El clan de Acuario

| Francis P. Fernández | Createspace Independent Publishing Platform |  CF | 
|  ISBN: 978-1517547738  222 págs. | 2015 | Comprar en Amazon |

Por Pily Barba

Un buen día, hace un par de años, se coló en mi buzón de correos la novela de una persona muy, muy querida para mí y que, además, es un autor también muy admirado: Francis P. Fernández, aquél que jamás ha dejado de ser uno de MIS AUTORES (literariamente hablando), ya que fue el artífice de La versión del Minotauro en la desaparecida editorial NGC ficción! La novela en cuestión, esa que ha vuelto a traerlo a mis días y me ha acompañado durante mis pasadas vacaciones, es El clan de Acuario. ¿No os parece un título de lo más sugerente?

Bien, pues volviendo al momento en que el paquetito de marras apareció en mi vida, se trataba de un pasado en el que NGC 3660, su retorno, no estaba ni remotamente previsto, así que su llegada me alegró doblemente: en primer lugar, porque sería una lectura interesante, eso seguro, y, en segundo lugar, porque dicho obsequio no llegaba a mí con segundas intenciones, es decir, esperando reseña obligatoria. Y es que Francis P. Fernández, desde que apareció en mi vida, jamás la abandonó: ya sea a través de sus títulos dedicados a la criminología, ya sea con este otro, dentro del marco de la ciencia ficción y el mundo del juego, él siempre ha estado ahí (y cuánto se agradece).

Pero, dejando a un lado el sentimentalismo —qué ya está bien—, para entrar de lleno en la novela diré que, según su sinopsis, se trata de un escenario inicial que, a mí, personalmente, no me resultaba demasiado atractivo: el mundo de los casinos y sus chanchullos a través del juego, aunque en esta ocasión, y esto es así, nada más sumirnos en su lectura nos encontrábamos con un protagonista, Octavio Galatea (socarrón, macarra; «rarito y taciturno; distinto y en la inopia. Siempre pensando más allá y con ideas de lo más estrambóticas», según sus propias palabras) altamente atractivo. Asimismo, y aunque insisto en que el universo inicial no me atraía, la prosa descriptiva y corrosiva de Francis, salpicada de algunos detalles de lo más dickianos, sumados a un lenguaje, por momentos, muy cañí; donde los primeros personajes que la pueblan (incluido este mismo Octavio) parecen sacados de las profundidades de la novela negra para ser insertados en una historia donde la Tierra ya ha sobrepasado incluso los límites más insanos de la contaminación; donde sus habitantes, además de en los utilitarios de siempre, también se desplazan en aerocoches, y, detalle importante, donde existen, entre muchos otros avances, los bioimplantes como algo naturalmente caro, pero también, naturalmente natural… Como decía, en una Tierra futura en la que además conocemos de primera mano algún que otro territorio que la subdivide, como es el caso del Distrito Centro; ese gran tumor urbano que aún sigue creciendo y al que accedemos a través de una impresionante descripción pero, también, dejando atrás sus ominosas vallas electrificadas; aquí, en un núcleo tan indeseable y concentrado del peor kipple humano, no solo avanzamos en línea recta en dirección a toda esa inmundicia que uno no puede ni imaginar, sino a uno de los muchos puntos fuertes de la novela: el tratamiento de algo que Francis P. Fernández conoce muy bien: el funcionamiento de la mente humana. Y eso no es todo. También tendremos acceso a ese lado suyo tan revulsivo y reivindicativo; ese en el que Francis no solo reivindica la igualdad entre las distintas clases sociales, ojo, sino que también destapa a las claras las personalidades de aquellos individuos —los ricachones, o los «catacaldos» (perdedores)— y sus odiosas actitudes que de un modo u otro influyen en la sociedad de la manera más negativa (también fuera de la ficción), transformándola a su antojo y siempre en beneficio propio; sin importar que aquellos otros que terminan sufriendo las consecuencias, paguen incluso con su propia vida. El problema es que en este futuro que Francis nos describe, este tipo de comportamientos y situaciones ya se ha salido de madre…

Asimismo, también nos ofrece una sociedad futura con momentos —los peores— muy en la línea de 1984 (hasta las ratas vuelven a salir a colación), donde, por otra parte, existen unos pocos humanos con poderes mentales de diversas índoles, pero que, a pesar de ello, como ocurre en el caso de nuestro Octavio Galatea —precognoscente tras un oportuno accidente—, ni con esas consigue que la vida le sonría y se las ve y se las desea para poder subsistir; recurriendo incluso a hacer trampas en casinos y tener así qué echarse al coleto. Entonces, en un escenario tan poco halagüeño, ¿qué se puede esperar? Pues ni más ni menos que un futuro oscuro, muy oscuro, donde un individuo termina viéndose inmerso en un fregado de padre y muy señor mío y que, para colmo, tras conocer a personajes de lo más estimulantes, estos mismos le terminan enredando tras hacérselas pasar canutas —sometiéndole a todo tipo de aberraciones físicas y mentales—, para verse a sí mismo transformado en una persona totalmente distinta e inmerso en un tremendo complot. ¡Y qué complot!

Eso sí, a pesar de tener entre manos una novela muy sugerente, con determinadas partes de la trama que consiguen subyugar al lector (sobre todo principio y fin), y ese atractivo lugar, tanto físico como mental, al que sin pretenderlo se dirige Octavio Galatea —rodeado de esa inmundicia que comentaba; ese futuro caótico, gris, desesperanzado y mórbido; repleto al mismo tiempo de un sinnúmero de menciones y, tal vez, ¿incluso soluciones con respecto a ciertas líneas rojas que representan las múltiples maneras de transgredir que se le pueden manifestar al ser humano? (Y que por supuesto está dispuesto a cruzar por el simple hecho de saltarse los sugerentes prohibidos)—; tenemos una historia que, me consta, empezó siendo simplemente un relato pero que al autor se le terminó yendo de las manos, pero, desgraciadamente, también observaremos algún que otro altibajo a nivel narrativo, debido, precisamente, al tratamiento de la estructura y, tal vez, incluso al del mismo protagonista —ahora en primera persona, ahora no—, que en determinados momentos confunde. Por otra parte, aunque siempre interesantes y necesarios para la trama, quizá peque de un exceso de personajes secundarios que hacen que la presencia de Octavio, de nuevo, a veces se pierda.

No obstante, y para concluir, por qué no decirlo, aunque no se trate de una novela del todo redonda, El clan de Acuario sí es esa lectura que te deja con la sensación alegre de un final cuyo giro es del todo inesperado, y, lo más importante: que hace que todo el recorrido haya merecido la pena. Y, ahora, decidme, sinceramente, ¿se puede decir esto de toda obra que cae en nuestras manos?

© Copyright de Pily Barba para NGC 3660, Mayo 2017