La llaman la Ciudad Sagrada. Nunca he entendido por qué. Dista mucho de ser una ciudad, al menos lo que puedo imaginar como tal, teniendo en cuenta los relatos de las más ancianas. Incluso las ruinas devastadas de antiguas urbes por las que mi clan ha pasado alguna vez se asemejan más a lo que en mi mente ha de ser una ciudad.
Mucho más que este descampado en medio del desierto donde se reúnen miles de vehículos de diversos clanes. Esto no es una ciudad, solo es la reunión de nuestros propios despojos. Los restos de lo que una vez fuimos, congregados aquí en las fechas que marca nuestro calendario común. Las fechas en las que nos visitan los Dragones.
Es por ello que a este páramo lo califican de Sagrado. Pero yo sé que no hay nada divino en este lugar, aunque solo el pensarlo sea una herejía. Los Dragones lo convierten en sagrado, no nosotros que solo somos los vestigios de una civilización muerta. Yo odio ser lo que soy, todo esto no tendría que funcionar así. Este mundo es un error. Nuevamente pienso lo que no ha de pensarse. Mi hermana Sidesia me dijo una vez que suele ocurrir cuando una está embarazada, la cabeza no discurre bien y piensa en cosas que no debe.
A Bania, su amiga, le pasó, pero no fue lo suficientemente lista como para acallar esos pensamientos. Los dijo en alto ante los Muchachos, ellos corrieron a informar a los Vetustos y estos juzgaron a Bania. No, no la juzgaron, eso es lo que nuestra madre de clan nos contó. Pero no fue un juicio, como los que ejercen con los Muchachos, a ellos siempre se les permite hablar y tratar de justificarte. Bania no fue escuchada. Esperaron a que su embarazo terminara y luego la castigaron.
Mi madre dijo que no fue un castigo muy fuerte, que murió porque era demasiado delicada y, además, tras el parto estaba débil. Sidesia cambió cuando Bania murió. Cambió de una forma que no quiero recordar. Durante muchos ciclos estuvo expulsando su rabia y su odio contra Bania en forma de insultos. Yo sabía que aquellos en el fondo no iban dirigidos a Bania, pero aun así no me gustó ver cambiar de esa manera a Sidesia.
Ella era mi única hermana real, siempre pensé que seguiríamos juntas y unidas en el mismo estatus de clan, siendo madres productivas. Pero no fue así, Sidesia se rebeló a su propia naturaleza, decidió ser más feroz, cambió su cometido vital dentro del clan. Decidió pasar a ser una Enérgica y superó sus brutales pruebas. Yo no quise conocer sus razones, no me hacía falta, pero ella vino a verme antes de irse definitivamente al sector de la Enérgicas. Me dijo que no podía soportar ser una quejica como Bania o una futura madre frágil.
Yo sé que las madres no son frágiles y ahora que estoy a punto de dar a luz estoy más convencida de ello. No me gusta ser madre en este mundo, pero prefiero eso a ser una Enérgica. Ellas son duras y bestiales, se pasan el día peleándose con los Muchachos y entre ellas mismas, llenando sus cuerpos de cicatrices para ser aceptadas y consideradas. Lo llaman marcas de honor, yo lo llamo locura. Hace mucho que no veo a Sidesia, ahora ella es una Enérgica de las exploradoras, las que viajan todo el rato por esta tierra. No las envidio. Creen que son libres porque pueden desplazarse con los vehículos del clan siempre que quieran, más allá de los asentamientos. Pero en el fondo son tan esclavas de los Vetustos como las madres, como los Muchachos, como todos.
Este es un planeta enfermo, sometido por unos Vetustos que no pueden hacerlo cambiar a mejor. No hay nada bello en este mundo, nada que merezca la pena ser contemplado. Fuera de mi clan, cualquier otro no me ofrece una visión diferente. Nada que merezca conocerse, porque es todo lo mismo. Cualquier clan es una repetición del mío sin diversidad alguna, con su consejo de Vetustos, sus Muchachos, las Enérgicas y las madres. Y los cachorros, claro, siempre me olvido, intencionadamente, de ellos.
No me apetece pensar en los niños ahora que estoy a punto de tener a mi primer bebé. Los Vetustos dicen que los cachorros son el futuro, pero yo sé que son solo una desagradable prolongación de esta fea tierra. No hay ya nada hermoso, solo los Dragones, esos que con suerte veré dentro de unos días.
Nunca antes he podido verlos, ellos solo vuelan cerca de la Ciudad Sagrada, en esta parte del desierto. Fue aquí donde aparecieron por primera vez, surcando los cielos. Nadie sabe desde dónde vienen, ni a dónde retornan cuando recogen sus ofrendas. Pero verlos es el mayor privilegio que puede disfrutarse en este desolado planeta.
Los Vetustos dicen que son dioses que nos traen prosperidad, aunque vengan a llevarse a nuestros hijos. Estamos obligados a venerarlos como divinidades, pero dudo que nadie lo haga porque crea que lo son. Estoy convencida de que la gente los adora por su belleza, el único elemento hermoso que poder ver en este mundo yermo. Por ello, no nos importa el tributo que hay que pagarles cada vez que nos visitan. Siempre que vienen a vernos, o mejor dicho, a dejarse ver por nosotros, se llevan con ellos a cuatro niñas recién nacidas. Los Vetustos lo declaran como la ofrenda que hemos de hacerles. Todos lo aceptan como un precio insignificante por contemplarlos.
Son sublimes, al menos así los describen todos los que los han visto. Yo soy afortunada, el término de mi gestación ha coincidido con los ciclos en los que los Dragones suelen visitarnos. Puedo estar aquí para ofrecerles a mi bebé en cuanto aparezcan. Ellos solo lo hacen antes de la llegada del frío y tras la temporada de calor extremo, como ahora.
Ha sido una época difícil para estar embarazada. Me ha tocado soportar demasiado calor y sin poder quitarme ni un momento esta túnica áspera de gruesa tela verde, que me señala como madre gestante. Ya no recuerdo lo que es ir con un simple vestido de gasa rosa. Pronto podré volver a llevarlos, será una pequeña liberación. Aunque solo momentáneamente, hasta mi próximo embarazo.
En este preciso momento no me molesta el grueso tejido de mi túnica. Es una noche fresca, más aquí en este pequeño montículo donde me hallo mirando al cielo gris oscuro. Desde aquí puedo contemplar el valle inhóspito en el que se asienta la Ciudad Sagrada. Ni siquiera con la distancia y la oscuridad de la noche es un panorama digno de contemplarse.
He podido escapar un rato de ese lugar, los miembros de mi clan me han permitido caminar libremente por primera vez fuera de su control territorial. Es un privilegio del que todo el mundo puede disfrutar aquí en la Ciudad Sagrada, incluso las futuras madres. Bien saben que no habré de irme muy lejos, pues, como todos, ando ansiosa por ver a los Dragones que pronto vendrán hasta aquí, bajando de los cielos.
Será un momento de fiesta, incluso si eligen llevarse a mi bebé recién nacido. Nadie sabe qué hacen con las niñas que se llevan y a nadie parece importarle. A mí tampoco, para una niña este mundo no es bueno, es peor aún que para un varón, de eso es de lo poco que puedo estar segura. Lo mejor es que los Dragones se las lleven lejos, aun sin saber cuál es su destino.
Quiero que mi bebé sea una niña y deseo con todo mi ser que un Dragón la elija entre todas las demás, que sea una de las escogidas entre las que vamos a ofrecer.
—Es un niño.
Me sobresalta la voz fuerte a mi espalda, retumbando en mis oídos con una inesperada dulzura. Me levantó y me giro con tal velocidad que casi me caigo al suelo. Él me toma de un brazo con delicadeza para impedir que eso ocurra. Entonces, aún en la penumbra de aquel lugar, le veo con total claridad y sé lo que es. Nunca he contemplado a un ser tan hermoso. Es un Dragón y está ante mí, sosteniendo mi mirada alelada con sus ojos que brillan como dos estrellas azules en plena noche. Sin duda su cuerpo solo puede ser el de un dios, aunque parezca humano. Sus enormes alas están plegadas a su espalda, son magníficas, quisiera tocarlas.
Vuelve a hablarme, comprendiendo que su súbita presencia me ha alterado demasiado y que no he respondido a sus primeras palabras, como si no le hubiera escuchado o entendido.
—Es un niño lo que tienes en tu vientre—. Aquella sencilla frase es demoledora para mí, como una sentencia espantosa. Mis ojos se tiñen de oscuridad, pese a tener un dios radiante a mi lado. Él me mira con benevolencia y sigue hablándome:
—Pero yo necesito a ese niño, dentro de unos días habré de llevármelo conmigo.
Me obligo a pensar que no me está engañando, que aquel ser tan hermoso no puede ser a la vez tan cruel, y cuando al fin lo consigo, aún tartamudeando, logró replicarle:
—¿Por qué? Vosotros solo elegís niñas…
Él me ofrece entonces un grandioso regalo, algo que sé que habrá de acompañarme y asistirme siempre que lo precise como sagrado recuerdo: su radiante sonrisa, que transmite una inmensa felicidad y una absoluta libertad, esas que solo puedo intuir en seres más allá de este mundo.
Entonces despliega sus poderosas alas y emprende su vuelo nocturno. Yo no puedo dejar de mirarlo, como hipnotizada. Él ya no me mira y eso me duele demasiado. Pero en mi mente se materializa su voz, esa que no me ha querido contestar hace solo un instante:
—Todo ha de cambiar. Tu futuro hijo es parte del Cambio.
© Copyright de Begoña Pérez Ruiz para NGC 3660, Diciembre 2018