El chico perdido

 

Por Ángel Ortega

El último niño reclamando chucherías se había marchado hacía más de una hora. Carla intentaba de forma consciente no preocuparse por su hijo Jean, porque se había propuesto dejar de tratarle como un chiquillo a sus diez años y animarle a hacer cosas bajo su propia responsabilidad. Ya se había convertido en costumbre que él solo caminase todos los días tres manzanas hasta la parada del autobús para ir al colegio. También le había acostumbrado a acercarse al supermercado del final de la calle a comprar cantidades pequeñas. Y como no todo han de ser obligaciones le dejó que fuese solo a pedir dulces de Halloween. Sabe lo que hay que hacer y no se entretiene, se dijo. Por eso el que llevara más de dos horas y media fuera era más inquietante.

Se dio cuenta de que no podía telefonear a ningún vecino porque no conocía a ninguno. Había cruzado saludos con varios de ellos pero nunca había intimado lo suficiente como para conocer sus nombres y mucho menos para tener sus números de teléfono.

Los amigos de Jean. Esos sí podrían saber algo de él. Pero una especie de neblina en su cabeza, de la que se dio cuenta por primera vez, le impedía recordar el nombre de ninguno de ellos. Hizo un esfuerzo casi físico por rebuscar en sus recuerdos. Cómo es posible, se dijo, que no te acuerdes de ellos, de esos amigos que seguramente son lo más preciado para él, de los que sin duda habrá hablado mil veces a la hora de la cena. Carla sintió un escalofrío.

Su reloj de pulsera emitió un pitido. Miró la hora y vio que ya eran las doce. ¿Las doce? Pero si hace un instante eran las… Estaba aturdida y divagaba, perdiéndose en ideas circulares como en un mal sueño.

¿Había bebido y por eso su mente estaba nublada? No, hacía tiempo que no bebía hasta caer desmayada. Esos nubarrones vagos que daban un momento de euforia y horas de miseria y decenas de latas de cerveza para recoger al día siguiente. Jean la cuidaba cuando ocurría. Le limpiaba el vómito de la boca, le ponía una toalla húmeda en la cabeza que solo empeoraba su sensación de vértigo pero que hacía con todo el amor de un hijo a una madre desastrosa.

Tengo que ir a buscarle, se dijo, aunque haya que patear todo el pueblo, todo el puto pueblo. Se vistió con cualquier cosa y salió a la calle.

Hacía más frío de lo que esperaba y trató de acordarse de en qué mes estaba. La certeza tardaba en llegar, pero recordó que era la noche de Halloween así que debía ser octubre o noviembre. Qué frío. Se abrazó a sí misma y se lanzó a paso rápido hacia la primera casa a la derecha.

Llamó con insistencia a la puerta. Una voz desde dentro le dijo que ya iba. Abrió una señora mayor, con bata rosa, que sin apenas mirarla le dijo que ya no eran horas de chuches. Mi hijo, preguntó Carla, ha visto a un niño vestido de… He visto muchos niños disfrazados, dijo la señora, es Halloween. Soy la vecina de al lado, dijo Carla, tambaleándose. Sé quién es, respondió la señora, ya hemos hablado otras veces. Lo siento, no puedo ayudarla. Carla sintió que el corazón se le daba la vuelta.

Se despidió agradeciéndole su ayuda y bajó los escalones a punto de caerse. Tenía una sensación ominosa que no sabía describir. Un reflujo gástrico ardiente le llegó a la boca y se lo tragó. Las sienes le palpitaban. Estoy borracha otra vez, se preguntó a sí misma, pero se insistió en que no, que la turbidez de su mente era por la preocupación.

Dio la vuelta y se dirigió a la casa estaba que estaba al borde del bosque. Aporreó la puerta. Nadie acudía, aunque le parecía escuchar unas risitas en el interior. Insistió. Nada. Retrocedió un par de pasos y vio que todas las ventanas estaban tapiadas. Es la casa abandonada, se dijo, pero era como un recuerdo remoto. Mi niño, balbuceó. Se sintió envuelta en una nube espesa y caliente.

Al fondo estaba el bosque. Un flujo siniestro salía de él, en la más absoluta negrura. Carla sintió que el terror la paralizaba. A veces los chicos hacen hogueras en el claro del bosque en noches como esta, quizá está allí. Caminó hacia la línea de árboles. El horror se fue incrementando a cada paso. Pero al tiempo algo cambiaba: su mente se aclaraba por momentos. La desazón y el aturdimiento se iban disipando dejando paso a una desgarradora tristeza.

Se acercó un poco más. Ya notaba el olor de los pinos. No era agradable, sino evocador de algo horrible que no llegaba a manifestarse.

Y, de pronto, su mente se aclaró como un estruendo de cristales rotos.

Esto ya me ha ocurrido antes, se dijo. Miró al cielo y gritó con todas sus fuerzas. Dio un par de pasos hacia atrás y cayó de rodillas.

Jean se perdió hace años. Una noche de Halloween, fría y húmeda como esta, salió de casa disfrazado de vampiro y nunca volvió. Ahora lo recordaba todo, un recuerdo deslumbrante, afilado y pegajoso como una hoja de hielo.

Ella le buscó desesperadamente, hubo batidas vecinales y fuerzas del orden, pero todo fue inútil. Jean desapareció para siempre, como si se lo hubiese tragado la tierra, como si la noche de los monstruos no fuese algo festivo sino un depredador que se alimentase de los niños. Carla se cubrió la cara con los ojos y lloró a gritos, desgarrándose la garganta, deseando la muerte, una muerte dulce que le alejase de la imagen de su hijo perdido.

Desde la espesura del bosque se podía ver a Carla llorando arrodillada en el suelo. Jean intentó gritar, pero algo le tapaba la boca y le atenazaba en la más absoluta inmovilidad. El terror le hacía temblar. Giró un poco la cabeza y pudo ver las uñas articuladas, la sonrisa llena de dientes diminutos y los ojos como dos heridas sangrantes. Todas armas de la noche, incluyendo la capacidad de inyectar a distancia falsos recuerdos en la mente de los humanos.

© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Noviembre 2017 [Especial Halloween]