Casa de muñecas

 

Por Elaine Vilar Madruga

Los juguetes de los niños duran poco. Un ciclo… dos es ya demasiado tiempo. Se niegan a comer. Las articulaciones donde están insertados los hilos que los unen al retablo se quiebran con facilidad. Los juguetes de ahora no son como los de antes. Apenas se mueven y no son tan inteligentes como para arrancarte una sonrisa. Pero los niños son niños en todos los tiempos posibles: siguen amando sus cosas viejas y se niegan a arrojarlos a los desechos.

A pesar de mis protestas, Zel y Lub conservan una familia de títeres algo deteriorada. La muñeca mujer llora todo el tiempo mientras trata de mover las piernas con los gestos patéticos de los juguetes demasiado usados. Los dos más pequeños han aprendido a arrastrarse por los compartimentos de la caja con gravedad disminuida. Como indican los vendedores, los juguetes suelen ser frágiles si se les saca del retablo. Una vez rotos, no hay vuelta atrás. No volverán a animarse ni a hacer esas gracias que aprendieron los dos pequeños y que a Zel y Lub tanto les gustan.

El primero en romperse fue el muñeco viejo. Apestó durante una semana dentro de la caja sin que Zel y Lub se molestaran en sacarlo. Habían olvidado alimentarlo y el juguete famélico terminó comiéndose la carne que cubre los hilos de sint en manos y hombros. Algo repugnante que hacen los juguetes defectuosos. La mujer comenzó a chillar de manera insoportable, tanto que terminé colgándola sobre uno de los holos del retablo a ver si así aprendía a callarse. Pero, a pesar de todo, mis esfuerzos fueron inútiles. La golpeé con la punta del dedo y volvió a gritar. Más. Y más. Y más. Pensé que la había quebrado. La gravedad disminuida de la caja siempre descontrola mis fuerzas. En realidad, apenas fue un hueso, o dos. No sé.

Aquella mujercita me desesperaba. Malditos juguetes defectuosos.

Pensé en Shu, el cachorro de los niños, siempre hambriento de carne, por más pequeño que sea el bocado. La mujercita estaría bien para él. Luego, les diría a los niños que había ocurrido un accidente en el retablo. Shu hacía cosas como esas a cada rato con tal de darse un atracón. Él, por supuesto, no tenía que pensar en el hecho de que aquellos juguetes costaban más que un simple cachorro de huarg, criado por una de las tantas jaurías que recorren los bosques de Pranni.

Si no pagaba Shu la culpa, les contaría a los niños cualquier mentira: destrucción repentina del retablo, desaparición, huida, o una de esas epidemias a las cuales son tan propensas los juguetes al vivir más de dos ciclos en el ambiente cerrado de las cajas. Sucedía a menudo. Al fin y al cabo, ni Zel ni Lub eran tan cuidadosos con sus muñecos. Los maltrataban bastante. No era la primera vez que sacaban a uno de ellos del retablo solo para conocer si era verdad lo que decían los vendedores acerca de la poca resistencia de los juguetes a la gravedad de Pranni. Pulpa roja tuve que recoger al menos en dos ocasiones. El mismo viejo había muerto de hambre porque ellos lo habían olvidado. Zel y Lub tendrían que conformarse con dos juguetes menos.

Como la mujercita seguía chillando cada vez más y más alto, llamé al huarg. Shu, Shu, Shu, y el cachorro se acercó blandiendo sus tres cabezas con la alegría propia de los bebés de todas las especies. ¿Quién quiere su comidita? ¿Quién es el huarg más lindo de todos? ¿Quién es Shu?, pregunté mientras acariciaba las ventosas de hierro entre sus patas. El cachorro se hizo una bola juguetona; costumbre de los huarg cuando copulan o sienten el llamado del dueño.

Por un momento, pensé en arrojarle la muñeca con hilos y todo, y desaparecer así todo rastro de sospecha. Pero el sint es un material demasiado inestable para el vientre de un cachorro. Tendría que ocultar los hilos para que Zel y Lub creyeran cualquiera de las versiones de mi historia. Malditos juguetes defectuosos. Los niños podían adorarlos aún por encima de las cacerías en los bosques o las vistas panorámicas de destinos en el Nuevo Mundo, pero yo los odiaba.

La mujercita continuaba con sus gritos. Volví a empujarla a ver si por fin guardaba silencio y me dejaba pensar. Fue peor. Crujido de cosa rota. Enseguida, el agua roja comenzó a salir por cada uno de los agujeros de la muñeca. Malditos juguetes defectuosos. No lo pensé más y arranqué los hilos de golpe. En realidad, debí detenerme y pensarlo mejor, pero a esas horas del día —había corrido apenas unas ruedas de icco—, el dolor en mis escamas era tan profundo que estaba segura de no poder tocar mis yhl si hubiera querido.

Le arrojé a Shu el cuerpo del viejo —gracias a Amh no es demasiado exigente con la comida—, y de inmediato escondí las cuerdas de sint entre mis escamas. Aquella cosa que soltaba agua por todas partes continuaba con sus gritos y Shu reclamaba más comida, así que lo hice.

Las madres a veces guardamos secretos. Zel y Lub lo entenderán cuando tengan que cuidar nido y camada ellos solos, y además de eso, ocuparse de las mascotas y de los malditos juguetes.

En las cajas del retablo todavía estaban los dos muñecos más pequeños. Gracias a Amh, guardaban un silencio absoluto, pues si no Shu hubiera comido doble y yo tendría que inventar una mentira más creíble. Limpié las cajas del retablo de todos los desperdicios y les arrojé algo de dulce. Los muñecos lo devoraron enseguida. Zel y Lub ni siquiera se ocupaban de eso, aunque me habían jurado por cada huevo de Amh que si les compraba aquellos juguetes, ellos se comprometían a cuidarlos, alimentarlos y mantener el retablo limpio.

Los dos muñecos sobrevivientes levantaron sus hilos como pidiendo más. Les dejé caer algo, pobrecitos, y luego también un poco de agua en cuadrados sólidos que los juguetes comenzaron de inmediato a derretir con el calor de sus cuerpos. Entre mis escamas, Shu gruñía su hambre con insistencia, pero aquellos muñequitos no eran demasiado molestos, así que cerré el retablo y aparté a Shu. Huarg malo. Fuera.

Zel y Lub lloraron tantísimo cuando les di la noticia. Juro por Amh que sentía el remordimiento entre las escamas cada vez que tocaba los hilos y la cosa roja que la muñeca había dejado pegada en el sint. Shu gimió su culpa y Zel y Lub creyeron mis palabras, por supuesto. Mal huarg, Shu, fuera. Luego, fueron al retablo a jugar un rato con los dos muñecos que les quedaban. Escuché los resoplidos de alegría de Lub y supe que ya habían olvidado la pérdida. Me asomé un instante y vi a los muñecos colgando de sus hilos como siempre, y a Zel que decía: Yo seré Mug, el conquistador, y tú Henna, reina de Pranni.

Los niños, gracias a Amh, olvidan pronto.

Acaricié a Shu con complicidad. Buen huarg, buenito.

No es la primera vez que ocurre algo semejante con los juguetes. Pero siempre, tarde o temprano, Zel y Lub terminan convenciéndome de volver a comprar una nueva familia de muñecos, ya ensamblados en sus cuerdas y resguardados dentro de la gravedad disminuida de las cajas del retablo. Malditos juguetes defectuosos que tan, pero tan caros cuestan en el mercado de Nuevo Mundo y que solo llegan aquí tras largas jornadas de saltos desde algún horrendo planeta de miniaturas.

Qué se puede hacer. Así son los niños. Juegan, crían cachorros de huarg y coleccionan esos malditos muñecos defectuosos que luego la madre se ocupa de atender, olvidar, desaparecer.

© Copyright de Elaine Vilar Madruga para NGC 3660, Agosto 2016