1833, día de San Mateo. La luna de septiembre ilumina la ermita junto al camino de la colina. El edificio, testigo mudo de pactos secretos, contempla cómo un viejo simón negro llega hasta su altura. El cochero, de aspecto tan astrado como su bestia de tiro, se baja sin gracia para abrir a su pasajero. Un hombre alto y maduro, vicario de la archidiócesis de Toledo, se apea sin mirar siquiera al mayoral y le lanza una pequeña bolsa de cuero repleta de monedas.
—Regresa a Madrid —ordena con voz seca.
—¡Sí, Ilustrísimo señor! ¿Quiere que le recoja más tarde? —pregunta solícito.
El religioso se detiene un momento.
—Más te vale bañar tu desgracia en un moyo de vino tinto y olvidar esta noche —amenaza con voz sobrenatural.
—¡Como mande su Señoría! —responde rápido el conductor, obligado por el hipnótico mandato.
Tras varias genuflexiones exageradas, el cochero vuelve al carruaje y dirige la remolona caballería de vuelta a Madrid.
El encalado de la ermita brilla bajo la luz nocturna. En el interior, débilmente iluminado por velas, un joven de unos trece años está tumbado en el frío suelo, boca abajo. Delante, una talla de la Virgen de Luna rodeada de humo de incienso. Detrás, una mujer de luto con velo y miriñaque reza arrodillada: Medea. El vicario entra y se coloca a su lado. En este lugar no existen jerarquías ni nombres. Todos adoptan uno nuevo al entrar en la hermandad. Él es Virgilio. Un ligero frufrú del vestido indica que la dama se ha percatado de su presencia.
—Buenas noches —susurra Medea.
—Téngalas usted muy buenas—contesta el aludido.
—Sin formalismos, Virgilio. Ten a bien. Al fin y al cabo somos hermanos.
—¿Qué tal te encuentras? —pregunta el vicario.
Medea se alisa el vestido con un gesto. El movimiento de la gasa y un ligero aroma a flores invaden el espacio.
—Acabo de perder a su gemelo —dice la mujer sin dejar de mirar al joven—. Tan solo era una niña cuando nacieron; toda una vida juntos. Es lo único que me queda.
—Tienes a tus hijas.
—Solo la Madre sabe cuánto las amo, pero ya no son mías. Nunca serán libres; ni yo tampoco.
—¿Él está preparado? —El religioso tiembla al recordar la anterior ceremonia.
—Domina la hipnosis y, gracias a la razón, solo sus enemigos contemplarán su verdadera forma. No dependerá de la luna como nosotros. Es hijo de un tiempo nuevo. —Su voz denota orgullo. Con tono más bajo añade—: Si Ella lo admite en su seno.
—En cuanto lleguen los demás comenzará todo —indica el vicario—. Entonces veremos.
El silencio invade el espacio hasta que, tras un rato, escuchan un carruaje. Pasos, voces, el coche de caballos se aleja y los recién llegados entran. El primero, Ares, viste el uniforme azul turquí y grana de sargento de la Real Guardia de Corps. Trae sobre el hombro una piel de lobo negro. Tras él, Osiris, Ministro de Gracia y Justicia, viste de modo sobrio y porta un maletín.
—Parece que estamos todos —comenta el sargento mientras se acerca al grupo.
Medea y Virgilio se levantan y saludan a los recién llegados. A continuación, ella se aproxima al muchacho y lo toca con cariño.
—Hijo mío, es la hora.
La incertidumbre flota en el aire.
En la pradera, tras la ermita, comienza el ritual. El chico se encuentra desnudo, arrodillado en el centro de un círculo formado por los cuatro adultos. Virgilio le ofrece un cáliz de plata con un líquido lechoso.
—Bebe. No sentirás nada —dice calmado.
El joven obedece. Osiris saca de su maletín unas hoces y barras, todas ellas de plata. Las reparte entre sus hermanos.
—Madre, te ofrecemos un nuevo hijo. —La voz del ministro es grave, dura—. Toma lo que te pertenece. Madre, abre la carne, bebe la esencia. Hermano, regresa a la tierra, regresa a Madre.
Levanta su hoz hacia el cielo, destellos plateados iluminan la escena y la clava en el pecho del chico. Solo un fuerte estremecimiento como respuesta. El resto del grupo da un paso adelante y los tres clavan sus filos argénteos en sincronía. Hoces que suben y bajan, salpicando sangre. Los cuatro repiten la letanía. El cuerpo se agita con cada corte; ni un grito sale de la garganta del joven.
—Madre, quiebra lo viejo, recompón lo nuevo. —El ministro entona con voz solemne.
Ahora las barras de plata suben y bajan sobre el muchacho, ya inerte, mientras todos a coro repiten el mantra. Los huesos se rompen ante los fuertes impactos. Al finalizar, lo cubren con la piel de lobo.
—Acepta a tu hijo, Madre. —Su voz pasa a convertirse en un susurro—. Otórgale el don.
Tras repetir el último ruego, los cuatro adultos se separan dejando el cuerpo cubierto por la piel en la pradera, a la luz de la luna.
—Solo podemos esperar. Regresemos al interior —dice Virgilio, mientras posa su mano sobre el hombro de Medea, que se resiste a abandonar la escena.
El recuerdo de una pulpa sanguinolenta atormenta a la mujer que se deja conducir. Su otro hijo no fue aceptado. No podría soportarlo otra vez.
Dentro de la ermita, un comentario de Ares interrumpe los pensamientos de Medea.
—El rey tiene mala salud.
—También creíamos que moría el año pasado. ¡El felón nos conduce a la miseria! —responde Osiris.
—Tenemos poco tiempo —añade Virgilio—. En cuanto recobre la salud, Fernando pretende restaurar el Tribunal del Santo Oficio y nombrar heredero a don Carlos.
—¡La Inquisición! —exclama Osiris—. Nos cazará a todos, como ha hecho con nuestros hermanos de Valencia. ¿No puede intervenir la reina?
—Hace tiempo que la reina no es escuchada —replica Medea.
—El chico es nuestra única baza —dice Virgilio—. De él nadie sospecha.
—Si la Madre lo acoge —precisa Ares.
Medea responde sin dudar.
—Lo acogerá. Y él garantizará que Isabel reine.
Justo antes del amanecer, Medea se acerca a su hijo, enfrentándose a sus fantasmas. «Si la Madre lo acoge». Las palabras de Ares golpean en su cabeza. «Por favor, Madre, te lo he dado todo. No tengo nada».
Se aproxima a la piel, tiene miedo de levantarla pero, al tocarla, esta se estremece. Asoman unos ojos brillantes, un hocico húmedo que se eleva mientras abre la boca y muestra colmillos afilados.
—Está bien, hijo, soy yo. —Medea acaricia las fauces del animal—. Bienvenido, mi pequeño lobato. Ahora eres Pólux. —Una lágrima de felicidad corre por la mejilla de Medea—. Tú nos guiarás a un nuevo comienzo.
El joven lobo aúlla de gozo al reconocer a su madre. Agotado, se hace un ovillo y, poco a poco, conforme se acerca el alba, va recuperando la forma humana.
***
El día de San Miguel el médico real está contento. Su Majestad Fernando VII, recobra la salud. Los paseos en carro que recomendó están surtiendo efecto, ya ni siquiera es necesario sujetarlo para que soporte el benigno traqueteo. Al salir de los reales aposentos se cruza con el joven encargado de vaciar el bacín tres veces al día. Lo saluda con un gesto de cabeza.
Pólux entra en la habitación real. Se acerca a la cama y recoge el orinal usado. El olor a excrementos se interpone entre él y el monarca. Fernando VII, contempla al muchacho con curiosidad.
—La Madre te hará pagar todos tus pecados —espeta el joven al monarca con odio.
Las pupilas del rey se dilatan; contempla, horrorizado, cómo el chico cambia de forma. De repente es un lobo que se lanza sobre él y le muerde el vientre devorando sus entrañas. El Borbón no puede chillar, aunque lo intenta. La bestia le desgarra con sus colmillos, le araña la cara con sus garras. El bacín cae derramando inmundicia por el suelo. Ante el ruido dos alabarderos, seguidos del doctor, entran apresuradamente en la habitación. Uno de ellos aparta a Pólux.
—¡Quita de en medio, muchacho! —grita mientras se acerca a calmar al monarca, que respira agitadamente. Entre espasmos, se retuerce de dolor y se cubre con las manos como queriendo protegerse de un enemigo invisible.
La agonía del rey se prolonga durante cinco minutos.
—¡Ve a avisar a la reina! ¡Haz algo! —Le exigen.
Lo último que escucha antes de salir es cómo el médico certifica la muerte del monarca por una apoplejía. A través de alfombrados pasillos, corre hasta las dependencias de María Cristina de Borbón.
—Debo hablar con vuestra señora —dice Pólux entre jadeos a las damas que guardan la puerta.
—No es posible, su Majestad está reunida con su confesor —responde una de ellas, altanera.
—¡Abrid ahora mismo! —ordena enérgico.
La voz de ultratumba les obliga a obedecer. Con paso decidido entra en el cuarto.
—Majestad —anuncia— el rey ha fallecido.
Medea, con un espectacular vestido grana y oro, sonríe. A su lado, la imponente figura de Virgilio.
—Bravo, mi lobato —felicita la reina—. La razón se ha impuesto al terror. Un nuevo futuro se perfila.
© Copyright de Iván Mayayo Martínez para NGC 3660, Octubre 2019