Por Juan Luis Gomar
La cajera me cobró la compra sin dirigirme la mirada. Le bastó una simple ojeada a los productos que había depositado en la cinta para saber a qué tipo de cliente iba a servir. No podría decir que se mostrara suspicaz ni desdeñosa, o que me pusiera mala cara. Desde luego no se negó a cobrarme. Nadie se atrevía ya a hacer algo así. Por aquel entonces no ocurría como al principio. Ya no era fácil distinguirnos. Algunos llevaban el disimulo hasta el extremo y compraban comida, como cualquier otra persona de las de antes, aunque todo fuera a terminar en la basura. Yo jamás lo hice, y no solo porque no tuviera mucho dinero; a mí todavía me preocupaba mi dignidad. A muchos otros como yo, aquel tratamiento tan neutro les había llegado a parecer normal y hasta deseable. Pero yo no me engañaba a mí mismo. Yo sabía que esa indiferencia, esa apariencia de normalidad, esa mirada que se evitaba en el último momento como por azar, no eran sino la máscara con la que disfrazaban la repugnancia que les causábamos.
Camino de vuelta a casa, el aire fresco debía de ser agradable. Puesto que había vuelto a utilizar la vieja casa de mis padres, en el centro, siempre me encontraba las calles llenas de gente. Entre nosotros nos reconocíamos a golpe de vista, pero los demás no podían. Alguna vez me preguntaron cómo hacíamos para distinguirnos. Es algo difícil de concretar. Diría que la sensación que teníamos al vernos era como la de mirar a una estatua en lugar de a una persona normal. No. No debo pensar así. Todos somos normales. Quiero decir «una persona de las de antes».
La mayor parte del tiempo iba tranquilo, sumergido en el anonimato que daba una gran ciudad, hasta, claro, que llegaba a mi casa. Mis vecinos más ancianos conocieron a mis padres y sabían toda mi historia. Callaban cuando me veían llegar, y solo si era ridículamente obvio que yo era el motivo de su mutismo, susurraban un tímido «Buenas». Evitaban entrar conmigo en el ascensor con cualquier amable pretexto: se les caían las llaves, fingían buscar algo en el buzón… Qué sé yo; no carecían de inventiva. Fueron ellos los que debieron de contar todo a los nuevos inquilinos, porque al poco de que llegaran al edificio ya habían copiado su actitud hacia mí. Yo lo entendía y casi lo aceptaba. Pero a la maldita idiota que vivía en mí mismo rellano, a esa, confieso que me gustaba mortificarla. A veces la esperaba en el portal tras bajar la basura, medio escondido, y cuando ella entraba y se disponía a usar el ascensor, yo aparecía de repente y le pedía que me esperara. Otras, me escondía en el interior del elevador, tras la puerta corrediza, hasta el último momento, cuando ella entraba pensando que estaba vacío. Así la obligaba a compartir aquel pequeño espacio conmigo.
Por aquellos días ya no éramos noticia. Incluso el mensaje sobre nosotros había cambiado. El término que usaban los políticos era «normalización». Pero soy capaz de recordar el estupor que me provocaron las primeras noticias del fenómeno cuando aún se me podía contar entre las personas de antes. El mundo entero pareció enloquecer el día en el que los primeros de nosotros se «despertaron» (bien mirado, el término no ofensivo estándar no carece de cierto aire poético) en los depósitos de la ciudad. Aquellos primeros casos se achacaron a un mal diagnóstico de la muerte, pero bastaron algunas sencillas pruebas médicas para constatar que aquellas personas, por más que hablaran y actuaran como si nada hubiera ocurrido, tenían un corazón que no latía; ni su sangre circulaba, ni necesitaban el aire más que para hablar. Descubrieron, en suma, que no vivían. Pero tampoco morían de nuevo. Cuando los casos se fueron extendiendo por todo el mundo llegó el caos. Aquellos pobres intentaban volver a sus casas y retomar sus vidas, pero fueron pocas las familias que los aceptaron, y aun menos los que llegaron a soportar su compañía más de unos días. Los Primeros fueron los que peor lo pasaron. Claro que no podemos culpar a los otros. Todo aquello parecía el jodido fin de los tiempos y las iglesias y templos se llenaron de nuevo durante unos meses, aguardando a que todo lo anunciado en los libros sagrados ocurriera. Luego, supongo que se cansaron de esperar.
Mi caso, por ejemplo. Mi muerte ocurrió al volante. Un golpe a no demasiada velocidad, pero en dirección transversal. Recuerdo el crujido de mi cuello. Todavía lo recordaba cuando desperté en la nevera y comencé a golpear las paredes hasta que se activó el sensor de movimiento con el que comenzaron a equiparse aquellos receptáculos, en previsión de casos como el mío. Sé que avisaron a mis padres, que se presentaron corriendo. Recuerdo la alegría de sus rostros al verme de nuevo en pie. Recuerdo también que todo aquello terminó cuando me abrazaron. Casi sentí su repulsión instintiva, aquel rechazo que rompió para siempre el vínculo entre nosotros. Sé que intenté llorar, pero las lágrimas nunca volvieron a salir.
Nadie quiere recordar que, poco después de que comenzara el fenómeno, en un pueblo de La India, incapaces de soportar la abominación, reunieron a todos los «Despiertos» y los arrojaron a una pira para reducirlos a cenizas. Las imágenes dieron la vuelta al mundo: no podían morir de nuevo. Se levantaron de las brasas envueltos en llamas, y corrieron de vuelta hacia sus casas, mientras sus verdugos, enloquecidos de terror, se arrancaban los cabellos, comían tierra a puñados, o cavaban un agujero y enterraban en él su cabeza. Se dice que aquellos mártires de nuestra causa se refugiaron en un monasterio donde todavía moran, ocultos de la vista de todos, con grandes hábitos. Pues no murieron, pero su piel y su carne sí que se consumieron…
Poco después, cuando ya llevaba meses sucediendo en un pequeño pueblo de Gales, un equipo de prospección que realizaba un estudio geotécnico cerca de un cementerio, detectó al menos cuatro fuentes de golpes provenientes del subsuelo. Golpes que por su frecuencia y energía, bien podían ser los de un ser humano encerrado en un ataúd. Se registraron durante días antes de que dieran permiso para desenterrarlos. Al primero que sacaron, después de todos esos días «despierto» en su ataúd, lo encontraron tan perturbado que las autoridades decidieron, ante el horror de las familias, no permitir ninguna exhumación más. Los países más civilizados aumentaron las precauciones y extendieron el período de observación tras la muerte antes del entierro o la cremación. Así fue cómo dejó de prestarse atención a los terribles golpes que sonaron y continuarán sonando por siempre en la tierra de los cementerios.
Luego, cuando nuestro número aumentó, tuvieron que volver a acostumbrarse a nuestra presencia. Ocurrió no pocas veces que aquellos que más nos odiaban se organizaron en pandillas, identificaron algunos «despertados» y los atacaron, golpeándolos hasta que se quedaron sin fuerzas. Pero era inútil. Incluso reducidos a una pulpa sanguinolenta y con los huesos quebrados, no morían. Aquellos infortunados se arrastraban por el suelo hasta que sus terribles lamentos espantaban a sus agresores. Pues habíamos venido para quedarnos. Nadie sabía por qué. Nadie lo sabrá nunca. Así, pasados unos años, tuvieron que aceptarnos.
Dicen los científicos que el fenómeno sigue produciéndose en uno de cada dos mil casos. Nuestro número aumenta, y todos los que al principio alzaron su puño contra nosotros han tenido que callarse, al menos en público. Todavía hacen partidos políticos y plataformas ciudadanas contra nosotros, y dicen que les arrebatamos los puestos de trabajo, que aceptamos sueldos más bajos pues apenas tenemos necesidades, y que por nuestra culpa las condiciones de seguridad laborales han empeorado. Después de todo, fueron algunos pragmáticos empresarios los que vieron la oportunidad de beneficiarse de la situación y comenzaron a contratar a los nuestros en trabajos especialmente peligrosos; de forma ilegal al principio, pero tras la normalización, de manera abierta. Otros más listos comenzaron a comercializar los singulares productos que requeríamos en nuestra vida diaria por nuestra especial condición. Éramos un nicho de mercado fiel y duradero, después de todo.
Salvo estas protestas, y alguna inútil agresión ocasional, poco más pueden hacer. Y quién sabe. Quizás dentro de poco podamos tener representación propia en el Parlamento, ahora que ya hay «despertados» ocupando cargos en la administración, favorecidos por gobiernos igualitaristas. Después de todo, nadie en este país puede ser ya discriminado por cuestiones de raza, sexo, creencias o, como se le llama ahora, «condición vital». Ahora, todos somos iguales ante la ley. Lo dice la nueva Constitución.
© Copyright de José Luis Gomar para NGC 3660, Marzo 2020