Coja número para el sorteo

 

Por Begoña Pérez Ruiz

Nakwani miró de nuevo el número que le habían dado. Necesitaba cerciorarse de dos cosas. La primera que aquel pequeño papel anaranjado seguía entre sus manos y la segunda que el número que le habían entregado al llegar era el 635. Un número alto, pero no significaba gran cosa, pues a la hora de la verdad todo dependía de un sorteo, no del orden de llegada.

Al principio, cuando entraron en vigor las primeras leyes de inmigración dictadas por la Unión de Países Supremos, se estableció el sistema de plaza por orden de llegada al puerto de entrada. Aquello sólo potenció el caos y fuertes enfrentamientos entre las masas de personas que se agolpaban a la entrada día tras día. La Unión tenía que destinar demasiados recursos en tropas de control para evitar que la muchedumbre no desbordara el control de acceso. Muchos morían a diario aplastados en las avalanchas de gente, un espectáculo dantesco.

Además, el viejo sistema tampoco suponía una solución de cupos para la Unión y lo que esta necesitaba era controlar el número de inmigrantes que entraban en su territorio y, a ser posible, reducir la cuantía de personas del Mundo Menor que querían pasar a la Unión y convertirse en ciudadanos de aquella otra zona.

 Nakwani sabía que si tenía suerte y aquel número salía premiado ese día dejaría atrás su vida de miseria y hambruna. Aunque su entrada en la Unión no le suponía disfrutar de una vida resuelta y sin penurias. Por origen sería solo una ciudadana de tercer orden. Algo que la limitaba a la hora de acceder a un puesto de trabajo digno y con todos los derechos laborales. Se convertiría en poco más que una esclava, pero al menos tendría techo y comida garantizada cada día y pocas posibilidades de ser explotada sexualmente. Incluso había oído que con el tiempo podía lograr convertirse en una ciudadana de segundo orden. Al menos ese era un rumor que había llegado un día a su poblado, traído por un comerciante de los que atravesaban su comarca con sus caravanas de mercancías. Aquel día Nakwani no había creído en ese rumor:

—Es solo un cuento— le había reprochado a su hermano menor cuando este lo repetía engordando su sonrisa con cada palabra usada para compartir el rumor con su hermana.

—Hermanita, deberías creer más en este tipo de cosas, nada tenemos salvo la esperanza y los sueños—. Ella no replicó nada a su hermano. Quería dejarle aún un espacio de inocencia en su vida, que al menos disfrutara de sus ilusiones un tiempo más, Pronto se daría cuenta de que no había forma de escapar del agujero que les había tocado por vida. Su hermano murió poco después de aquella conversación, cuando la guerra del sur llegó hasta su aldea y arrasó las pocas chozas que la componían. Nakwani no lloró, porque ya había derramado todas sus lágrimas tiempo atrás, cuando fallecieron sus padres. Pero si de algo se alegró fue de que su hermano muriera con sus ilusiones aún intactas. Esas mismas que florecieron en ella y la hicieron ir a probar suerte en el puerto de entrada.

—¿Estás segura? —dijo el guardián de la Unión que entregaba los números cuando ella le solicitó el suyo. Su tono estaba falto de cualquier tipo de empatía, le resultaba indiferente la contestación de ella. Solo se limitaba a repetir la pregunta reglamentaria que dictaban las ordenanzas de inmigración. No fingía ser amable, ni lo intentaba, sus maneras eran bruscas y frías. Nakwani se miró las manos antes de contestar. Nada tenía en ellas, como nada portaba. El vestido ajado que la cubría y la vasija que usaba de cantimplora, colgada a su espalda, suponían sus únicas pertenencias. Sabía lo que suponía el sorteo, sabía lo que conseguiría si su número resultaba agraciado con una plaza de entrada. No se atrevió a renunciar a ello, nada dejaba atrás que le procurara nostalgia alguna. Las tierras donde había nacido solo le traían dolor y malos recuerdos. Cogió el número y ni siquiera se molestó en responder con gesto alguno, aquel acto en sí ya le parecía demasiado degradante y revelador. Mostraba su alma al desnudo.

Nakwani se sentó en el suelo a esperar con los cientos de personas restantes que el sorteo empezara. Todos los días en el puerto de acceso se vivía el mismo procedimiento. La entrega de números para el sorteo del día comenzaba con la salida del sol y se daba por terminada cuando empezaba a anochecer. Cada jornada había un gran número de personas llenas de esperanzas y con ilusiones por dejar atrás una vida que era impropia de ser calificada como tal. Nakwani sabía que con las nuevas leyes de inmigración y con la implantación del sorteo el número de miserables que llegaban hasta allí iba en descenso. Pero no dejaban de acudir a diario todavía un nutrido grupo de desamparados.

Aún faltaban varias horas para que cayera el sol, Nakwani podía estimar que aquel día habría más de mil personas esperando el sorteo, estrujando el número entre sus manos. Aquel sencillo pensamiento la inquietó y volvió a mirar su papel anaranjado, no quería que el sudor de su mano borrara el número. Estaba demasiado excitada con todo aquello. Comprobar que el número seguía bien impreso la alivió más que el trago de agua que necesitaba y no tenía.

—Este sistema es una auténtica injusticia, no deberíamos aceptarlo. Si al menos supiésemos cada día cuántas plazas disponibles hay, saber por lo menos nuestro porcentaje de posibilidades—. Nakwani dedicó una mirada esquiva al individuo que susurraba aquello a su derecha. Era un hombre más joven que ella, aunque con unos ojos adultos y un brillo embrutecido en ellos. Cuando aquel se percató de que ella atendía su discurso de queja se permitió alzar más alto la voz. Nakwani dejo de mirarle al momento para percatarse de que uno de los guardianes de la Unión, con su uniforme negro impecable y su porra eléctrica en la mano se acercaba hasta ellos. El joven no necesitó que el guardia le recordara la prohibición de expresar queja alguna tras aceptar el número del sorteo. Desde ese momento y hasta que llegó la hora determinada para el sorteo, un silencio incómodo gobernó sobre la masa de gente expectante, solo roto por suspiros y algún corto llanto.

Nakwani sabía que esa espera previa al sorteo no era lo peor de todo aquello. No, lo peor venía justo después cuando la gran pantalla anunciaba los grupos de números y a qué hangar te tocaba encaminarte en función de ello. Había tres hangares, naves de metal gris marcadas con grandes números rojos del uno al tres. Cuando todos los asistentes se introducían en los hangares correspondientes según sorteo, los guardianes cerraban las puertas de los tres y dejaban que pasara un tenso tiempo de espera para anunciar cuál de los hangares era el agraciado, aquel ocupado por el grupo de números que dispondrían de plaza de acceso a la Unión. Por supuesto, no siempre eran los mismos números, como tampoco era el mismo hangar. No había forma de saber nada hasta que el guardián encargado de hacerlo gritaba el resultado por la megafonía.

—Del 309 al 781 ocupen su sitio en el hangar dos. Repito, los que tengan papeletas con los números comprendidos entre el 309 y el 781 entren en el hangar número dos. Nakwani sintió cómo se le congelaban las piernas y el solo esfuerzo de levantarse y acudir hacia el hangar dos le supuso el mayor esfuerzo de toda su existencia. Mientras caminaba, más con el andar de una persona anciana que con el de una joven, no podía dejar de mirar la pantalla en lo alto del mástil, para cerciorarse que había escuchado bien el orden de los números. Tardó un rato en acceder al hangar, pues la fila de entrada era controlada por dos guardianes que tomaban los números de todo aquel que pasaba. Cuando al fin estuvo dentro gimió, uniéndose al eco de sollozos cargados de terror que llenaban aquel hangar.

Aún tuvo que sufrir un buen rato de espera para conocer el resultado final del sorteo. Los números que no habían accedido al primer o segundo hangar debían entrar en el tercero. Nadie sabía aún qué hangar sería elegido aquel día para permitir que sus ocupantes fueran ciudadanos de tercera de la Unión. Solo cuando comenzaron los horribles gritos de dolor y muerte de la gente que era víctima de los gases mortales, Nakwani comprendió que aquel era su día de suerte, volvía a nacer. Su hangar no se había convertido en una cámara de gas. Podía marchar hacia los territorios de la Unión, dejando atrás su tierra y acompañada por los alaridos de los otros que habían sido exterminados.

© Copyright de Begoña Pérez Ruiz para NGC 3660, Noviembre 2017/span>