El corazón de piedra

 

Por Ricardo Cortés Pape

La mudanza fue una pesadilla. Aparte del trastorno propio de todo traslado, se perdieron por el camino dos decenas de cajas. Los responsables de la empresa de transportes negaron con terquedad insólita que se hubiera extraviado ninguna. El caso era que no estaban. Gustavo contó los bultos ocho veces: faltaban veinte. A grosso modo sus pertenencias se resumían en un sillón de orejas, un escritorio y cerca de cuatro mil libros, ordenados, firmados y numerados por él mismo, que ocuparon la mayoría de las cajas de embalaje. Así pues con la mudanza Gustavo había perdido buena parte de su biblioteca. Su disgusto fue enorme, todos los autores cuyo apellido empezaba por «B», perdidos; Ballard extraviado en cualquier depósito, Borges olvidado en un sótano.

Su disgusto fue enorme pero no paró ahí. Apenas instalado, empezaron a hacer obras en el piso contiguo, y a horas no muy razonables: por lo general daban comienzo a las ocho de la tarde y no terminaban hasta la mañana. El vecino de puerta, que desde el principio se había mostrado esquivo, al igual que el resto de los inquilinos, no estuvo dispuesto a admitir que hubiera empezado obra de ninguna clase, pero Gustavo ya no pudo conciliar el sueño sin ponerse tapones en los oídos, y así y todo dormía mal, de modo que poco a poco fue ajustando sus hábitos al horario de los nocturnos albañiles.

Dormir de día tenía más de un inconveniente, pero también le permitió aprovechar la noche para deshacerse de algunos de los muebles que encontró en el piso. Estos eran sin excepción oscuros y pesados. Vetustos armarios, cómodas ventrudas, aparadores enlutados. La casa había pertenecido a una anciana emparentada de algún modo con él, nunca supo muy bien hasta qué grado, con la que no había tenido la menor relación desde que era niño. Una mujer, según recordaba, delgada como un alambre que, armada de agujas de tejer, se pasaba las horas entre gatos y ovillos de lana.

La necesidad suele agudizar la memoria, aparte del ingenio, y Gustavo, cuyas fuentes de ingresos escaseaban, había ido a acordarse de la vieja un día en que pasaba revista a su parentela y pensaba en quién podía recurrir solo para constatar que todos estaban en peor situación que él, cuando no estaban muertos. ¿No le había hecho una vez la tía abuela o lo que fuese una bufanda que, por muchas vueltas que le diera alrededor del cuello, le llegaba hasta los pies? ¿Y no tenía un pisito la solterona, y su buen dinero ahorrado?

Gustavo copió la dirección de una agenda que había sido de su madre y se presentó en la casa. Resultó que no le abrían. El vecino de puerta, que salió en ese momento, dejó que Gustavo llamara al timbre unas cuantas veces mientras él se demoraba en el acto de traspasar el umbral y cerrar con llave: tres vueltas a la izquierda, tres vueltas a la derecha, tres vueltas a la izquierda, tres vueltas a la derecha. ¿A quién quería engañar? ¿De verdad que iba a salir? ¿En zapatillas?

—Oiga.

El vecino se volvió.

—¿Qué desea usted? ¿A quién busca?

Gustavo dudó:

—¿A Rufina?

Extendió ante él como un salvoconducto el papel donde había apuntado las señas, pero no el nombre.

—Usted sabrá.

El hombre se volvió y giró la llave en la cerradura.

—A Rufina, eso es.

—Mire, si es a Delfina a quien busca —empujó la puerta—, ya no vive ahí.

Gustavo dio dos pasos, elevó la voz.

—¿Dónde…?

—Residencia María Auxiliadora.

 

La anciana en silla de ruedas ante la que condujeron a Gustavo se parecía muy poco a la mujer que recordaba. Gruesa, saludable, imbécil. El alambre de los huesos perdido en un barril de carne.

—Delfina, adivine quién ha venido a verle.

El enfermero miró a Gustavo y luego le cogió del brazo y le obligó a acercarse.

—Tita, soy yo —balbució.

Los ojos de la anciana no registraron ningún cambio, siguieron dirigidos hacia adentro, atentos solo a lo que sucedía en su cine privado.

Gustavo lo intentó otra vez.

—Soy yo, tita —Y remarcó—, Gustavo.

Por un momento permaneció inclinado, expectante, como si su nombre fuera a ser la luz que iluminase el rostro de la idiota.

En la máscara un carrillo tembló, los labios se entreabrieron.

Gustavo acercó la cara al tiempo que ponía la mano en el hombro de la vieja.

—Dime, tita.

En su oído un hilo de voz se retorció como un gusano.

—No me toques. No te atrevas a tocarme.

Gustavo se apartó y la miró.

Entre los gruesos pliegues los ojos eran dos cuentas azules, pero en las comisuras de la boca la baba hervía, caía en el hueco de la barbilla, goteaba sobre el babero, empapaba la bata.

—Déjeme. —El joven le quitó de en medio—. ¿No ve que ha vomitado?

Muy afectado, Gustavo abandonó la residencia e hizo lo posible por olvidar el encuentro. Tanto más le sorprendió que tiempo después, muerta la anciana, su piso le cayera en herencia.

 

El piso apestaba. Por mucho que hubiera ventilado, por muchas que fueran las cosas que hubiese tirado, el piso hedía a Delfina. Gustavo aplicaba la nariz a una funda, una lámpara, a la moqueta, y ahí estaba, un olor dulzón y rancio pegado a todas partes. Se paraba a husmear en medio de una estancia, y olía a ambientador, a laca, a insecticida, a orín, a vómito seco. Hasta en su propia ropa, en su mismo sudor podía detectar el perfume de Delfina, impregnado como una neblina ponzoñosa. Así continuaba y cogía las cosas que habían sido de la vieja, arramplaba con todas las que podía, salía a la calle y tropezaba, las manos llenas, para quitarse de encima ese tufo mareante a bollo y a lejía, a jabón y letrina. O bien hundía la cara en el respaldo de su sillón de orejas y procuraba extraer del cuero su antiguo olor, masculino y severo.

 

Un día en que Gustavo estuvo ausente varias horas, entregado a un paseo por el que debía de ser el barrio más deprimido de la ciudad, se encontró a su regreso con que la chiquillería del vecindario había tomado el piso. Chicos del arrabal, granujientos, desnutridos, hidrocéfalos, todos afectados por algún tipo de deformidad, habían subido hasta el segundo sus pequeñas motos, tipo vespino, provistas de grandes portaequipajes, aparcadas ahora en el pasillo, alineadas junto a las paredes.

—¿Qué hacéis aquí? —gritó en voz bien alta desde el umbral.

No le hicieron ningún caso. Al parecer estaban dedicados a sacar de las cajas, todavía sin abrir, el resto de los libros de Gustavo.

Un chico con un zapato ortopédico y el rostro hundido como si se lo hubieran golpeado con una maza pasó junto a él cargado con una pila de volúmenes en rústica y se dirigió hacia la fila de motocicletas. Gustavo le siguió. Una idea pasó por su cabeza:

—¿Quién os manda? ¿Dónde están las otras cajas? —gesticuló.

Otro chico, este calvo y con un bollo en la frente, que retornaba con las manos vacías le puso un dedo en el pecho y lo apartó.

Gustavo se quedó en el centro de la habitación y movió los brazos como un guardia de tráfico entre el ir y venir de muchachos tullidos, tuertos y viejos prematuros.

Por fin, cuando los portaequipajes estuvieron llenos, se subieron a sus motos y se fueron; en la caja de la escalera atronaron largo tiempo los tubos de escape.

 

***

 

Gustavo escuchaba música y se disponía a encender un cigarrillo cuando el encendedor resbaló de su mano y cayó al suelo después de rebotar en la mesa baja frente a él. De modo que dio la luz, pues la había apagado para concentrarse mejor en la canción, se levantó, lo buscó y, luego de un momento, lo encontró. Tras sentarse de nuevo, y ahora con las luces encendidas (en su búsqueda, había prendido también la lámpara del techo, aparte de la de pie), Gustavo acercó el encendedor al extremo del cigarrillo, que en todo momento había permanecido sujeto en la comisura de su boca. Lo accionó dos veces con un pulgar húmedo y brillante; a la tercera, el mechero se escurrió de entre sus dedos y se arrojó al suelo, corrió por el parqué y por fin fue a dar contra el rodapié de la pared de enfrente. Mejor dicho, se deslizó por una rendija que había entre el listón y el suelo, desnivelados. En definitiva, quedó fuera de su vista.

Gustavo tenía, desde luego, más mecheros; sin ir más lejos en el bolsillo izquierdo del pantalón tenía uno y en el bolsillo derecho del pantalón, junto al saquito de granos de café que usaba de cuando en cuando para combatir el olor de la casa, tenía otro. No obstante, el que había perdido era especial, mejor que los otros, que eran de plástico, un modelo este extraplano, plateado, con las iniciales de Gustavo grabadas en complicado arabesco. Así que se arrodilló junto a la pared y pegó la sien al piso. El oscuro hueco no reveló nada. Necesitaba una linterna. Pero antes probó a introducir por la abertura el bolígrafo que llevaba prendido en el bolsillo del pecho y a pasarlo en un barrido de un lado al otro. De este modo extrajo una bola de pelo y un pistacho. Se levantó y fue a por la linterna, desechó esta y volvió con la caja de herramientas. En poco tiempo había retirado el rodapié, recuperado el encendedor y descubierto algo más.

Lo que quedó a la vista después de excavar un buen trozo de pared y desmontar parte del entablillado dejó a Gustavo perplejo. En apariencia tenía la forma de una víscera, de bordes suaves, maciza. Parecía estar hecha de piedra negra y brillante, de metal incluso. Nada, ni una estría, interrumpía su lisa superficie, que sin embargo distaba de estar quieta. Al parecer casi no reflejaba la luz exterior, pero pulsaba en ella un fulgor oscuro, un negro latido.

Un corazón, pensó Gustavo, y se inclinó a tomarlo en sus manos.

—¡No me toques!

Gustavo se giró; la voz había venido no de la víscera sino de un punto situado a su espalda. Su mirada recorrió la pared desnuda y se detuvo en el cuadrito que aún la presidía; siempre le había producido el efecto de un sombrerito en una cabeza elefantina.

Volvió a tender las manos.

—¡No te atrevas a tocarme!

El chillido pareció venir del techo. Tras una vacilación, Gustavo tomó el corazón de piedra, y lo soltó. Estaba caliente. Un reflejo se desprendió entonces de la superficie, se elevó y flotó ante sus ojos. La mancha luminosa tomó la forma de una mujer gruesa que le encaraba con las piernas separadas y los brazos en jarras. Pese a la imprecisión de la imagen, se advertía que le faltaba uno de los dientes de delante.

—¿Delfina?

—¡Me las pagarás, cretino!

Gustavo dio un respingo; la voz le había gritado a la vez en los dos oídos.

Cuando ya la mujer frente a él se desvanecía, un escupitajo alcanzó su frente como una bala de luz.

 

La tarde de ese mismo día, Gustavo, sentado al escritorio, estampaba su rúbrica sobre un rimero de papeles cuando bajo sus antebrazos la mesa cabeceó. Puesto en pie de un salto, observó cómo, en una nueva sacudida, el tintero acababa por volcar y manchaba el papel.

Un terremoto, pensó al tiempo que retrocedía hacia la puerta, pero luego corrió a sujetar la mesa y tratar de afirmarla con su peso porque el escritorio se había separado del piso, las cuatro patas talladas suspendidas en el aire. La mesa basculó y se zafó de sus manos con un estrépito de útiles de escritura que se caían. Gustavo, que fue tras ella, pisó una bola de billar, fracturó un reloj de arena. Entretanto, el escritorio había ascendido y chocado contra el techo; se podía apreciar ahora parte de una veta inédita que cruzaba el reverso del tablero. Luego la mesa descendió como si fuera a posarse de nuevo; a medio camino se movió con brusquedad hacia un lado y se empotró en la pared del despacho.

—¡Fuera con ella! ¡Fuera! —gritó detrás de él una voz conocida.

Gustavo no se molestó en darse la vuelta, examinaba la pared, de la que sobresalía la mitad del escritorio; la otra mitad había desaparecido tras ella. Por lo que podía ver, el proceso de absorción continuaba. Un temblor afectó a las dos patas que quedaban a la vista cuando la pared terminó de engullirlas. Todo lo que quedó a lo largo de esta fue una mancha de humedad.

En los días siguientes prosiguió la supresión de piezas del mobiliario, menores y mayores. Sillas, sillones, butacas. El tresillo al completo. El pertinaz ruido de obra que por las noches se filtraba a veces a través de los tapones de algodón de sus oídos adquirió un nuevo significado; después de todo, tal vez no fuera el vecino.

Esto siguió así, y un día Gustavo descubrió que podía ver el cielo raso del salón desde el cuarto de baño; Delfina había eliminado todas las puertas y paredes interiores.

La noche antes, otra de tantas de insomnio, la voz de Leonard Cohen había muerto en medio de una estrofa cuando desapareció con un suspiro la torre de música.

 

***

 

Había atardecido, la luz había menguado, y él, que leía, había encendido la lámpara de pie, y después de un rato se había dado cuenta de que no lo había hecho, había pulsado el interruptor, solo eso: no había electricidad desde el día anterior. Pero apenas veía, ante sus ojos los renglones se apagaban, así que se movió en dirección a la ventana, que ya no tenía cristal ni tampoco marco. Paso a paso se aproximó al vano. Por último, se subió a él. Sentado en el alféizar como en un columpio, con el delgado volumen entre las manos que había adquirido el color de una luciérnaga moribunda, se echó hacia atrás, cada vez más se inclinó: no terminaba de ver bien, no terminaba de ver bien, no terminaba de…

—¡Fuera con él! ¡Fuera!

Solo la aguda exclamación, que Gustavo reconoció al punto, impidió que cayera de espaldas desde un segundo piso.

Esta vez reaccionó.

Delfina creyó adivinar sus intenciones. De súbito un tabique se interpuso entre él y la salida.

—¡¿A dónde te crees que vas, cretino?!

Pero Gustavo no pensaba en huir. Resuelto, corrió hacia lo que había sido el cuarto de estar. A su espalda, con un crujido, se levantó un muro. Demasiado tarde.

Gustavo se detuvo ante la víscera de piedra.

La casa tembló, muda.

Gustavo cogió la entraña, que palpitaba con latido salvaje, la sostuvo en alto y la arrojó contra el suelo.

Delfina aulló.

El corazón se hizo pedazos.

Gustavo retrocedió ante una lluvia incandescente que le agujereó la ropa, le quemó las cejas. Un momento después su pelo ardía.

Se sacó la chaqueta y se cubrió con ella.

Llevado por una determinación sorda, pateó grandes trozos de víscera, pisó otros menudos.

Delfina lloraba ahora. Como un niño.

Largo tiempo.

Después, nada. El leve pitido de los pulmones de Gustavo. El silencio.

© Copyright de Ricardo Cortés Pape para NGC 3660, Abril 2019