La doctrina Calabucho

 

Por Ángel Ortega

Conocí a Joaquín Demóstenes Calabucho (Madrid, 1968) en mi primer año de colegio. Era un chico reservado, flaco y pálido, con enormes gafas de miope que escondían su completamente diferente interior. Hablaba poco; muchos de sus compañeros que también lo eran míos probablemente jamás escucharon ni una palabra de su boca.

Me siento afortunado al afirmar que la primera frase que le oí decir fue el embrión de lo que al cabo de los años se ha conocido como —la doctrina Calabucho—: fue una mañana de invierno días antes de las fiestas de navidad. Alguien había traído un ratón a clase y, durante algún despiste, se lo había metido a la profesora en el bolso. Todos los presentes lo sabíamos menos ella y cada minuto esperando el desenlace se había hecho eterno; ahora cogerá el bolso para buscar un pañuelo, ahora oirá un ruidito y mirará, ahora necesitará el reloj y meterá la mano. El hecho desencadenante no lo recuerdo; sí, sin embargo, la algarabía, los gritos y las risas. Y por supuesto el castigo posterior; nada de patio de recreo, copiar cien veces en nuestros cuadernos una frase aleccionadora, carta de notificación a nuestros padres. El jolgorio se tornó oscuridad y el ataque revancha. Y fue en ese momento, con la ominosa carga sobre nuestras cabezas, cuando Calabucho hizo sonar su voz firme y planteó el origen de toda la arquitectura filosófica que posteriormente lo hizo tan popular:

«Todo es una mierda».

A pesar de la falta de pureza estilística y la escasa madurez de la afirmación, ninguno de nosotros pudo añadir ni rebatir nada. De alguna forma, y sin saberlo aún, se había convertido en el portavoz de toda nuestra generación.

El entramado de la vida me separó de Calabucho durante unos años. Le cambiaron a la clase de estudiantes avanzados, «la de los listos» que se decía entonces, y apenas coincidía con él cuando nos alineábamos en formación en el patio y subíamos las escaleras. Su economía verbal se hizo legendaria; jamás sobraba una palabra ni faltaba una idea en sus afirmaciones. Las chicas lo adoraban, si bien en silencio; los chicos deportistas y poco brillantes le envidiaban y se trataban de burlar de él con poco éxito. Otros pocos, más sensibles a lo que estábamos contemplando, le admirábamos y tomábamos nota de lo que ocurría a nuestro alrededor.

Un verano en el que la adolescencia nos envenenaba y aturdía ocurrió de nuevo: una nueva legislación creada por algún ministro burócrata hizo que cambiara el método de evaluación de nuestros exámenes mediante la ocurrente adición de unas pruebas extraordinarias que hacían media aritmética con la nota final y que convirtió en agónico lo que antes solo había sido farragoso. La protesta estudiantil fue sonora, aunque como siempre caótica y carente de unidad; solo Calabucho, que se había convertido en un hombrecito alto, desgarbado y plagado de acné juvenil supo poner las palabras exactas al misterio ontológico de nuestras vidas. Se puso en pie, con gravedad, y dijo:

«Todo es una mierda».

El mensaje seminal que conocí de niño, entonces infantil y poco claro, ahora rebrotaba vigoroso, henchido de efervescencia hormonal adolescente, pero ya cargado de razón y sabiduría. Una vez más, todos callamos, y el mundo lo hizo un instante después.

A esto se sucedieron cadenas interminables de años similares y tediosos. La vida laboral nos sacudió, la familia nos ofendió y avergonzó en bodas, bautizos y comuniones, las reuniones de seguimiento nos hicieron desear el meteorito final que tanto sosiego trajo a los reptiles antiguos. Los políticos corruptos de un signo se turnaron con los políticos corruptos del otro. Y así, en silencio, mientras todos estábamos pendientes de otra cosa, Calabucho fue reformulando y refinando su doctrina durante noches en vela y mañanas de resaca, destilando ideas y quitando paja a su aseveración.

Fue entonces cuando saltó a la fama. De pronto todo el mundo repetía sus dictados; se convirtió en un gurú, en un guía, en la luz al final del túnel que todo el mundo necesitaba. Yo, y otros como yo, que le habíamos conocido en sus orígenes, sonreíamos hacia dentro, porque sabíamos que el universo finalmente había hecho justicia con tan brillante mente y tan infatigable adalid del significado último de las cosas y los hechos.

Por fin le vi en una tertulia de una cadena de televisión. Había cambiado; un poco de sobrepeso y una barbita rala y pelirroja servían de señales de la maduración, de cicatrices de la mutación de joven a hombre y de hombre a ciudadano comprometido. Le dieron la palabra; se puso en pie como solía hacer y el cacareo se convirtió en silencio. Se aclaró la garganta y sin titubear afirmó:

«Todo es una mierda».

Debo confesar que me quedé atónito. Ya no quedaba en su filosofía ni un rasgo de esa juventud que nos esclavizaba cuando emitió su dictamen tantos años antes; esperaba que la doctrina hubiera madurado como un buen vino, pero tanta lucidez me hizo sentir vértigos. La madurez del hombre sereno se había apoderado de todas las palabras, precisas y concretas; el concepto había cristalizado sin enranciarse. La verdad, la razón, la historia del universo y del hombre, no era posible expresarla con mayor claridad. Calabucho habló y la entropía coreó.

Poco más queda añadir por mi parte a lo que Calabucho nos ha enseñado a lo largo de los años. Sé que en un futuro él resurgirá, más calvo y ojeroso, con la última vuelta de tuerca a su incuestionable doctrina y nos volverá a dejar boquiabiertos con un mensaje de cuatro palabras que creeremos haber inventado nosotros mismos.

© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Enero 2018