Por A. J. Numan
Hacía fresco aquella mañana, y lo agradecía. Después de tantos días de calor, era un alivio abrigarse un poco al salir. Tras un verano tórrido y pesado, las nubes que oscurecían el cielo me regalaban un cierto sosiego. Debía reconocer, no obstante, que por mucho que a mí me agradara aquel cambio inesperado en el clima, Coto era el más entusiasmado de los dos. Nuestro labrador corría de aquí para allá, extasiado con su paseo matutino, ansioso por olisquear y marcarlo todo, desde el seto más humilde al árbol más recio. Era aún un perro joven, apenas llegaba a los dos años, y tenía mucha energía por quemar. Muchas veces, si el calor lo permitía, extendíamos nuestras caminatas más allá de los alrededores de la casa, hasta el bosque. Aquella mañana era uno de esos días apropiados para abandonar el refugio del aire acondicionado sin miedo a sufrir el sofocante calor que tanto nos había castigado hasta entonces.
Aurora se había quedado en casa. Suponía que seguía enfadada, empecinada en castigarme con su silencio. Nuestro matrimonio y nuestro perro contaban con el mismo tiempo de vida, pero mientras que el último se sentía joven e inquieto, el primero, en cambio, ya estaba cansado y aburrido. Cada día que pasaba, el interés por mantener las apariencias de que todo iba bien en nuestra relación decrecía, y la ilusión por llegar juntos a alguna parte —cualquier parte— se iba desvaneciendo. Ni siquiera podía recordar qué había provocado el último enfado de Aurora, pero lo que era innegable es que dejaba en la casa un sabor amargo que me impelía a salir, a abandonar aquellas cuatro paredes y respirar un poco de aire fresco. Pasear a Coto era la excusa perfecta.
Dejé a nuestro perro vagar en libertad. A aquella temprana hora de la mañana no me cruzaría con nadie del pueblo, en especial más allá del puente, donde comenzaba el bosque. En cuanto cruzamos el río, Coto abandonó el camino de tierra y se internó en la maleza. Iba feliz, ladrando a cada poco. Aunque normalmente era yo el que decidía el camino a seguir, le permití que esta vez fuera él quien eligiera la ruta. No me apetecía aquel día tomar decisiones. Si otro — un perro, el azar, qué más daba — tomaba esa responsabilidad, seguro que las cosas irían bien. Lo sabía por experiencia: cuando pretendía influir en mi propio destino, éste se torcía irremediablemente, en cambio, si permitía que los acontecimientos fluyeran libres, terminaban por desembocar en un final feliz. O al menos, aceptable. Por eso era mejor que Coto eligiera por dónde andar. Y por eso también era conveniente dejar a Aurora a solas, con su silencio y su enfado, salir de la casa con cualquier pretexto: pasear al perro, hacer la compra, lo que fuera. Estaba seguro de que, cuando volviera a casa, el cabreo de Aurora habría amainado. Probablemente la causa de su mutismo seguiría allí, intacta, lista para asomarse de nuevo ante cualquier provocación. Pero al menos, de esta forma, nadie daría un paso irreversible, nadie pronunciaría las palabras que no debía.
Caminamos sin rumbo fijo, disfrutando de aquel paseo por el bosque. Coto jugaba a perderse de vista y aparecer de repente. Me miraba, divertido, ladraba, y acto seguido, desaparecía de nuevo entre el follaje. Hacía tiempo que no lo veía tan contento. Yo andaba perdido en mis cavilaciones, y molesto conmigo mismo por enredar mis pensamientos con problemas a los que no iba a encontrar una solución inmediata. Pero era difícil no pensar en nada y recrearse en el paseo sin más. Sin darme cuenta, terminaba pensando en Aurora y su enfado, y de allí pasaba a engarzar pensamientos, uno tras otro, hasta terminar reflexionando, sin que pudiera evitarlo, sobre el fracaso en el que se habían convertido aquellas vacaciones. Era frustrante, en especial porque el propósito de esta larga escapada fuera de la ciudad y la rutina, en la tranquilidad de este pequeño pueblo, había consistido en arreglar todo lo que estaba mal entre nosotros. Tal vez las expectativas eran demasiado altas.
Hice, finalmente, amago de mirar la hora en mi móvil —hacía años que había dejado de usar reloj de pulsera—, y fue entonces cuando caí en la cuenta de que no lo había traído conmigo. Me extrañó; no era habitual en mí salir de casa sin él en el bolsillo, con la batería siempre cargada. Nunca tuve madera de boy-scout, así que jamás llegué a aprender a calcular la hora juzgando por la altura del sol. Además, la mañana seguía nublada, así que aquella solución podía descartarla. No recordaba ningún otro truco de explorador para aquello, así que me resigné a mi pesar. Yo era un chico de ciudad, aquel ambiente campestre me agradaba, pero no estaba preparado para vivir lejos de las comodidades de la vida urbana, donde un reloj aparecía donde quiera que posaras la mirada.
Aunque había salido de la casa sin desayunar, todavía no sentía hambre, por lo que llegué al menos a la conclusión de que no podíamos haber estado en el bosque tanto tiempo. Lo hubiera notado por los ruidos de mi estómago, aquel sí que era un método eficaz de medir el transcurso del tiempo. Aun así, algo dentro de mí, una inquietud a la que no podía poner nombre me decía que quizás iba siendo hora de volver.
Silbé, llamando a Coto, pero nada sucedió. Lo busqué, tranquilo al principio y con creciente preocupación según avanzaba el tiempo sin que apareciera. Temía no solo que se hubiera perdido, sino la reacción de Aurora si llegaba a casa sin él. Coto era lo más parecido a un hijo para nosotros, sin él no nos quedaban muchas ataduras capaces de mantenernos unidos.
Finalmente lo descubrí bajo un árbol, ocupado en desenterrar algo oculto en la tierra, al pie de un árbol. Me acerqué hasta allí, puesto que, aunque no era habitual en él, seguía haciendo caso omiso de mi llamada. Un fuerte olor a podrido me recibió al llegar a su altura. Pensé que Coto se esforzaba en desenterrar algún animal, quizás alguna mascota, gato o perro, que algún vecino del pueblo habría sepultado allí. Cuando mis ojos descubrieron, sin embargo, aquello en lo que Coto escarbaba tan ávidamente, me detuve en seco, espantado. Lo que yacía al pie del árbol, embutido en un abrigo que alguna vez tuvo un color, era un cuerpo humano. Además, el olor a putrefacción que me asaltó al acercarme no dejaba lugar a la duda: fuera quien fuese, debía llevar muerto un tiempo.
Mi primera reacción fue de temor. Era cierto que aquel cuerpo sin vida ningún daño podía hacerme, y a pesar de todo, no pude evitar dar un paso atrás. Coto, sin embargo, no compartía ni mis miedos ni mi repugnancia, puesto que una vez percatado de mi presencia, no cesaba de ladrar, conminándome a que me acercara hasta aquel nuevo y macabro juguete que había encontrado. A pesar de su invitación, yo no tenía ninguna intención de aproximarme a aquel cadáver.
Llamé a Coto una vez más, desde una distancia prudente que evitara el olor de los restos de aquel pobre hombre, o mujer. Ni siquiera eso había sido capaz de identificar, en el breve vistazo que fui capaz de dirigirle. Aquello no era para mí.
Hay personas que cuando encuentran un accidente en la autopista, aminoran la velocidad e intentan averiguar lo que ha sucedido. Alargan el cuello y agudizan la mirada para, a ser posible, llegar a vislumbrar qué se oculta bajo las mantas plateadas. Reconstruyen el siniestro en su cabeza, a partir de los charcos de sangre cubiertos de serrín, o de los cristales que alfombran el asfalto. Yo, en cambio, intentaba, como regla, mantener mi vista al frente, fija en la carretera, simulando que allí no había pasado nada fuera de lo ordinario. No se trataba, en mi caso, de aversión a la sangre, o pusilanimidad, ni siquiera se debía a un supuesto respeto póstumo hacia la víctima. El problema para mí era constatar que todo puede cambiar en un segundo, que toda tu existencia, tal y como la conoces, puede saltar por los aires como consecuencia de algo tan insignificante como un volantazo o una llanta en mal estado. Era consciente de que no había nada que pudiera mantenernos a salvo para siempre, pero me esforzaba por mantener aquella certeza oculta, en el rincón más alejado de mi mente. Me aterrorizaba reconocer que las cosas podían no seguir igual siempre, así que simplemente ponía todo mi esfuerzo en no pensar en ello.
Coto se me acercó al fin, dejando el cadáver a regañadientes, y conseguí conminarle a que emprendiéramos el camino de vuelta a casa. Él iba feliz, por supuesto, como siempre que salíamos de paseo, sin que aquella experiencia le hubiera afectado en lo más mínimo. Yo caminaba a su lado hecho una madeja de nervios. Deseé por un momento ser un perro, vivir el presente con despreocupación canina y no con la continua planificación de pasos a dar en que se había convertido mi existencia.
Puesto que no llevaba el móvil conmigo, no podía avisar a la policía del hallazgo del cadáver. No me quedaba otro remedio que volver a casa para acceder a un teléfono. En mi mente, iba ya escogiendo las palabras que usaría cuando el agente de turno me preguntara por el motivo de mi llamada. Reconstruía, prácticamente, una conversación futura, previendo las mil y una alternativas en las que aquel asunto podía derivar.
Levanté la vista, sobresaltado. Sin darme cuenta, había caminado de forma inconsciente, sin fijarme por dónde iba, inmerso en una conversación imaginaria. También, por supuesto, absorto en imaginar cómo le contaría la noticia a Aurora. Había ya visualizado de alguna forma la cara de sorpresa y preocupación con la que acogería lo ocurrido. Arrancarle aquella emoción, forzarla a que aparcara por un momento su enfado y dejara de ignorarme casi hacía agradable la experiencia de tropezarse con un muerto. No obstante, ahora que había escapado de aquellas ensoñaciones, miraba a mi alrededor con reparo. No sabía dónde estaba. Intenté orientarme, sin éxito. Miré a Coto, pero él, a su vez, me observaba a mí, pacientemente, esperando a que continuara la marcha. Escogí, al fin, una senda al azar, de las varias que se abrían ante mí, y apresuré el paso. Unos metros más allá me detuve en seco. Frente a mí, de nuevo, se erguía el árbol bajo el que Coto había descubierto el cuerpo sin vida. Desde donde me encontraba, incluso, podía ver el abrigo gastado por el sol. Aparté la vista, raudo.
Había caminado en círculo.
Casi me echo a reír. Siempre había sido bastante inútil para orientarme, en cualquier situación, ya fuera en el campo, la ciudad, la playa… daba igual. Me perdía constantemente, algo que a Aurora le parecía simpático, al principio, hasta hilarante en ocasiones. No duró mucho esa forma de pensar. Al tiempo se convirtió, para ella, en una más de mis características levemente irritantes. Aquella levedad fue desapareciendo, hasta tornarse en pura y simple irritación. En los últimos tiempos pareciera que mi habitual desorientación se había convertido en una especie de afrenta personal. Había llegado a decir que me perdía a propósito con la única intención de fastidiarle. Al inicio de aquel mismo verano había quedado patente hasta qué grado aquella tontería suponía para nosotros un obstáculo agigantado, fuera de toda perspectiva racional. Después de dar mil vueltas para encontrar la casa que habíamos alquilado a la entrada del bosque tuvimos una de nuestras peleas. Aurora, decía, hubiera puesto fin a nuestra relación allí mismo. Su paciencia había sobrepasado ya todos los límites que era capaz de soportar. Sospecho que no me abandonó en aquel momento porque, a fin de cuentas, la razón por la que habíamos elegido pasar nuestras vacaciones en aquel lugar tan pacífico y tan bucólico —tan aburrido— no era otra que encontrar una manera de recomponer nuestra relación. Comenzamos nuestras vacaciones, así, de mal humor, ella molesta por mi incapacidad para interpretar hasta las más sencillas instrucciones de un mapa, un GPS o un vecino del pueblo, y yo irritado por su falta de apoyo y comprensión. Y probablemente molesto y humillado, también, porque sabía que, en parte, ella tenía razón. Solo que ambos sabíamos que otra razón subyacía en todo aquello, que el problema era otro. Y ninguno de los dos quería hacerle frente.
Escuché un trueno a lo lejos, y maldije para mis adentros. Sólo me faltaba eso, una tormenta sobre mi ya estresada cabeza, mientras daba vueltas perdido por un bosque. Y no uno cualquiera: este bosque venía con muerto incluido. Me detuve, de nuevo, e intenté recobrar la serenidad. En algún lugar había leído que, para orientarse en un bosque, era necesario fijarse en el musgo que crecía en los troncos de los árboles, porque siempre lo hace en la cara… ¿norte?, ¿este?, ¿en cuál era? Aunque lo recordara, pensé, tampoco tenía idea de, una vez establecidos los puntos cardinales, hacia cuál debía dirigir mis pasos para llegar al pueblo. Lo único importante, decidí tras un momento de duda, era caminar en línea recta. El bosque, según creía recordar, no era tan grande, por lo que la razón me dictaba que, tarde o temprano, saldría de él y llegaría a algún sitio: al pueblo, a la carretera, a donde fuese, pero fuera de aquel bosque. Por lo tanto, dejando siempre el musgo a mi espalda, avanzaría en una única dirección, no sabía cuál, norte, sur, este u oeste, pero era lo de menos. Lo importante era que avanzaría en línea recta.
Examiné los árboles, mientras Coto aprovechaba, de nuevo, para marcarlos con su orina. No había ni rastro de musgo.
Malditos libros.
La tormenta que había anunciado el trueno de hacía unos minutos estaba ya sobre nosotros, por lo que las nubes cubrían ya completamente el escaso cielo que dejaban ver las copas de los árboles. Las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer en aquel momento, lentas, pesadas y frías. Decidí volver a intentar hallar el camino de regreso, y llamando una vez más a Coto, al que nunca le habían gustado las tormentas, resolví dejarme guiar por mi instinto. Emprendimos, de nuevo, el camino a casa. O al menos, eso pretendía.
En aquella ocasión tenía el íntimo convencimiento de que esta vez sí que llegaría al puente por el que había entrado al bosque. Estaba aplicando toda mi atención y esfuerzo en mantener mi trayectoria todo lo recta que me era posible. Me fijaba, con la mirada, en un punto en la distancia, y hacia él me dirigía. Como cuando aprendí a montar en bicicleta. Recordé, con pavor, que no fui precisamente el mejor alumno en aquellas lides. Todos mis amigos y compañeros rodaban con soltura para cuando llegó el momento en que me vi capaz de montar sin la ayuda de las rueditas auxiliares. Pero, aunque tarde, aprendí a montar en bicicleta. Esta vez, también, lo lograría. Conseguiría salir de allí. Empapado y asustado, sí, pero sano y salvo.
De pronto, un trueno bramó justo encima de nosotros, y Coto emprendió la carrera despavorido. Sorprendido por el estruendo y la inesperada huida de mi perro, trastabillé y caí al suelo. En un abrir y cerrar de ojos, el asustado animal había desparecido por entre los árboles. Me levanté, sucio de fango, y dolorido por la caída, pero sin ningún daño aparente. Excepto en mi orgullo. Como cuando aprendía a montar en la maldita bicicleta.
La caída me había desorientado. Ya no tenía claro por dónde había venido, ni hacia dónde había estado andando, ni por supuesto, en qué punto me había fijado para mantener mi trayectoria aparentemente recta. Tenía, eso sí, cierta idea de la dirección aproximada por la que Coto había escapado, aterrado por el ensordecedor ruido del trueno. Hacia allí me dirigí, con la esperanza de que su instinto, en el que confiaba infinitamente más que en el mío, le llevara a la casa y, por ende, a mí tras él. Le llamaba a cada poco, a voz en grito, sin éxito alguno. La lluvia caía cada vez más fuerte y pesada, ahogando mis llamadas, y calándome hasta los huesos. Finalmente, no me quedó más remedio que guarecerme bajo un árbol. Había leído que nunca se debía hacer aquello, puesto que los árboles atraen a los rayos, y que, para más inri, tampoco eran garantía de cobijo. Decidí arriesgarme, por si acaso lo hubiera leído en el mismo libro que establecía el musgo como forma de orientación.
Allí, mojado y aturdido, sin nada más en que entretenerme tan solo acertaba a perderme en mis propios pensamientos. Traté de relajarme y reflexionar con cierta cordura. Si mi máxima había consistido, desde que tenía uso de razón, en dejar que los acontecimientos fluyeran libremente, contando con que las cosas se arreglaran por sí mismas, ¿por qué, ahora, había insistido en lo contrario? Para salir de allí, sólo tenía que esperar. Tarde o temprano, Aurora, por muy enfadada que estuviese, se preocuparía por mi tardanza. Además, era muy probable que Coto llegara a la casa por su propio pie, y ella, al verlo a él y no a mí, se extrañaría y deduciría que algo no iba bien. Buscaría ayuda, y alguien avisaría a la Guardia Civil, que terminaría rescatándome. Con toda seguridad, me encontrarían a tan sólo dos minutos de la carretera, rojo de vergüenza. Aurora se tomaría toda esta aventura como una nueva afrenta que añadir a una ya larga lista. Aquellas vacaciones estaban resultando una magnífica idea.
Sólo debía esperar.
Pero no lo hice. Tenía frío y hambre, y hasta, confesaba, un poco de miedo. Más que un poco. Podía esperar, sí, pero prefería llegar a casa sucio y magullado y meterme en la ducha sin soltar una sola palabra a nadie. Ya habría tiempo de explicarle a Aurora lo que había pasado, ya llegaría el momento de llamar a la policía y contarles lo de aquel cadáver en el bosque. Pero quería volver a casa, ya. No quería esperar a que alguien decidiera venir a salvarme.
¿Salvarme? Si sólo estaba perdido en el bosque. No un bosque enorme, un bosque gigantesco, no. Un bosque de mierda, con perdón. Hablar de salvación, de rescate, era hilar un poco fino. No había necesidad de tanto dramatismo.
Pero hay un cadáver.
Precisamente. Ca-dá-ver. Está muerto. No puede hacerme nada.
Puede atraer a algún depredador. A un oso, por ejemplo.
¿Un oso? ¿En serio? Pero ¿dónde te crees que estamos, en las Montañas Rocosas?
O un lobo, no sé. Lo que quiera que se estile por aquí, como si son ciervos zombis. Alguien, o algo, tuvo que matar a esa persona, ¿no? No se va a morir sola.
¿Y por qué no? La gente se muere sola continuamente. Lo raro es morirse porque te ataque un lobo, o un oso, o un ciervo zombi.
Sí, claro, ¿y cómo se ha muerto esta persona, listo?
Pues, por ejemplo, le puede haber dado un ataque al corazón, y estando aquí solo en el bosque…
Solo… en el bosque… Como tú, ¿no?
Sacudí mi cabeza, intentando deshacerme de aquel diálogo interior, o lo que fuera. No estaba resultando constructivo. Todo lo contrario, sólo contribuía a aumentar la ansiedad que sentía. Seguía lloviendo, aunque ya había amainado un poco la intensidad. Aproveché para emprender, una vez más, el camino a casa. Costaba ya andar sobre aquel suelo mojado y resbaladizo, y la lluvia, que seguía cayendo fría e inmisericorde, a veces se me introducía en los ojos, dificultándome la visión. Además, estaba cansado y entumecido.
De nuevo, mis pasos me llevaron ante el árbol, bajo el cual, entre un montón de tierra y ramas, y hojas secas, se dejaba ver el abrigo del cadáver.
Derrotado, sin saber si reír o llorar, me senté en el suelo, bajo la lluvia. Quería volver con Aurora y Coto, pero todo lo que conseguía era darme de bruces, una y otra vez, con aquel cuerpo sin vida.
De pronto, una terrible angustia se apoderó de mí, al tiempo que una intensa atracción me impelía a acercarme hasta el muerto. Extrañamente, tenía la seguridad de conocer la identidad de aquella persona, o lo que quedaba de ella. Intenté levantarme y huir, pero aterrorizado ante la certeza de saber quién era el muerto, caí de rodillas. Bloqueado, permanecí allí, a merced de la lluvia y el frío, luchando contra el impulso de acercarme hasta el árbol y la figura que bajo él, silenciosamente, parecía esperarme. Al mismo tiempo, me abrumaba saber, de alguna forma, que irremediablemente terminaría por, o bien corroborar o bien desechar mis miedos. Me acercaría allí. Tan sólo difería temporalmente lo inevitable.
Poco tardé en sucumbir a aquel impulso, y arrastrándome por el suelo enfangado del bosque, llegué hasta el lugar en el que descansaba aquel cuerpo con el que me empeñaba en encontrarme una y otra vez, y me asomé, con la congoja atenazándome el corazón.
Para mi sorpresa y alivio, ningún cadáver descansaba allí. Tan sólo encontré un abrigo viejo y gastado. Multitud de emociones convergieron en mi interior. Comencé a llorar, a reír, y a llorar de nuevo. De alguna forma, en lugar de aquel abrigo raído, mi mente había interpretado todo este tiempo que una persona se descomponía bajo el árbol. Aquella imagen inexistente, que ahora constataba que tan sólo era producto de mi imaginación, había tomado forma y perdurado en algún lugar de mi cerebro, influenciado por el miedo que sentía a comprobar quién yacía allí, solo y abandonado, en la soledad del bosque. Incluso el olor a putrefacción había desaparecido.
Sabía que mi horror anterior no había derivado únicamente del espanto que sentía al encontrarme en aquel ambiente inhóspito, cara a cara con un cadáver. Era la posible identidad de éste la que me había provocado aquel episodio irracional. Por inconcebible que ahora me parecía, había estado seguro de que, cuando mis ojos se posaran en la faz del cadáver, no encontrarían sino mi propia mirada, vacía y sin vida. Era yo, había imaginado, el que yacía en el bosque. De alguna forma, había llegado a la absurda conclusión de que había muerto, y mi vagabundeo por aquellos solitarios parajes, no era sino el resultado de mi alma perdida añorando su envoltura carnal. Por eso me era tan difícil abandonar aquel lugar. En algún momento, había abandonado la explicación racional y permitido que aquel dislate creciera dentro de mí, poco a poco, apoderándose de mi raciocinio. La paranoia había ido apoderándose de mi ser, de forma tan sutil como poderosa. Había rechazado verbalizar aquella locura, pero en el fondo sabía que era esa y no otra la explicación que hasta apenas unos instantes me daba a mí mismo.
Al encontrar aquel abrigo descolorido, y nada más, el sentido común había vuelto a emerger del profundo abismo en el que le había enterrado mi desesperación.
A pesar de tener ya en mis manos la prenda que había provocado aquella histeria, aún sentía el devastador efecto de ésta en mi cuerpo. El estrés me había desinflado completamente. Me había considerado, hasta entonces, una persona inteligente, con el grado apropiado de mesura, y me resultaba imposible, ahora, entender qué peripecias mentales me habían llevado hasta el punto de dudar de la propia realidad. Siempre me había creído capaz de mantener la compostura y aferrarme al sentido común. Para mí aquello significaba, casi siempre, confiar en que las cosas siempre tienen una explicación, y que los grandes problemas terminan por arreglarse, aunque, en ocasiones, tarden un poco en hacerlo.
Como mis problemas con Aurora. Ella no compartía mi creencia de que el destino siempre encuentra la forma de resolver las dificultades. Decía que era una auténtica estupidez. De alguna manera, parte de la tirantez que ahora campaba entre nosotros era provocada por aquel desencuentro. Aurora se empeñaba en tomar partido, en intervenir, en influir en el devenir de los acontecimientos. Sin duda, con la mejor intención, no lo dudaba, pero aquel empecinamiento en encontrar atajos me enervaba. Asimismo, mi forma de ver la vida terminaba enfureciéndola a ella. Atrás quedaban los días en los que todo aquello no importaba, en los que nos bastaba nuestro amor para sobrevivir. Dos años después de que nos juráramos inseparables, el resentimiento lucía con mayor intensidad que el cariño. Y aún así… no me imaginaba la vida sin ella.
Aunque la lluvia ya no caía con la fuerza de antes, y bajo aquel árbol había conseguido cierto refugio, la perspectiva, como el cielo, seguía siendo gris. El suelo del bosque se había convertido en un auténtico lodazal. Estaba ya, por tanto, fuera de toda cuestión salir del cobijo del árbol y arriesgarme a romperme una pierna, o la cabeza. Total, ¿para qué? ¿Para volver otra vez allí, como ya había hecho antes en varias ocasiones? Además, comenzaba a tiritar de frío. No era raro. Podía sentir que la temperatura había bajado varios grados. Si a eso le añadíamos que me encontraba empapado, la conclusión más probable era que si me aventuraba a buscar el camino de vuelta, terminaría encontrando, en su lugar, una neumonía o algo peor.
Examiné el abrigo que tenía en mis manos. A pesar de haber estado a la intemperie no parecía excesivamente sucio ni por dentro ni por fuera, lo cual era un pequeño milagro. Del color original no quedaba ya el menor atisbo, y tenía algún que otro agujero, pero ningún bicho parecía haberlo elegido como su hogar. Ningún nido de gusanos a la vista como había temido cuando Coto lo descubrió. Temblando como estaba, terminé por quitarme mi camisa y jersey mojados y vestirme, en su lugar, el abrigo. Me infundía cierto respeto, puesto que no dudaba que aquello era muy poco higiénico, pero al recobrar algo de calor en mi cuerpo, mis resquemores se calmaron hasta casi desaparecer. De hecho, me hizo reír imaginarme la cara que pondría Aurora si me viera.
Se escandalizaría, diría que cómo se me ocurre, que a saber dónde había andado aquel abrigo. Tendría razón, claro. Pero, ¿no era eso lo que me reclamaba? Que improvisara, que actuara. Se quejaba de mi indolencia, de mi pasividad. Ella no entendía mi terror a tomar partido. No se daba cuenta de que toda acción implica una elección implícita. ¿Cómo podía pretender que arriesgara, que apostara por un camino u otro? Existía una única manera de proceder ante una disyuntiva: esperar a que ésta desapareciera. Cuando sólo existe un camino, no hay más que un proceder disponible, y por lo tanto, ya da igual que sea correcto o incorrecto. Cuando sólo existe una manera de hacer las cosas, nadie puede equivocarse. Y era eso en lo que ella no creía. Aurora tenía que coger al toro por los cuernos, doblegar el destino, someterlo. ¿Es que acaso no sabía que ésa era la mejor forma de que te corneen? ¿Por qué no esperaba desde la barrera, como yo, a que la corrida terminase, a que los toreros abandonasen el ruedo y todo volviera a ser como siempre?
Ella esperaba que hicieras algo más por ella, sobre todo cuando llegó la enfermedad.
¿Más aún? Al principio me hice cargo de todo. La cuidé, la animé. Hasta que empezó a sobrepasarme, hasta que el peso de las decisiones recaía siempre sobre mí y aquella responsabilidad me aplastaba como a un insecto. Pero lo intenté. Y todo salía mal.
¿En serio crees que fue suficiente? ¿De verdad piensas que hiciste todo lo posible?
No podía hacer nada más, yo no soy médico; no sabía, no podía curarla.
¿Curarla? Nadie pretendía que le curaras. Pero tu apoyo era necesario. Aunque no hubiera remedio, aunque todos se engañaran. ¿No podías fingir que luchar merecía la pena?
Fingir… ¿No era eso lo que hacían ellos? Los médicos, con sus medicinas, y sus tratamientos, y sus múltiples opciones y sus decisiones a tomar. Ellos son en parte los culpables. Si Aurora los hubiera ignorado estoy seguro de que todo se hubiera solucionado por sí solo. Como siempre ocurre. Pero no, todos pierden la calma, todos necesitan hacer algo.
La gente necesita creer que sus actos importan, que pueden vencer al destino.
Abrí los ojos. Me había quedado adormilado, y mi cabeza bullía otra vez con ideas extrañas. Me toqué la frente. No tenía fiebre, pero a pesar de la baja temperatura de mi piel, mi mente no estaba muy despierta. La lluvia había parado, finalmente, y comenzaba a oscurecer. Me encontraba cansado, mis extremidades entumecidas, incapaz de levantarme.
Fue entonces cuando escuché las voces. Al principio lejanas, pero acercándose cada vez más. Me llamaban, a gritos, por mi nombre. Supuse que me buscaban, que por fin alguien se había percatado de mi ausencia. Estaba salvado. A punto estuve de responder, de gritar «aquí» o «bendito sea Dios» o algo por el estilo, por un momento ajeno a la vergüenza que me causaría ser rescatado en aquellas condiciones. Imaginé a Aurora preocupada por mi falta, tanto que vencería el pudor y acudiría a los vecinos en busca de ayuda. Porque, a pesar de todo, nos amábamos. A pesar de las dificultades, del silencio y el frío entre nosotros, a pesar de los fracasos y las lágrimas, de los errores y las inseguridades. A pesar de que yo no era capaz de lidiar con su enfermedad, a pesar de todo y de todos, seguía habitando el amor. Dicen que el amor triunfa siempre, ¿verdad?
Esta vez, sin embargo, supe que no era así. Aurora no podía haberles llamado, porque Aurora estaba muerta.
La niebla crecía, apagando las voces, y comencé a recordar. Cuando me levanté aquella mañana, pensé que estaba enfadada. No era la primera ocasión en la que se negaba a hablar conmigo; a menudo me castigaba con su silencio, intentaba evitar dirigirme la palabra e incluso trataba de ignorar mi presencia. Pensé que era una de esas ocasiones. Le pregunté qué había pasado esta vez, por qué volvía a las andadas. Ella siguió ignorándome. Enfadado, salí a pasear con Coto. Si no quería hablar conmigo, si mi presencia tanto la molestaba, peor para ella. Tarde o temprano el enfado pasaría, como siempre. Volveríamos a nuestro status quo.
Extrañamente, cuando volvimos, seguía callada, y en la misma posición.
Porque volvisteis, Coto y tú, ¿verdad? Te perdiste, como siempre, pero al fin conseguiste volver a casa. No seguías aquí, perdido en el bosque, dando vueltas sin ser capaz de escapar a esta pesadilla. Aunque sabes que hace tiempo que ya no es sólo una pesadilla.
Al acercarme vi la carta en sus manos, con los resultados del hospital. Y el bote de pastillas vacío, junto a ella.
También estaban cuando te fuiste por la mañana, pero ni siquiera te fijaste. Te fuiste empeñado en que estaba enfadada, en que te ignoraba como castigo a alguna ofensa que ni siquiera recordabas. Te sumergiste en tu propio enfado y te cegaste.
La carta estaba fechada desde hacía varias semanas. Los resultados de los análisis eran simples y terribles a un tiempo. La enfermedad se había vuelto a reproducir y no cabía esperanza alguna de recuperación.
Ella lo sabía. Tú serías incapaz de asumirlo, de planear junto a ella alguna manera de luchar contra lo inevitable. Tú abogarías por esperar un milagro repentino, volvería a surgir tu incapacidad para tomar una decisión. Y ella ya estaba cansada de luchar sola.
Aurora había planeado su suicidio. Había esperado hasta aquellas vacaciones, hasta que estuviéramos en la casa a la entrada del bosque. Y yo no me había dado cuenta. Desesperado, sacudí su cuerpo inerte, le grité, la maldije. Quizás si no me hubiera perdido en el bosque podría haber llegado a tiempo, pero no, una vez más lo había estropeado todo. Sin poder reprimir las lágrimas, llamé finalmente al teléfono de emergencias. Les dije que Aurora había muerto, que mandaran a alguien. Pero no fui capaz de soportar la espera. Por una vez, quedarme sentado y dejar que todo se desarrollara a mi alrededor se me antojaba una tortura insoportable. Salí de la casa y me interné en el bosque.
Las voces me llaman. Son los vecinos que me buscan. Apenas me conocen, soy el de fuera, el que ha alquilado la casa cerca del bosque, el que saluda cuando me los encuentro paseando a Coto. ¿Cómo saben de mí, si Aurora ya no puede avisarles? ¿Quién les manda, por qué no dejan que me pierda en el bosque? No se dan cuenta que no soy más que el cadáver bajo la manta plateada, el charco de sangre cubierto de serrín. Pierden su tiempo. Yo los ignoro, en mi escondrijo bajo el árbol, donde Coto encontró el abrigo, bajo el que me escondo. Me acurruco, me tapo con ramas y piedras, con fango y hojas muertas. La lluvia cae otra vez, inclemente, ¿o fue aquella noche? Ya no sé. Ya se mezclan aquella noche y ésta, ya el tiempo deja de tener sentido. Pasan cerca de mí, pero no me ven, me oculta el bosque, y este frío que nos separa. No hago nada, no tomo partido, me dejo morir aquí. Aurora tenía dos botes de pastillas. ¿Dejó uno para mí a propósito o ha sido el destino? Saben a descanso, a sueño y a olvido.
Mañana encontrará Coto mi cadáver, pobre animal. ¿O fue ayer, o hace un año? No sé. Ya no sé. Alguien lo adoptará. Tú no tienes que hacer nada, Coto, todo se solucionará, seguro. Yo no puedo ni sé ayudarte, yo sólo sé esperar.
Mañana, otra vez, hará fresco y saldremos a pasear por el bosque.
© Copyright de A. J. Numan para NGC 3660, Diciembre 2017