Por Lema Mosca
La primera la tuvo siendo muy pequeña. No podía recordar exactamente cuándo, pero sí sabía que tenía menos de seis años porque aún no había empezado la escuela. Desde entonces se fueron sucediendo esporádicamente, sin avisar, sin dejar tiempo para la preparación. Aparecían de la nada y la dejaban congelada, con el pecho hinchado por la falta de aire y un terrible dolor de cabeza. Con los años se fue acostumbrando, aprendió a manejarlo, a disimularlo en público y ya de adulta consiguió utilizarlo a su favor. No solo suyo, también supo ayudar a otros, dar pistas, resolver enigmas, prevenir de situaciones espantosas o contribuir con el apoyo una vez que había ocurrido, como una madre que rezonga pero acompaña. Yo te lo dije, pero aquí estoy. No le gustaba tenerlas. Lo odiaba. Pero las decisiones no eran suyas. Se le imponían como se nos impone la muerte a los hombres o el otoño a los árboles.
Recordaba una en especial. Porque le había dejado marcas. Se acordaba al encontrar la cicatriz en la piel aún joven, como una seña, como un grabado. Fue en una tarde de invierno, mientras preparaba un té. Allí apareció. Clara, nítida. Como una película en cámara lenta o como una sesión de diapositivas de las que le mostraban en la escuela cuando era una niña. Allí estaba la mujer, la desconocida, corriendo por su casa, asustada. Ella trató de mirar más allá, moviendo la cabeza, buscando el motivo, queriendo ver de quién huía. Supuso un marido violento, un ladrón, un asesino. Tenía la taza de agua hirviendo en la mano, pero no se movía. Solo su cabeza era un torbellino, una tormenta de imágenes pasaba frente a sus ojos, mientras todo lo que la rodeaba desaparecía, se apagaba. Y entonces lo vio. La desconocida gritaba, corría, huía de aquello. No supo qué era, pero se convenció rápidamente de que no era humano. Y se aterró. Tanto que se agitó nerviosa y la taza de agua se le derramó sobre el antebrazo. Las imágenes desaparecieron al instante y volvió a encontrarse en la cocina de su casa, pero un dolor le invadía el cuerpo, se extendía desde la mano y avanzaba rápidamente por el brazo. Se miró y vio su piel abriéndose lentamente ante el calor del agua, la carne desbordándose roja y el dolor intenso que casi la hace desmayar.
Esa fue la primera vez que se enfrentó a la muerte.
De adolescente, solía sentirse mal los días siguientes a tener una visión, como cansada y con constante dolor de estómago. No quería dormir y le pesaban las piernas. Después de cuatro o cinco días volvía al ritmo normal, siempre y cuando no tuviera otra. Pero no siempre eran tan fuertes, sino que muchas veces se trataba de una sensación, de algo fugaz que la envolvía por unos minutos para desaparecer luego, dejándola con la impresión del vaticinio, de lo que se avecinaba. Pero esos eran casos inciertos, un juego de interpretaciones basadas en emociones, en olores, en brisas que bajaban del cielo, de dibujos realizados por el viento en las hojas de la calle. Entonces ella no sabía con qué iba a encontrarse, porque todo era inseguro, porque todo estaba sin confirmar.
La mandé llamar cuando comencé a escuchar los ruidos en el piso de arriba. No es que me preocupara mucho al principio, pero cuando se hicieron más constantes y perturbadores empecé a buscar alguna explicación. Me inquietaba una sola cosa: saber que en el apartamento de arriba no vivía nadie. Y cuando aparecieron las primeras señas en mi casa entonces me convencí de que era necesario buscar ayuda. Al principio se trataba de desórdenes que se producían mientras yo no estaba: cosas fuera de lugar, vasos caídos cuando yo recordaba haberlos dejado en su lugar, vidrios rotos esparcidos por el piso, las plantas quebradas o arrancadas de cuajo de sus macetones. Lo primero que pensé fue en Toby, el perro. Pero luego aparecieron letras en la mesada de la cocina escritas con sal o harina, donde se escribían cosas incoherentes, que sonaban a lengua muerta, a versos apócrifos. En una ocasión, me levanté y cuando entré al baño, el inodoro estaba lleno de un líquido rojo que no parecía sangre pero tampoco agua. Varias veces aparecieron sombras detrás del vidrio esmerilado de la puerta y yo sabía, con horror, que estaba solo en casa. Por último, el malestar constante de Toby, siempre malhumorado, asustado, ladrando al aire o gruñendo al techo.
Ella vino enseguida y fue muy amable. Cuando entró a casa elogió la decoración y permaneció callada por un largo rato, observando todo con detenimiento. No parecía asustada ni sorprendida ni nerviosa. Se mantuvo siempre con una tranquilidad impertérrita que llamó mucho mi atención y hasta se ganó mi admiración. Sin embargo, no quiso aceptar un café. Yo la fui observando detenidamente mientras ellas recorría el lugar: su pelo anaranjado, su piel blanquísima, casi transparente, el lunar rojo en medio de la mejilla, los ojos verdes, las uñas rojas, el vestido oscuro, largo, ceñido. Miraba sin mirar, como si estuviera sola todo el tiempo, como si yo no existiera. Nunca quiso tomar asiento. Caminó por el salón pero enseguida se movió hasta mi dormitorio y luego a la cocina. Una vez allí miró las plantas que había en la ventana. Se acercó a ellas pero no las tocó. Al pasar por el espejo grande que hay en el corredor puso la mano, para no ver su reflejo y ni siquiera volteó la cabeza. En la puerta del dormitorio estuvo observando a Toby, le hizo juegos con las manos pero el perro no se movió de su lugar. Estaba asustado.
¿Qué puede ser?, le pregunté cuando estaba por irse.
Me miró a los ojos y con la misma tranquilidad de siempre, fue diciendo:
Es una mujer. La vi detrás tuyo cuando entré. Se suicidó en el piso de arriba hace tiempo. No puedo precisar cuánto. Aún tiene la marca en el cuello. Por eso está vacío. Nadie soporta vivir ahí. Y ahora está buscando algo aquí adentro, posiblemente algo en ti.
La miré aterrado. Un escalofrío me galopeó en la espalda mientras ella hablaba.
Te aconsejo que te mudes cuanto antes. Es lo mejor.
Luego abrió su cartera y sacó una bolsita de tela. Me la dio. Adentro había siete piedras de colores.
Espárcelas en toda la casa. Te protegerán.
Se fue y nunca más volví a verla. Al tiempo supe lo que le sucedió y me sentí culpable. Culpable por haberla llamado, por haber sido el canal que la llevó hasta allí y le mostró esa cosa que ella no debería haber visto nunca. Pero era imposible evitar eso. Y me dio mucha lástima enterarme tan tarde de lo que realmente vio en mi casa, de lo que sus intuiciones de mujer diferente le contaron mientras ella permanecía serena, de que no era a mí a quien buscaba el fantasma, sino a ella.
© Copyright de Lema Mosca para NGC 3660, Enero 2018