Por Jaime Santamaría
Creo que todos habréis oído alguna vez en la vida que «solos venimos y solos nos vamos». Pues bien, parece una verdad irrefutable; nadie nos pide permiso para juntar dos cadenas de ADN y que en el plazo de nueve meses una nueva vida se forme en un acelerado desarrollo que condensa millones de años de evolución. Tras este periodo, previamente calculado, una mano nos arranca del limbo líquido que nos ha cobijado e iniciamos nuestra cruda andadura en el que yo denomino teatro de la vida. Respecto al final de esta singladura, al ser humano se le ha concedido el aterrador beneplácito de conocer la conclusión: un enterrador que vierte sus paladas de tierra sobre nuestro ataúd, un operario que activa un horno crematorio o bien nuestros huesos que se pudren en patria ajena como la historia se encarga de recordarnos pintando escenarios de tétrico horror. Sin embargo, os pediría que recapacitéis sobre otra circunstancia de la vida que sólo podemos hacer nosotros mismos. Se trata del sendero que recorre nuestra conciencia cuando viaja a lo más profundo de nuestro ser. Me refiero a ese terreno inalienable en el que nuestra alma se encuentra desnuda ante Dios y nos es imposible ocultarle nada ni a Él ni, lo que es peor todavía, a nosotros. Pero este sendero del que os hablo podemos recorrerlo de día o de noche. Cuando lo hacemos de día, es un camino más firme, que dominamos mejor. Nos valemos de nuestra experiencia, nuestros hábitos, nuestros sesgos, para que el lastre de nuestros pecados no tenga que ser expuesto ante nuestra vista y podamos avergonzarnos de ello. No seré yo quien juzgue a nadie; «el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra». Yo, realmente, quería compartir con vosotros el recorrido que de forma involuntaria realizamos por el tránsito de nuestro interior, que no por intangible deja de ser menos cierto, pero cuando lo hacemos de noche, a oscuras, sin ayuda de nadie, cuando el terreno deja de ser tan firme, no valen las máscaras ni los trucos y se convierte en un páramo de arenas movedizas, por el que cabalgamos a través de nuestros sueños y pesadillas. Eso le ocurría esta noche a Joaquín. Sin desearlo, se veía inmerso en el descubrimiento de recuerdos olvidados bajo el peso de la vertiginosa adolescencia y la agitada juventud. Bajo el polvo temporal, aparecía su infancia olvidada. Visionaba una película a la que le habían cortado aleatoriamente fotogramas, y en ella reconocía a un niño de nueve años al que todos llamaban cariñosamente Jokin. Vivía en un Bilbao que despedía los años setenta y estrenaba los ochenta y donde las negras fachadas de los edificios se veían emborronadas por la lluvia que arrastraba el humo de las fábricas y los hornos que cocían el carbón y hierro que previamente los hombres habían arrancado de la tierra. Sus gentes respiraban anhelantes los aires de una recién estrenada democracia y soñaban con un futuro prometedor que sólo supo traerles durante una larga década el desgarro del paro, la impuesta reconversión industrial, las drogas y el horror del terrorismo político, tiñendo la contaminada ría de sangre y sueños rotos. Pero, este mundo de adultos le era totalmente ajeno a Jokin, el cual soñaba con meter algún día goles en San Mamés vestido con el uniforme de su adorado Athletic de Bilbao o que llegara el mes de mayo, fecha en la que recibiría su primera comunión. Sin embargo, ese momento aún debía esperar; hoy era un triste y frío día de enero de 1980 en el que un manto de sirimiri empapaba los caseríos y las verdes colinas que rodeaban el colegio de Jokin a las afueras de la gran urbe. El sueño de Joaquín trasladaba a Jokin al momento del recreo. En su colegio, cuando llovía y hacía frío, los pabellones eran abiertos para que los niños no estuvieran a la intemperie y subieran después a clase calados hasta los huesos. ¡Bendita edad en la que no hay nada tan divertido como jugar a fútbol cuando llueve a cántaros y el patio está plagado de charcos! Pero ese día Jokin se perdió por las galerías y sin quererlo, o queriéndolo pero sin saber cómo, se encontró abriendo la puerta de la capilla situada en el pabellón de EGB. Cuando entró y un olor a velas encendidas le saludó, se santiguó como le habían enseñado a hacer y se encontró con los alumnos de segundo grado que solían asistir a una breve ceremonia de consagración y comunión para aquellos que quisieran recogerse en aquel lugar. Después, algunos alumnos se quedaban un rato rezando, el cura se marchaba y la capilla quedaba vacía de nuevo. Al principio impresionó un poco a Jokin ver a los mayores allí, pero tan sólo eran una docena y ocupaban los bancos delanteros. En la mitad de la capilla, como siempre, se encontraba Puri, una profesora de inglés que había quedado viuda hacía unos años y solía pasar siempre la mitad del recreo allí con un rosario en las manos. Jokin cerró la puerta y con sigilo, percibiendo que nadie le había prestado atención, se dirigió a través del pasillo lateral hasta el fondo de la capilla. En una esquina colgaba la talla de un gran Cristo crucificado a tamaño real y de preciosa belleza y realismo. Jokin se quitó las manoplas y se desabrochó la trenca, dejándola doblada a su lado. Como tantas veces había visto hacer a los adultos, se arrodilló y empezó a rezar, dirigiendo sus oraciones a la figura. Cuando lo hacía, no podía evitar fijarse, con su curiosidad de niño, en los detalles de la figura: los clavos de los pies, las piernas dobladas, el torso y las extremidades fibrosas y delgadas, la sangre brotando de las heridas de su costado, de las manos y de la corona de espinas que tenía ceñida. Tras elevar la mirada a lo alto, Jokin alcanzaba a mirar a los ojos de la figura. La expresión de dolor de la imagen le sobrecogía por su veracidad, por la visión agónica de un hombre, que es Dios, sufriendo y exhalando su último aliento de vida. Jokin estaba absorto en su contemplación cuando una voz amiga le habló.
—¿Qué haces aquí tú solo? —dijo un hombre de mediana edad.
Jokin, de rodillas y con sus manitas cruzadas en gesto de oración y con las yemas de los dedos blancas de tanto apretar, miró a su alrededor y se percató de que todo el mundo había desaparecido.
—He venido a rezar. Mi mamá está malita —comentó confiado a Damián, el jardinero del colegio. Se trataba de un muchacho que ya tendría los treinta y que vivía en la residencia de los sacerdotes que dirigían aquella institución docente. Damián era muy querido por los niños, sobre todo cuando éste recorría los patios con su escoba y recogedor barriendo y vaciando las papeleras. Siempre le acompañaba su dócil perro al que habían bautizado como Lassie; se trataba de un viejo collie que dejaba que los niños se acercaran para acariciar su suave pelo ya canoso. El jardinero tenía unas largas melenas y una pequeña perilla dorada coronaba su barbilla. Vestía un pantalón de pana desgastado y un lanoso jersey de rombos multicolor. El abuelo de Jokin habría calificado el aspecto de Damián como el de un melenudo que se pasa el tiempo tocando la guitarra, fumando y con ideas comunistas.
—Eso que estás haciendo me parece muy bien —decía Damián—, pero ahora tendrías que volver con tus compañeros. Ya estarán en clase.
Jokin cuando oyó eso se asustó e hizo ademán de coger su trenca y manoplas para irse.
—Tranquilo, tranquilo. Seguro que nuestro Padre que está en el cielo te ha oído y hará lo necesario para que tu mamá vuelva a ponerse bien.
Jokin oía las palabras de Damián como un bálsamo y por un momento los temores que nublaban su pequeña cabecita se hicieron menos tenebrosos.
—Gracias, Damián. Me voy a clase.
—Espera —le detuvo Damián, a la vez que se llevaba la mano al bolsillo de su amplio pantalón de pana acampanado—, llévale esto a tu madre.
—¿Qué es? —preguntó curioso Jokin.
—Un canto rodado. Es una piedra que recogí de un río que nace no muy lejos de aquí. Toma, cógela y dásela a tu madre de mi parte.
Jokin no se detuvo a preguntar por el interés que podía tener aquella piedra. La cogió, la metió sin más en el bolsillo de su pequeño pantalón y se marchó preocupado por llegar tarde a clase y que su profesora le interrogara por el motivo de su tardanza. El jardinero no pudo por menos que sonreír por la reacción del niño, el cual en su estampida no olvidó santiguarse al salir de la capilla y decir: «Muchas gracias Damián».
Joaquín, en su sueño no le extrañó que la siguiente imagen le trasladara a unas horas más tarde, al autobús de regreso a su casa. Así son los sueños en su lógica absurda. Jokin, mientras bajaba las escaleras del viejo autobús, buscaba con la mirada a su padre, que era quien habitualmente le iba a buscar esos días. Hoy no era así; a quien reconoció fue a su abuelo materno, un maquinista jubilado que todavía transpiraba un aspecto recio y fuerte, peinado el pelo hacia atrás y luciendo un pequeño bigote que perfilaba su labio superior.
De nuevo otra traslación en el sueño y ahora Jokin se encontraba descendiendo del coche SEAT 124 blanco de su abuelo en el parking de la clínica situada en el bilbaíno barrio de Deusto. Subieron las escaleras de acceso, atravesaron el hall de entrada y mientras se encaminaban hacia los ascensores, se cruzaron con médicos que vestían batas blancas desde cuyo bolsillo superior asomaban varios bolígrafos con capuchas de todos los colores y portando en sus manos carpetas con papeles sujetos por una pinza y que debían ser muy importantes dado que los iban leyendo según andaban, aún a riesgo de chocarse con una columna. En el hall también había personas que estaban de visita o eran pacientes que iban al área de consultas. La cabina del teléfono público siempre tenía a alguien hablando y que parecía dar muchas explicaciones a la persona con la que mantenía la conversación al otro lado del hilo telefónico.
Cuando salieron del ascensor, Jokin cogió la mano de su abuelo y comenzó a ser consciente de que venían a visitar a su mamá, cosa que no había vuelto a hacer desde que la ingresaran hacía una semana. Cuando llegaron al umbral de la puerta de la habitación, un médico que vestía una especie de pijama verde y una enfermera con un vestido azul y un delantal y cofia blancas, salían de la habitación tras despedirse de las personas que quedaban en su interior. Mientras contemplaba esta escena, Jokin percibió con intensidad el olor a antiséptico que inundaba la clínica y que le transportó hasta el interior de la habitación. Fue allí cuando pudo ver a su querida mamá postrada en la cama; parecía dormida. En una esquina, sentado en una silla, estaba su padre, que le miró al entrar con un gesto como si de una punzada de dolor se tratase. Junto a la cama y acariciando la frente de su madre, se encontraba su abuela materna. Con los dedos le peinaba una y otra vez su negra y larga cabellera. La expresión de la madre enferma al ver entrar a su hijito irradió un torrente de felicidad por ver aquella carita medio asustada medio expectante del niño, y por un momento quedaron atrás los dolores, las profundas ojeras, la tez amarillenta y la debilidad que agarrotaban sus movimientos. Jokin se acercó hasta la cama mientras observaba cómo del brazo de su madre salía un tubito de plástico que se conectaba a una botella de cristal que colgaba boca abajo de una especie de percha y del que goteaba un líquido transparente parsimoniosamente.
—¡Cariño, has venido a verme! —saludaba su madre con voz débil pero que aparentaba normalidad.
Jokin corrió a abrazarla y hundió su cabeza en el pecho de su madre que apenas podía erguirse sino gracias al reclinamiento de la cama automática.
—¿Vienes del colegio? Espero que hayas merendado ya. Quítate el abrigo o tendrás frío después, cuando salgas a la calle. —Ella trataba de mantener una conversación lo más normal posible, como si fuera una tarde cualquiera cuando Jokin llegaba del colegio y era ella quien le esperaba a los pies del autobús.
Jokin, con la inocencia de un niño, miró a su madre y cayéndole una lágrima por su tierna mejilla sorprendió a todos preguntándola: «¿Te vas a morir?»
El niño no lo vio, pero Joaquín, espectador en su sueño, percibió a su entonces joven padre agachar su cabeza y cubrirla con sus manos y su abuela se mordió el labio, luchando por no derrumbarse ante aquella escena que todos habían temido.
—Hijo de mi vida, sabes que eres lo que más quiero de este mundo y por nada te dejaría. Estoy aquí porque me encuentro enferma, como cuando a ti te duele la tripita y tienes que estar en la cama hasta que vuelves a estar bueno. Yo me encuentro aquí para que los médicos puedan atenderme mejor. Prométeme que serás bueno, que pensarás siempre en mí y que obedecerás a tu padre en todo lo que te diga que hagas.
Por qué sería que a Jokin aquellas palabras le sonaban solemnes y parecía como cuando su madre se ponía seria y explicaba cosas como por ejemplo que tenía que pararse en los semáforos antes de cruzar y esperar a que la luz cambiara, que no tenía que hablar con desconocidos, ni abrir la puerta de casa… Fue en ese momento cuando Jokin se llevó la mano al bolsillo del pantalón y sacó la pequeña piedra que le entregara Damián esa mañana.
—El jardinero del cole me dio esto para ti —dijo entregándole la pequeña roca pulida.
Su madre la cogió desconcertada pero con amable gesto. Ignoraba el motivo de aquella ofrenda, pero cogió con agrado el pequeño canto rodado y lo apretó en su mano con todas las fuerzas que pudo reunir. Un calor se irradió por todo su brazo, extendiéndose e inundando todo su cuerpo cubierto tan solo por una sábana y una fina manta inmaculadamente blanca.
—Dale las gracias de mi parte de todo corazón —le dijo ella a Jokin, mientras se miraban y parecían sonreír.
Joaquín contempló a Jokin abandonar la clínica de la mano de su abuelo, atravesando los pasillos de color blanco y verde y cruzándose con dos monjitas que le dedicaron una mirada de consuelo. Afuera llovía y los coches, las pesadas nubes, la lluvia y los despreocupados transeúntes aferrados a sus paraguas se tragaron cualquier recuerdo de la escena anterior. Ahora Jokin atravesaba el salón de actos de su colegio, iba vestido con un precioso uniforme gris y azul marino, estrenaba corbata por primera vez y se encaminaba en fila junto a sus compañeros hacia el improvisado altar levantado en el escenario. Los niños se sentaron en las sillas ubicadas en el estrado y desde allí Jokin contempló los rayos primaverales de un sol que se filtraba a través de las vidrieras de las paredes. Era el día más feliz de su vida, recibiría su primera comunión, y con la mirada buscó entre los asistentes a su familia. Cuando llegó a las filas intermedias, distinguió a sus abuelos y a su padre. Y en medio de ellos, a su madre, con la misma cara de ángel que durante muchos más años pudo contemplar todavía. Jokin apretó su misal nacarado y pensó que nada podía haber mejor en el mundo que estar en la compañía de sus padres juntos y su madre sana de nuevo.
A estas alturas, muchos habréis adivinado que Jokin, Joaquín, es éste que os habla. Cuando desperté de este sueño, tumbado en mi cama, podía oír el lejano ruido de la ducha. Laura, mi mujer, se suele despertar antes que yo porque trabaja a las afueras de Madrid y si no saliera pronto de casa pillaría el atasco que fiel a su cita se formaba todos los días en las carreteras de acceso a la capital. Después de vestirse, me dio un beso y se marchó. Al ser viernes, Laura me recordó que esa misma noche habíamos quedado con unos amigos para ir a ver un musical y después irnos a tapear por el centro.
Tras marcharse ella, dormité unos minutos y después yo también me duché, me vestí, fui a la estación de Cercanías y me marché al trabajo. Compré el periódico al salir de la estación de Nuevos Ministerios y desayuné un café y una tostada en uno de las cafeterías que hay en los bajos de los edificios de oficinas de la zona de Azca. A las diez de la mañana, mientras contemplaba el Paseo de la Castellana desde la ventana de mi despacho, concluí que en aquel día no podía hacer nada salvo una única cosa.
Cuando quise darme cuenta, me encontraba en la Avenida de América en un taxi camino del aeropuerto de Barajas y llamando desde el móvil al teléfono de reservas de Iberia. Después, como si las horas fueran retazos fugaces, el comandante del avión IB4553 anunciaba la proximidad del aeropuerto de Sondika y que en cinco minutos aterrizaríamos en Bilbao. Los montes cubiertos por su alfombra verde, salpicados por los polígonos industriales, las serpenteantes carreteras y las diseminadas aldeas, me recordaban el paisaje que me había visto crecer.
En el mostrador de Alquiler de Vehículos y tras facilitar mi VISA, recogí las llaves de un pequeño Citroën y sin dudarlo me dirigí a mi colegio que se encontraba a dos kilómetros de allí, rodeado de campos de maíz y caseríos. Las vacas, como siempre, contemplaban impasibles desde sus pastos a los coches pasar veloces por aquellas carreteras mejoradas y que antaño eran estrechas y llenas de baches. Eran las tres de la tarde, sólo había comido desde el desayuno un bocadillo y un botellín de agua en el avión. Enfilé la entrada del enorme colegio con una extensa pradera de césped a ambos lados y me crucé con los autobuses que se marchaban repletos de niños camino de sus casas y del fin de semana. Aparqué junto a la residencia de los curas. Atravesé la acristalada puerta y busqué a alguien que pudiera atenderme en el mostrador de recepción.
En esos momentos no había nadie y, como si despertara de otro sueño, me encontré paseando en medio de un tranquilo silencio por aquel lugar que no había vuelto a pisar desde hacía veinte años, preguntándome cómo demonios había llegado hasta allí y qué me había impulsado ciegamente horas antes a hacerlo, anulando reuniones y citas programadas para aquel día.
—Hola, ¿puedo ayudarle en algo?
Una amable mujer me saludó desde el pasillo que daba a las dependencias internas y comenté con ella que era un exalumno que había venido a visitar el colegio. Charlamos acerca de los cursos a los que yo pertenecí, aunque pude observar que había olvidado el nombre de muchos profesores y sacerdotes. La señora, que llevaba en el colegio desde que se inauguró a principios de los setenta, me comentó las reformas que habían realizado en el colegio y las nuevas instalaciones deportivas que habían estrenado hace siete años. La charla derivó hasta donde pude preguntarle: «¿Recuerda a Damián?»
—¿Damián? —preguntó ella.
—Sí, Damián el jardinero. Vivía aquí y antaño tenía un collie con el que recorría los patios. A menudo jugaba o hablaba con nosotros —expliqué, dando detalles.
La mujer hizo gesto reflexivo y tras pensar durante unos breves segundos concluyó que no recordaba a ningún Damián. El único jardinero del colegio era Macías, un chico de Tanzania que se quedó huérfano de pequeño y que un sacerdote misionero trajo al colegio para que viviera allí. Con el paso del tiempo se convirtió en el responsable de mantenimiento de las instalaciones.
Yo no podía dar crédito a lo que oía. Por más que le insistí y repasamos a todos los que trabajaban allí: cocineros, profesores, chóferes… nadie parecía responder a la descripción que yo hacía de Damián. Ante mi insistencia, la buena mujer me invitó a que me acercara al pabellón de Primaria. Allí, el padre Cándido, que también llevaba en el colegio desde su apertura, quizá podría ayudarme.
Y hasta allí me encaminé. Toda una avalancha de recuerdos se abalanzó sobré mí cuando paseé de nuevo por aquellos pasillos y vi las aulas con sus pupitres, sus pizarras y las paredes plagadas de cartulinas y mapas colgados. Llegué hasta el despacho del padre Cándido, pero no estaba. Deambulé de nuevo camino de la salida y estaba arrepintiéndome de lo absurdo de aquel viaje sin sentido cuando me encontré frente a la puerta cerrada de la capilla. Mi mano, sin pensar en la posibilidad de que estuviera cerrada con llave, giró el pomo y consiguió abrir la puerta. Allí estaba, tal y como la recordaba y la había visto esa noche en mi sueño. Vacía, con sus bancos de madera oscura perfectamente barnizados y con las huellas de tantos años y tantos niños sentándose a rezar. Me santigüé instintivamente y mi mirada buscó el Cristo situado al final y hasta allí me encaminé. Una sensación de vértigo recorría mi estómago. La imagen que hacía unas horas había contemplado tan vívidamente se mostraba ante mí provocando los mismos sentimientos que entonces. Me arrodillé y cerré los ojos para poder ordenar mejor mis pensamientos. Cuando los volví a abrir, mi mirada recorrió de nuevo su cuerpo flagelado, y cuando mis ojos miraron su rostro pensé que en ese momento alguien me había clavado un puñal en el corazón. Aquel cuerpo crucificado, hijo de Dios encarnado, era Damián.
Cuando me recuperé y las lágrimas dejaron de brotar de mis ojos, dirigí mi mirada a un letrero de madera que decía: «YO SOY EL BUEN PASTOR; EL BUEN PASTOR DA SU VIDA POR LAS OVEJAS» Jn 10,11. De nuevo, con las manos cruzadas como hacía tantos años había hecho, recé a Dios, diciéndole ahora: «Jesús, gracias. Yo te pedí ayuda y Tú estuviste sentado a mi lado».
© Copyright de Jaime Santamaría a para NGC 3660, Mayo 2017