Por Sara Martínez
El día que el Gran Titán Estelar decidió despertar de su muy larga siesta, lo hizo de un mal humor formidable y con bastantes ganas de liarla parda. Bostezó con contundencia, y su voz tronó como el inicio del Apocalipsis. Emergió del Rey de Luz entre terribles bramidos y llamaradas solares. Tras estirarse unos segundos, medio dormido, echó un vistazo alrededor. Vida. Los mortales le habían olvidado… y aquello le puso furioso.
Nadie en el Sistema C-32 se esperaba que aquel fuera el Día Temido. El Titán llevaba aletargado tantos años… Ni siquiera roncaba mucho. Y de repente, ahí estaba: escupiendo fuego, sembrando el terror a sus anchas. Los había cogido a todos desprevenidos. Les había pillado en bragas.
Giovizek-700, del Planetoide N4P-011, no era una excepción. El muchacho, de diez años y pico de edad, supo que todo se iba al carajo. Al mirar por la ventana, sus ojos presenciaron un señor desbarajuste: reinaba la anarquía… más de lo habitual (que en su tierra era mucho decir).
Por supuesto, existía un plan de evacuación. No estaban desprovistos de medios. Sin embargo, ¿qué pueden lograr las fuerzas del orden en los Dominios del Caos? Los esfuerzos de la Guardia Galáctica por imponer la razón y la calma nunca podrían con el alma libre y sin ley de aquel trocito del universo. Por mucho que intentaran propiciar la cordura, ¿a quién querían engañar? Aquellas gentes —y Giovizek lo sabía— no entendían códigos ni normas. Solo el dictado primario de sus entrañas. Tres palabras: «Sálvese quien pueda.»
Transbordadores a la deriva, unidades de cargamento y familiares, cápsulas utilitarias y un enjambre (una legión) de cosmodeslizadores… todos se rebullían en un desgobierno de proporciones épicas. Zumbaban como moscas sin cabeza, dando tumbos, daba igual la dirección. Se sorteaban unos a otros igual que naves de choque: de puro milagro. Giovizek soltó una risita al descubrir que ni siquiera le sorprendía. Era uno de ellos. Pensaba como uno de ellos.
Y actuaría en consecuencia.
—Ah, pues yo hoy no la palmo. ¡Por mis huevos que no! —se dijo. Y pasó a la acción.
A toda velocidad, buscó una mochila y preparó su Kit del Fin del Mundo. Tan solo bienes de máxima necesidad: el móvil, la tablet, la consola… Así, casi con lo puesto, sin mirar atrás, abandonó su hogar de un portazo, precipitándose a trompicones por las plataformas de su domo-panal. Alcanzó el exterior. Miró al peligro a los ojos y se dijo: «Challenge accepted». Entre el barullo, por fin logró divisar el cosmodeslizador de mamá.
Para acceder hasta él, tuvo que esquivar otros treinta cosmodeslizadores, diez cápsulas, cinco o seis peatones chilletas y una niña en aeropatín. Nadie se molestó en cederle el paso, pero Giovizek no conocía el miedo. Llegó hasta el vehículo sin un solo rasguño… Sin despeinarse. Con un par. Para su indignación, un amigo de lo ajeno trataba de «cogerlo prestado». Giovizek le pateó en sus estrellas gemelas. Eso sí que no. Ni de Blas.
Cuando un reguero de polvo estelar desató el pánico a escasos metros de allí, el chico entendió que no era el mejor momento para enzarzarse en una trifulca. Ignoró a aquel capullo, que se retorcía por los suelos, muerto de dolor. Seguro de sí mismo y con naturalidad, se encaramó sobre el aparato. Mamá le había enseñado a manejarlo hacía mucho, muchísimo tiempo; e incluso le había hecho una copia de las llaves. Ya se sabe… Para emergencias. Encendió el contacto. El cosmodeslizador soltó un gruñidito placentero. Vibró con alegría, dando a Giovizek la bienvenida: se querían mucho. Mientras pisaba el acelerador a todo gas y huía hacia su salvación, el chiquillo aún pudo oír al frustrado ladrón enlazar preciosos improperios.
El chaval, a pesar de su extrema juventud, sabía cómo desenvolverse. Pilotaba con soltura entre la confusión. Quizá con demasiada soltura. Llevaba haciéndolo toda su corta existencia, al margen de la legalidad. Para él, aquella era una mañana cualquiera… solo que más emocionante. En su cabeza, el riesgo se convertía en aventura; el desorden, en reto. Una carrera de obstáculos. Una gymkhana. Casi como un videojuego. Se concentró en el panorama desolador y en su mente le dio otro sentido. Sintió la adrenalina fluyendo por sus venas. Era un campeón. A por todas.
Nada, absolutamente nada ni nadie osaría interponerse en su avance. Pequeño y muy liviano, el cosmodeslizador era una extensión de su cuerpo. En su ascenso demencial por el laberíntico trazado de vías atmosféricas, conseguir escabullirse al espacio exterior se transformó en su único objetivo. Franqueó más cosmodeslizadores (cientos, miles. Un tropel en desbandada), un maremágnum de cápsulas y unidades de transporte de toda índole. La mitad circulaban en sentido contrario, pero a él se la repampinflaba. Se escurría entre unos y otros sin vacilación, con una habilidad pasmosa. Ni siquiera la gigantesca flota de transbordadores de evacuación, colosos descomunales que acaparaban las rutas, le hizo temblar el pulso.
Avistó no menos de una cincuentena de agentes de la Guardia Galáctica. Giovizek era ciertamente todo un machote, pero uno menor de edad. Se esforzó en pasar desapercibido, un borrón esquivo entre la multitud. Al fin y al cabo, si le cazaban al volante de aquel trasto, estaba jodido. Por fortuna para él, no obstante, ningún guardia le estaba prestando atención: todos tenían alguna tarea entre manos. Su actividad era frenética. Como quien dice, se encontraban demasiado ocupados apagando fuegos, tres cuartos de los cuales no tenían que ver con los estropicios del Titán.
Así, Giovizek reparó en varias docenas de raterillos de medio pelo, tipejos que hacían fechorías beneficiándose del tumulto reinante. Pero también vio conflictos más graves y escuchó ruido de metralletas láser: peleas obstruyendo el tránsito, y una guerra de mafias interplanetarias. Se mantuvo a lo suyo, solo un niño cualquiera luchando por sobrevivir. Era una de las reglas no escritas de aquel lugar: mejor permanecer alejado de asuntos turbios.
Más. Solo un poco más… Giovizek siguió deslizándose entre la barahúnda. Atolladeros, deflagraciones, gritos y pitos… y, a lo lejos, una esperanza. La atmósfera del planetoide se hacía cada vez más tenue, suave y ligera. Una vez se abriera paso hacia el vasto infinito, escapar sería más fácil. Apretó el pedal de aceleración, si bien la excitación le provocó un descuido: se tragó unas cuantas prendas que ondeaban tendidas entre dos aero-domos. Disculpándose a voces entre el alboroto, volvió a centrarse en su trayectoria. Eludió una pila de basura acumulada en tres contenedores flotantes. Justo cuando un fogonazo traicionero la hacía estallar y arder —¡Qué pestazo!—, Giovizek detectó un atajo despejado y…
—¡HOSTIA PUTA! —exclamó—. ¡Me he olvidado de mi familia!
Mascullando y cagándose en todos los santos más sagrados de su religión, se dio la vuelta en redondo. ¿Cómo podía haber sido tan sumamente lerdo? Si el Titán no le mataba, lo haría mamá. Eso estaba más claro que el agua. Iba a estar castigado sin… sin todo lo bueno hasta el ocaso del multiverso.
—Joder, joder, joder, jodeeeeerrr… —se repetía; y volvió a zambullirse en el drama. Atolladeros, deflagraciones, gritos y pitos… Esperanza, más bien poca.
Cuando se las ingenió para regresar sano y salvo hasta su domo-panal, un escalofrío le recorrió el espinazo: este era pasto de las llamas. Gracias a las Deidades, a pesar de todo, mamá y los demás estaban bien. Se hallaban hechos una pena, sucios, un pelín chocarrados, pero con vida. Giovizek se apresuró hacia sus seres queridos con carita de circunstancias. Mamá parecía echar humo por la nariz: era una mujer de armas tomar.
—Condenado crío, ¿estás mal de la mollera? ¡¿Cómo se te ocurre irte tú solo?! ¡Con el cosmodeslizador… y dejándonos aquí en la estacada! ¡YO TE MATO! —Le golpeó con un paraguas—. Si el Titán este no te mata, ¡TE MATO YO!
—Sí, ya… Me lo imaginaba, mamá. ¡Vamos, leches! ¿A qué esperáis? ¡Montad conmigo!
De algún modo que desafiaba todos los principios de la física básica, todos se las arreglaron para hacerse un huequecito en su humilde montura. A bordo del cosmodeslizador se apiñaron Giovizek, mamá y el bebé, la abuelita y la plasta de su hermana, su perrito Totó e incluso el hámster (jaula incluida). Arrastrando un peso mucho mayor pero sin perder ni un ápice de pericia, nuestro héroe volvió a la carga. Esta vez sí, se increpó. Hora de salvar el culo.
Retornó la locura, el placer de hacer eses en un sindiós de tráfico absurdo, sus tres corazones latiendo a mil en su pecho, la diversión en el horror. Aunque la yaya berreara a sus espaldas al borde de un ataque de nervios, Giovizek no quiso permitirse ser prudente: la gloria es para los osados.
—¡Acércanos al Hangar 3, Gio! ¡Hay un transbordador de evacuación vacío! —oyó chillar a mamá de improviso.
—¿Qué…?
—¡GIO! ¡LOS CASCOTES…!
Oscuridad.
***
Giovanni Dondolini, napolitano y fan de los cuentos de ciencia ficción, volvió en sí en algún hospital vete a saber dónde, y pestañeó despacito. Por un instante se sintió confuso: había recibido un golpe muy fuerte. O eso creía… Sus recuerdos estaban difusos, pero le dolía mucho. Gruñó y se acarició la sien con una mueca. Palpó un aparatoso vendaje. Menuda avería.
—¡Aaaaayyy…! —gimoteó, molesto; y mamá se aproximó a su cama.
—¡Gio! Caro, ¡estás despierto! ¿Cómo te encuentras?
—Como Dios. ¿A ti qué te parece? —rezongó el chico—. Tengo la cabeza hecha cisco. ¿Qué ha pasado, mamá? ¿Por qué…?
La mujer suspiró levemente.
—Se nos desplomó encima parte de un tejado. Te cayó de lleno. Menos mal que eres un tipo duro —rió sin muchas ganas—. Gracias al cielo, aquel autobús de evacuación nos cogió y nos prestaron ayuda. Un médico te atendió y curó tus heridas. Luego nos metieron en un tren.
—¿D… dónde estamos?
—En Roma, cariño. Pasaremos aquí una temporadita.
—¿No volvemos a casa?
—Ya lo viste, Gio. Hay que reconstruir la ciudad. Y el amigo Vesubio tiene mal despertar. Todavía no se ha apaciguado.
Giovanni cruzó los brazos y frunció el ceño. Puñetero Titán Estelar… Si al menos hubiera podido rescatar a todos él solo, sería un héroe. Tenía el orgullo herido, pero se aguantó: mamá parecía preocupada. Ya no gastaba su mala uva habitual, y aquello no era buena señal.
—¿Están todos bien?
—Sí…
—Jo, ¡me alegro! ¿Y el cosmodeslizador?
—¿Cómo…?
—¡La moto! ¿Está bien la moto?
Mamá enarcó una ceja.
—¿Por qué es tan importante la moto?
El chiquillo se temió lo peor.
—¡Es nuestra colega, mamá! ¡Claro que importa! —ladró—. ¡Es una más de la familia!
—Ya. Si pensaste en salvarla a ella antes que a mí… —Su madre le besó la mejilla—. Lo siento, Gio. Tuvimos que dejarla atrás. Yo también la echo de menos. Sé que te encantaba, pero no iban a dejarnos meterla en el autobús. Compraremos otra.
—¡No es lo mismo!
—Desde luego que no. No vas a conducirla…
—¡Eso no es just…!
—¿Sabes el susto que nos diste?
—¡MAMÁAAA!
—Asúmelo. Está decidido.
Giovanni renegó un ratito por lo bajinis, pero acabó por sosegarse. Era un survivor. Ostentaba heridas de guerra, y lo había pasado pipa. En las fértiles tierras de su imaginación, sueños y realidad se fundían. En el futuro, con suerte, tendría hijos y nietos, y una historia que contarles.
—El día que el Caos despertó en el Caos… —murmuró.
—¿Qué? —inquirió mamá.
—Nada, nada…
En su mente, revivió todo con ilusión.
Era una anécdota cojonuda.
© Copyright de Sara Martínez para NGC 3660, Enero 2018