—Se lo ruego por última vez, noble caballero —dijo aquel plebeyo deforme y ciego—. No debe entrar o le matarán.
—Correré el riesgo por la princesa dormida —aseguró Alrad sonriente mientras le tendía las monedas al pobre y obligaba a su caballo a avanzar, aunque se revolviera nervioso.
Aquel hombre era el único que sabía cómo bordear los caminos llenos de espinos y sombras asesinas, alguien afirmaba que había intentado despertar a la dueña del castillo oscuro. Pensar que alguien como él podía haber conseguido lo que otros con mejor sangre que él habían fracasado, le parecía imposible.
Tan sólo se oía los pasos de su montura y el golpeteo incesante del agua contra su armadura, algo que llegaba a ponerle realmente nervioso.
Clap, clap.
Al aproximarse a la inmensa puerta podrida y desvencijada, el animal se encabritó, asustado, derribó a su jinete y huyó por el camino, hasta que se enredó con las zarzas y herido, su sangre brotó a raudales. Mientras el pobre intentaba liberarse, oscuras alimañas saltaron de entre los árboles y comenzaron a desgarrar carne y piel, sacando sus tripas cuando aún seguía vivo, buscando el calor de su víctima para devorarlo. Los miró aterrado y estos, se giraron hacia Alrad para luego reírse con esos ojos inyectados en sangre y brillantes, tras lo cual, desaparecieron en la oscuridad. El caballero tragó saliva y empujó la puerta de madera, intentando aguantar las arcadas ante el dantesco espectáculo que había visto… que no fue nada comparado con el del interior. En un trono de espinos y oscuridad, una figura negra observaba picoteando de un cuenco lleno de ojos, mientras cientos de tijeras, con dos plumas enrojecidas que eran usadas como alas, iban cortando trozos de carne de cadáveres que apenas alcanzaban a ser huesos ennegrecidos por el paso del tiempo; cientos de agujas se arrastraban por el suelo con el mismo sonido metálico, ensartando cualquier pedazo que se pudiera comer.
El ser levantó la mano que tenía oculta y tiró de las zarzas, moviendo los cuerpos mientras los objetos huían chasqueando sus cuchillas. Los muertos alzaron las manos; se levantaron como marionetas y se acercaron a él, desesperados. El viento se colaba por las cuencas vacías de sus ojos, resonando como si suplicaran misericordia. No supo si rogaban por su vida o por su muerte, pero eso le dio igual; con un grito horrorizado alzó su arma y comenzó a destrozar huesos, vegetal y a chocar contra el metal de alguna tijera o aguja que se atrevía a cruzarse por su camino. Todo caía al suelo provocando un ruido repulsivo que le provocaba asco, tanto, que cuando se vio sin enemigos y aun a pesar de la figura que observaba todo, se arrodilló y vomitó encima de la piedra mohosa.
—Pobre lord Alrad, que ha venido a morir en este lugar maldito.
Al escuchar esas palabras proferidas por una vil voz, su rabia le obligó a retomar su espada y atacarla. Destrozó el trono y vio cómo se deshacía en humo que olía a azufre traído del mismo infierno. Se alzó victorioso, por unos momentos, hubo esperanza. Se acalló en cuanto cayó del chasquido de una trampa.
Apenas cerró los ojos por el dolor y, al despertar, se encontró lejos del castillo, en lo que debería haber sido la antigua ciudad, cuyo nombre se había perdido siglos atrás. Se había convertido en un lugar lleno de pasadizos laberínticos bañados por la luz de una falsa luna de sangre que colgaba en la distancia, lleno de espinos allí donde antes vivía gente.
Aunque oía gritos suplicándole que se marchase, se lanzó hacia el corazón de la ciudad temeroso de que su cobardía y algún conjuro perverso intentaran detenerle. Su cuerpo se estremeció, al darse la vuelta vio cómo un muro de zarzas se alzaba tapando la salida; al darle un mandoble, su espada se melló como si fuera de mala calidad y se apartó, con el corazón desbocado. El ruido había despertado a los espíritus de la ciudad que se lanzaron a atacarle, mientras escuchaba alaridos de dolor.
Los espinos le herían, las astillas de los huesos se le clavaban sin piedad allí donde la armadura no podía protegerle. La sangre le escocía en sus ojos de tal manera, que deseó arrancárselos
Las horas pasaron y al final, se arrastró hasta una iglesia derruida en cuyas ventanas se veían escenas obscenas y repugnantes. La voz de aquel ser de humo volvió a aparecer con una carcajada.
—Bienvenido a nuestra ciudad, lord Alrad. Esperemos que haya disfrutado de su último día de vida… ahora tiene cosas más importantes de las que ocuparse.
En aquel momento, otros hombres con armaduras oxidadas se lanzaron contra él y apenas tuvo tiempo para defenderse. Alzó su arma, hizo una finta a la derecha e hirió a uno. Lejos de lo que temía, dejaron de atacarle, se lanzaron a lamer la sangre del compañero. Le arrancaron la armadura y la carne para alimentarse. Huyó, deseoso de encontrar la salida a toda aquella locura.
***
Se quitó el casco y al ver a sus siervos gruñir pidiendo algo de la carne cazada, dio un grito para luego comerse la poca carne que quedaba en los huesos de aquel miserable. El tiempo pasaba y nunca intentó contarlo, demasiado esfuerzo y distracción, un lujo que en la ciudad sin sol nadie se podía permitir. Incluso había tenido que irse librando de trozos de su coraza para usarlas como armas improvisadas, o perder peso innecesario. Cuando veías a una de esas malditas sombras acercarse a ti con sus perros muertos, azuzándolos para que te hirieran y te atraparan, era mejor ser rápido.
Al principio, aguantó el hambre y la sed como pudo, hasta que vio que la única forma de sobrevivir era no perder su arma, dormir poco por si intentaban atacarle… y alimentarse de otros ilusos como él. Los mejores eran aquellos que acababan de entrar, su carne tenía sabor y su sangre no estaba corrompida, además de tener suficiente cantidad para mantener a su pequeño grupo unido.
Al final, agotado de aquella situación y sin temor a lo que vendría después, congregó a varios de los mejores guerreros y después de días de caza de otros como ellos, llevaban suficientes reservas para llegar hasta el castillo y acabar con todo aquello. Si lo que habían oído era cierto, la pesadilla tendría fin en cuanto la princesa fuera despertada con un beso… y sino, siempre podían alimentarse de ella.
Siguieron el rastro dejado por las agujas y el sonido de las tijeras chasqueando alrededor, sobre volando a sus posibles víctimas. Los pasillos laberínticos se sucedieron uno tras otro. Lo poco que quedaba de su conciencia civilizada, pudo comprobar que debió ser una ciudad rica y hermosa, tan grande como el país al que había servido. Necesitó varios días de viaje para darse cuenta.
Escucharon gritos, el sonido del metal chasqueando y supieron que las tijeras estaban cerca. Alrad corrió por las calles que, aunque mohosas, delataban por donde se encontraba. Sintió cómo las cuchillas se abalanzaban contra él cortando su nuca y espalda, la sangre manaba haciendo que otros como él intentaran alcanzarle sedientos. No supo dónde se encontraban los otros miembros de su grupo y poco importaba, corrió durante una eternidad, ascendió sin importar que casi no le quedara el aliento y emergió por encima de los espinos que alzaban el castillo por encima de la ciudad. Sus ojos se quedaron cegados al darle el sol del atardecer directamente. Berreó, cegado, y se apoyó en una pared. Buscó con la mano las zonas húmedas y frías en la oscuridad, para alejarse del calor abrasador y la luz que le quemaba la piel. Le llevó horas encontrar la oscuridad y unas cuantas más volver a recuperar la visión.
Cuando volvió la oscuridad, pudo ver que se encontraba en medio de un jardín interior abandonado, iluminado por la intensidad de la Luna real. Incluso el palacio era majestuoso a pesar de las profanaciones del Ser Oscuro al acomodarlo a sus gustos… Parecía que el corazón del infierno era eterno.
Caminó con paso lento, esperando encontrarse algún nuevo peligro ya que aún era capaz de escuchar el aleteo de alas y el siseo del metal. Se abalanzó contra las escaleras, las subió intentando huir de sus atacantes, allí donde reinaba el silencio, él corría para alejarse del peligro. Cuando el lugar se silenció, la vio tumbada en una habitación bien conservada, alejada de la magia de aquel que la había encerrado allí. Ni sabía su nombre, había oído por las historias que era hermosa… y apenas alcanzaban a describirla. Al fin obtenía su premio; gritó victorioso y sediento de poder y recompensa, tanto como para acercarse y besarla con lascivia. Metió la mano entre la suave y pálida piel y los ropajes que la cubrían, dispuesto a arrancarla. Entonces, sus ojos claros se abrieron con una mirada somnolienta, su hermosa boca de rubí se torció y susurró:
—Huye antes de que sea demasiado tarde.
—No sin recibir mi recompensa —exigió el hombre arrancando la ropa de la joven.
El sonido de los huesos entrechocando y el sedoso de los espinos acariciándose le hizo gritar y olvidarse de su excitación. Las marionetas muertas se lanzaron contra él y le desmembraron. Le cortaron la carne y arrancaron vísceras y ojos con saña, matándole en una horrible agonía.
***
Las tijeras descendieron y fueron cortando la carne de aquel que estuvo a punto de salvarla y suspiró. Aunque deseaba salir de su prisión de espinas que alimentaba la ciudad con su sangre y sueños, había asumido que jamás podría escapar. Hasta aquellos instantes fugaces en los que los hombres convertidos en bestias se habían vuelto aburridos, anodinos. Sintió cómo los ojos le pesaban y volvía a soñar con un cuento infantil que nada tenía que ver con la pesadilla a su alrededor. Poco importaba, ya nada importaba más allá de la fantasía.
© Copyright de Laura López Alfranca para NGC 3660, Abril 2017