Casa con balcón

 

Por Erica Couto-Ferreira

—Espera, ya da tono.

Las dos chicas, con las cabezas juntas y el teléfono móvil en medio, escucharon en secuencia cuatro pitidos idénticos.

—¿Dónde estáis? —se escuchó al otro lado de la línea.

—¡Feliz cumpleaños!

En el bar las cabezas se voltearon, muchos pares de ojos se levantaron de las pantallas táctiles, algunas bocas sonrieron y solo unos pocos cuerpos mostraron desinterés en las mesas de alrededor. Tan solo eran dos muchachas jóvenes que, en el ecuador del verano, llamaban desde un bar de carretera a una tercera para desearle lo mejor, mejor, mejor el día de su cumpleaños.

—Gracias. ¿Cuándo llegáis?

—Tú siempre tan simpática, Sofía. No puedes evitar ser quisquillosa ni el día de tu cumpleaños.

—¿Sara? Te oigo mal.

—Ya. Es que estamos en un bar en el culo del mundo —dijo Sara.

Violeta le respondió con un codazo en las costillas.

—Calla, estos se lo tomarán a mal.

Pero los que ocupaban el bar prefirieron seguir con sus cafés, sus charlas y sus silencios antes que prestarles mayor atención.

—¿Sabéis cómo llegar a mi casa? —preguntó Sofía—. Os recuerdo la dirección: Calle…

La voz de Sofía se interrumpió unos instantes.

—¿Sofi?

— Del Olmo 27. Si entráis en la ciudad por la autovía y seguís recto, os encontraréis de frente el centro comercial Nuevo Panorama. A la derecha veréis una explanada con un parque infantil y una pista de patinaje en medio. Tomad la calle que bordea el parque, a la derecha. En cuanto lleguéis… casa con balcón.

Violeta le robó el teléfono a Sara y se lo pegó a la oreja.

—Te oímos mal, Sofía. ¿Qué es lo último que has dicho?

—Decía que es una casa con balcón, rodea todo el segundo piso. Hay unos tiestos con flores.

—«Tiestos con flores», dijo la especialista en botánica.

Sofía se rio, las tres se despidieron, Sara y Violeta se pusieron en marcha. Aunque habían dejado la motocicleta a la sombra, se la encontraron hirviendo y rodeada de nubes de mosquitos a los que dedicaron manotazos imprecisos. Después de ponerse los cascos y comprobar que el equipaje estaba bien amarrado a los cuartos traseros de la moto, se fueron acelerando sobre el asfalto cuarteado.

La autovía era una costra negra que cruzaba los campos de grano, extensos como larguísimos brazos de mar durante muchos quilómetros, llanos, lisos, en perfecta simetría. A los campos se alternaban pastos donde rebaños de ovejas trasquiladas pacían al sol. Sara indicó a lo lejos: era un caserío semiderruido, con parte del techo colapsado y sin cristales en las ventanas. Un carro de bueyes vuelto gris por el sol y la lluvia apoyaba el varal a una de las paredes. A unas decenas de metros de la casa, en medio del terreno, yacía clavada una cruz de madera con un sombrero en un extremo y los jirones de una bolsa de basura que pendían de sus extremidades escuálidas.

Un Fiat Punto les adelantó haciendo sonar el claxon. Dentro iban varios muchachos que las saludaron sacando por la ventanilla latas de cerveza abiertas y cigarrillos apagados. Algunas gotas dispersas, muy frías, les salpicaron las piernas desnudas. La velocidad de la marcha apenas mitigaba el calor: lo sentían agujereándoles la piel como el gusano que roe la manzana. La sequedad del aire y la intensidad del sol creaban el espejismo de un tiempo sin tiempo, de una eternidad cercenada a cualquier forma de cómputo en la que Sara y Violeta conducían una moto bajo el sol de agosto, atravesando siempre y de modo constante granjas vacías y campos extensos de un grano perennemente maduro. En un cruce a cuatro direcciones, los muchachos y el Fiat Punto desviaron a la izquierda mientras Sara y Violeta proseguían recto.

—¿Estás segura de que es por aquí? —dijo Sara.

—¡Sí!

—Me pareció que el desvío…

—¡Es por aquí! —gritó Violeta para hacerse oír por encima del motor.

Volvieron a dejar atrás casas de campo de cuyas ventanas colgaban trapos floreados a modo de cortinas, algunos olivares sombreados y un vasto terreno en el que habían abandonado, en medio de un surco, un tractor que se doraba al sol. Cada poco se cruzaban con carteles pegados a los postes de publicidad que anunciaban la venta de fruta y verdura, queso artesano, pan de leña. «Aquí se muere».

—Violeta, ¿has visto ese cartel?

—No he visto nada. ¡Conducir con este calor me mata!

Seguro que había leído mal. El calor, la velocidad, los reflejos en la visera de plástico: todo esto lleva al engaño. Bajo el casco sentía el pelo apelmazado por el sudor y la falta de aire. Enderezó la espalda y se sujetó con fuerza a las agarraderas laterales, respiró el aire ardiente y de nuevo cambió el foco de atención al paisaje y los coches y la carretera. Otro terreno en el que los penachos del maíz se mantenían rígidos como guardias suizas, seguido de un campo rojo de tierra que se alternaba con una granja conectada con el mundo a través de las tiras de plástico de una cortina antimoscas, un cartel pintado a mano clavado en un poste de la luz: «Picadero de caballos». Y luego, junto al enésimo caserío de piedra, la Fiat Punto con las cuatro puertas abiertas, apagada y sin nadie dentro.

—Ya estamos en la entrada de la ciudad —la interrumpió Violeta.

Bordearon la rotonda, un engendro cementoso coronado por un macizo de flores artificiales, y continuaron siguiendo las indicaciones que Sofía les había facilitado. No tardaron en encontrar un edificio de planta circular, colosal como un circo romano y de un gris homogéneo, que tomaron por el centro comercial de referencia. Giraron a la derecha por la primera bocacalle y, frenando la velocidad, empezaron a leer en voz alta los carteles que nombraban cada vía. Calle del Centeno, del Trigal, Calle Acacia, Robledo, del Ciprés. Calles dispuestas en cuadrículas, calles rectas y breves que desembocaban en otras calles trazadas a compás, calles con portales de hierro forjado y cristal, y filas de coches aparcados con decoro, y casas adosadas de dos pisos, y setos altos bien podados separando los jardincillos frontales, y buzones verdes en el exterior, y balcones que ceñían el perímetro de la fachada y atesoraban tumbonas, sillas reclinables y hamacas.

—¿Ves por algún lado la Calle del Olmo?

—Mmm… no.

Recorrieron cada una de las calles, repasaron el catálogo completo de nombres botánicos con los que habían bautizado aquel barrio de la ciudad, y al final tuvieron que claudicar. Paradas frente a la enésima casa adosada con jardín, Violeta le pasó su móvil a Sara:

—Llama a Sofi y pregúntale tú. Yo estoy agotada. Solo quiero tomarme una Coca-Cola e ir al baño.

Mientras Sara seleccionaba el número, Violeta le dio unos golpecitos en el hombro:

—¡Mira! ¡Ahí está! A veces la clave para encontrar está en no buscar.

«Calle del Olmo», se leía en la plaquita gris. Empujándola por el manillar, Sara llevó la moto apagada hasta el número 27.

—Ahí la tienes. Con su balcón y sus tiestos.

Era una casa como las demás, dos plantas de ladrillo rojo, tejado abuhardillado y un breve jardín frontal. Las venecianas estaban cerradas, del interior no provenía ruido alguno. Junto al portal encontraron el telefonillo sin etiqueta identificativa mientras a su lado, en el buzón, se apelmazaban folletos publicitarios amarillos de lluvia y sol.

—¿No había dicho Sofía que haría la fiesta en el jardín? —dijo Sara.

—Tendrán un jardín trasero. O igual hemos llegado demasiado temprano —respondió Violeta mientras intentaba ver el interior a través de las rendijas del portal—. Vamos a llamar.

Violeta apretó el botón del telefonillo. Dentro de la casa resonó el timbrazo con un eco estruendoso, como si el interior hubiese estado vacío y desprovisto de tabiques que dividiesen en salas y cuartos las cuatro paredes maestras.

—¿Hola? ¿Hay alguien? —gritó Violeta.

Sara, que no había prestado atención a los sonidos hasta entonces, oyó los chillidos de las cigarras que se propagaban por la calle vacía. En algún lugar cercano, una persiana metálica se encasquilló al bajarse y le produjo un rechinar de dientes mientras la brisa, que solo soplaba en el primer piso de cada casa, se enredaba en las sábanas colgadas al sol con crujidos y dentelladas.

—¿Sí? —respondió una voz.

—Hola, somos amigas de Sofía —dijo Violeta haciendo visera con la mano.

La puerta principal seguía cerrada y no había nadie en el jardín. Sara buscó con la mirada en el balcón y luego en los tragaluces de la buhardilla sin detectar ninguna presencia física. Esperaron un rato. Nadie les abrió.

—¿Oiga? Somos Sara y Violeta, amigas de Sofía. Estudiamos juntas en la facultad. Venimos por… —y de repente Violeta se quedó en blanco, como si «cumpleaños» fuese una palabra demasiado exótica para recordarla.

—La conmemoración —añadió Sara.

—Entrad.

El portal se abrió con un chasquido eléctrico y entraron. La puerta que daba acceso a la casa estaba entreabierta, y al otro lado se oía el tintineo de platos.

—¿Ves? Estarán preparando la comida para la fiesta —dijo Violeta mientras cruzaba el umbral—. ¿Se puede?

Entraron directamente en la cocina. No había mesa ni sillas. Un hombre que les daba la espalda rebuscaba en un armario alto. A su lado, en la encimera, había una bandeja con varias tazas y una cafetera de porcelana blanca.

—Hola —saludó Violeta de nuevo.

El hombre se dio la vuelta y las miró. Las chicas se encogieron. Su ojo izquierdo estaba muerto y cubierto por una pátina legañosa, fijo, girado hacia la nariz inflada, sin moverse. La sonrisa de Violeta desapareció al instante. El ojo la inquietaba. La apariencia normal del tipo (mediana edad, barba canosa bien recortada, una camisa algo anticuada pero limpia y bien planchada) solo conseguía aumentar la repugnancia que el ojo producía.

—Estaba preparando café —les dijo—. ¿Queréis?

Dijeron que sí. Llenó dos tazas y se las tendió. Sara dio un sorbo. Aunque el café humeaba, estaba templado, casi frío. Sabía a viejo y prefirió dejar la taza casi intacta sobre la bandeja.

—¿No te gusta?

—Está demasiado caliente. Esperaré a que se enfríe —se excusó.

—¿Dónde está Sofía? —dijo Violeta.

—Arriba, en su cuarto.

—¿Podemos subir?

—No es el momento.

Se lo dijo secamente mientras engullía el contenido de su taza de un sorbo. ¿De verdad era este el padre de Sofi, el traductor? El hombre que tenían delante se veía envejecido prematuramente, desaliñado en el vestir y algo brusco cuando hablaba. Esos pantalones de tela, ¿no había visto unos muy parecidos en el armario del abuelo que Violeta había ayudado a limpiar después del funeral? Y ese corte de pelo que, en lugar de ocultar la calvicie, la ponía en evidencia extendiendo mechones sobre la piel desnuda como mantequilla, ¿no era cosa de 20, 30 años atrás? El silencio entre los tres se hizo angustioso.

—¿Necesita ayuda para preparar el aniversario? —preguntó Sara.

—Todo está listo —respondió—. Esperad aquí.

Salió por una portezuela que comunicaba con el resto de la casa, y subió las escaleras al fondo.

—Vámonos ahora, Violeta.

Sara le tiró del brazo, pero Violeta le hizo un gesto con el dedo para que callase.

—¿Oyes? No hay música. Sofía siempre pone música en casa, ¿te acuerdas de que nos lo dijo? Esta no es la casa de nuestra Sofi.

—¡Vámonos ahora!

—Ven conmigo.

Violeta cruzó la puerta y se detuvo a los pies de la escalera. Las manos del tiempo habían dejado impresos sobre el empapelado celeste los fantasmas de varios cuadros. Quedaba en su sitio una única lámina que reproducía una granja minúscula en un campo de grano. A la izquierda de la puerta estaba el salón desmantelado: vitrinas vacías, los cilindros de varias alfombras enrolladas apoyadas contra la pared y un gran sofá cubierto por una sábana amarilla. Bajo un espejo de ribetes dorados, el mármol de una mesita sostenía varías fotos encerradas en marcos de plata ceniza. Una pareja de ancianos sepia, rígidos como palos, que miraban a cámara. Un bebé blanco con cofia y camisón. El hombre que les había abierto la puerta, ahora adolescente sobre el papel fotográfico, llevando pantalones anchos y sentado sobre un muro de piedra. El hombre, otra vez, ahora más viejo, sosteniendo en las rodillas una niña de siete u ocho años. Una niña de pelo muy negro y ojos oscurísimos. Una niña que no era la Sofía rubia de mirada color jade que hoy cumplía años y las estaba esperando en ese mismo momento en otra parte de la ciudad.

—Tenemos que irnos ahora —susurró Sara.

—Mira .

Violeta señalaba el último marco sobre la repisa. No había foto en él, sino un cartón blanco con letras impresas y una paloma en relieve que sobrevolaba el borde superior. Era un recordatorio fúnebre. «Rogad por el alma de Sofía, que falleció el 3 de agosto a los 12 años de edad, habiendo recibido los Santos Sacramentos. Su padre ruega una oración por su eterno descanso».

Oyeron los pasos del hombre en la escalera.

—Ahora podéis subir —les dijo.

Cruzaron la cocina y se precipitaron fuera. Todos sus movimientos se les antojaron terriblemente lentos. El pestillo del portal no cedió a la primera. Golpearon la puerta, la agitaron, le dieron golpes hasta que se abrió con un bufido eléctrico. Sara se giró mientras salían a la calle y allá arriba, en el balcón, vio cómo el hombre de la barba, con su ropa anticuada, la saludaba alzando la mano. Violeta saltó en la moto y la puso en marcha y, en cuanto Sara se subió, partieron en una aceleración continua. Dieron varias vueltas a gran velocidad cuidándose de no entrar de nuevo en la Calle del Olmo. Todas las calles eran iguales, todas las casas eran iguales, los balcones, los jardines, las verjas: las mismas formas angulosas, el mismo brillo sobre los cristales, idéntico silencio.

Entonces el móvil empezó a vibrar. Sara sintió la presión de la vejiga contra la cintura de los pantalones cortos. Respiró hondo y miró la pantalla: era Sofía.

—¡Párate, párate, Violeta! Tengo que coger el teléfono.

Violeta frenó con violencia junto a un quiosco cerrado.

—¿Sí? —respondió Sara.

—¿Dónde estáis? ¡Ya ha llegado todo el mundo!

—No lo sé. Junto a un quiosco. Hay… —Sara tragó saliva—. Hay una tienda de telas detrás y, al lado, una pizzería.

—¡Ah, ya sé! Estáis muy cerca de casa. Esperad, voy a buscaros. ¡Hasta ahora!

Y colgó. Sara le devolvió el teléfono a Violeta.

—Ha dicho que viene a buscarnos.

—Seguro que, para ella, esta ciudad tiene una lógica perfecta. Cada calle y cada balcón le parecerán distintos —dijo Violeta apoyando los brazos sobre el manillar de la moto.

Sara se quedó pensando unos instantes. Al poco vieron aparecer por el extremo derecho de la calle la figura blanca y dorada de Sofía, quien agitó las manos por encima de la cabeza mientras las llamaba eufórica por sus nombres.

—El minotauro siempre conoce su laberinto. Son quienes entran los que no encuentran sentido a los giros de los pasadizos.

© Copyright de Érica Couto-Ferreira para NGC 3660, Septiembre 2018