal vez a través del móvil, citándola en su habitación. Si sus asesinos hubieran sido los mutantes, no estarían todavía buscándole, y si hubiera sido la chica, el botín se encontraría aquí. Así que solamente queda usted. Lo mató a sangre fría, mientras él se alegraba de volver a verla. Lo que no entiendo es por qué lo hizo.

Ella se llevó las manos a la cara y sollozó.

—Me llamó al móvil, contento al saber que yo estaba en la Luna —confesó en voz baja—. Me dijo que estaba en peligro, yo tenía que comprarle una pistola y llevársela enseguida. Acudí rápida a la dirección que me dio; me recibió en pijama, acababa de bañarse y sonreía feliz. ¡Dios mío! Hace semanas que no duermo corroída por la angustia; mis hijos tienen los ojos irritados de tanto llorar y él había tomado un baño como si tal cosa. No sé lo que me pasó, pero al verle allí tan tranquilo y sonriente, sentí que me invadía un profundo rencor… —tembló y me miró angustiada—. Toda la vida me he sacrificado por él y lo único que he recibido a cambio han sido penalidades. Nunca le hemos importado nada ni mis hijos ni yo. Tan sólo deseaba a alguien que le hiciera la comida y le calentara la cama. No sé bien por qué, pero entonces me pareció que tenía que liberarme de él, arrancarle para siempre de mi vida.

—¿Y qué hizo con el dinero y los otros papeles? —inquirí con excitación.

—Lo tiré todo por el inodoro —fue la extraordinaria respuesta.

Me quedé sorprendido contemplándola horrorizado. ¿Se había vuelto loca? Comprendo que, en un arranque de furor, se pueda matar al marido, pero lanzar por el retrete cinco millones de créditos y un código genético que vale una fortuna, eso ya resulta demasiado. Pensar que la posibilidad de ser millonario estaría flotando por el espacio, dentro de una bolsa aséptica y rodeada de detritus, ¡maldición! Aquella mujer estaba loca, no había la menor duda.

Ella se desentendió de mí, clavó su mirada en la alfombra y su mente vagó quién sabe a dónde.

—Toda una vida… —murmuró para sí misma—. Sacrificar toda una vida… Es el crimen más grande del mundo.

Suspiré con resignación. Cogí el videófono y pedí el número de la policía.

© Copyright de Joan Antoni Fernández para NGC 3660, Abril 2017