El humo subía por el aire revoloteando como mariposas grises. Los clientes de aquel local, situado en el corazón de la ciudad, observaban por las inmensas cristaleras al agua regando las calles y dándoles un aspecto triste. Tan gris, blanco y negro como las vestimentas de los allí congregados, que no solían usar el color.
El lugar no estaba tan lleno como de costumbre, la mayor parte de los miembros de la corporación, a la que pertenecía el bar, estaban trabajando con ahínco. Los que había en aquel edificio aguardaban, pacientemente, a que llegara su turno. La música comenzó a sonar y en el escenario apareció una mujer. Sus movimientos acompasaron a las notas, rítmicas y sensuales, tan desteñidas como todo lo allí presente. Destacaba por encima de todos por sus cabellos pelirrojos y su vestido a juego. Sus ojos negros buscaban otros similares entre la pequeña congregación y los halló en el centro del local. Él no le quitaba ojo de encima, mientras sonreía de forma ladeada, casi juvenil, aunque hubiera dejado esa etapa siglos atrás.
La mujer comenzó a cantar como solo ella sabía. Con la voz grave, rasgada y tan caliente que era capaz de revolver el alma como deseara. Era mucho más joven que el hombre al que había sonreído, era más que probable que Gaagii, ya que ese era su nombre, superase ampliamente en edad a todos los allí presentes. Murió antes que ninguno y era de los miembros más antiguos de la corporación.
Y es que la Black/White Corporation solo aceptaba un tipo particular de almas entre sus filas. Era lo único que compartían los que allí escuchaban a la mujer en su balada. Eso, y la muerte.
***
A la cantante se la conocía por muchos nombres. Se dice que en tu primer siglo de deceso tiendes a desear llamarte de todas las formas posibles, las que te habría gustado estando vivo. Puede que, por eso, cuando la emparejaron con Gaagii y la cosa fue a más, prefiriera usar su nombre real, a cualquier cosa que estuviera ligada con su vida.
Se llamaba Suzanne Brown. Un nombre corriente para una criatura peculiar.
Suzanne había nacido a finales del siglo diecinueve en Chicago. Conquistó el sueño americano muy joven, a la edad de dieciséis, gracias a su matrimonio con un mafioso que fue ascendiendo rápidamente. Ella cantaba en uno de sus locales clandestinos más concurridos y se labró una pequeña fama truncada por la muerte. Habría llegado lejos, habían afirmado los que la habían escuchado cantar. Una estrella brillante en un cielo cuajado de astros.
Seguía cantando, aunque no era su principal ocupación, más bien un hobby. Al igual que el viajar en metro con los vivos. No la podían ver y ella, a veces, no era capaz de captar la vida como debería. En ocasiones el mundo perdía el color y se volvía completamente gris y triste, eso significaba que tenía trabajo que hacer. En otros momentos, y cada vez eran más espaciados, el mundo se volvía sepia y envejecido, como una foto o una fotografía antigua. Significaba que alguien la había recordado. Gaagii decía que cuando todos aquellos que te conocían mueren, te llevan con ellos, es el momento de descansar. Suzanne siempre frunce los labios intentando no reírse ante la expresión de su amante y le dice que, entonces, espere sentado a la Parca, porque le va a ser difícil sacarle de su mente.
Miraba a los humanos, sentada en un asiento vacío. El tren estaba a rebosar, pero nadie lo ocupaba. Sabían que estaba ocupado, aunque nadie supiera decir por quién. Le gustaba ir observando el mundo desde algo tan mundano, era como volver a estar viva. No en su tiempo pero, hasta cierto punto, similar.
Un trueno retumbó en los cristales del vehículo y, al momento, el agua golpeó las ventanas y comenzó a llevarse el color tras de sí. Suzanne se levantó con un suspiro y pulsó el botón que abría las puertas del vagón. Apoyó el inmaculado tacón en la tierra polvorosa y caminó a través del desierto como si estuviera en un escenario. Miró a la sombra que seguía enterrando a su víctima, mientras esta gritaba pidiendo ayuda.
Le habría gustado ofrecérsela, pero ya no podía hacer nada en el mundo material. Solo rezar por su alma y mantenerse al lado de la tumba. Pronto emergería a la muerte.
―Has llegado antes que yo ―le saludó Gaagii agarrándole de la cintura.
Sus tocados tribales cambiaron a un traje no muy diferente del que solía usar el primer marido de Suzanne. Sabía que a ella le encantaba, pero lo que más le relajó fue ver que las ropas del hombre se tornaban negras y su vestido verde femenino, a un blanco brillante. Odiaba tener que hacer de «black».
―Estás mucho más guapa con el negro, si eso es posible ―le halagó y ella le respondió con un beso sin apartar la vista de la tumba.
Sabía que mantenía aquella charla para distraer su mente. Nunca se podría acostumbrar a ver cómo ocurrían aquellas aberraciones.
Los gritos quedaron casi silenciados por dos metros de tierra. El asesino resolló y marchó, sin esperar a comprobar el final. A su alrededor se arremolinaban espíritus negros que el hombre era capaz de ver por el rabillo del ojo. Los mismos que habían emergido de las tumbas que en el mundo espiritual estaban abiertas. En el de los vivos, sus cuerpos seguían pudriéndose sin que nadie los encontrara.
Se le escuchó rezar, intentando alejar a sus temores. Puso el coche en marcha y desapareció carretera abajo.
Para ese entonces, la tierra comenzó a removerse y escucharon los quejidos y sollozos de la víctima.
―Es hora de trabajar ―murmuró Gaagii y, por primera vez desde que se reencontraron, Suzanne habló.
―¿Crees que esta vez lo lograremos? ¿Qué escogerá bien?
―Escogerá, que no es poco. Nosotros solo debemos mostrarle todas sus opciones.
Una mano emergió de la superficie de la tierra y ambos comenzaron a tirar de ella. Se encontraron con una cara joven, amoratada, llena de golpes y cortes. Aquel monstruo era de los que torturaban antes de abandonar las «pruebas».
La chiquilla se agitó y revolvió cuando sintió las manos amigas. Gritó desesperada, exigiendo saber qué hacían allí y por qué no la ayudaron. Estuvo así durante días: sufriendo, intentando entender que ya no vivía y que los que le habían recogido nunca lo estuvieron, por lo que no podían salvarla.
Se encontraban en uno de los pisos de la corporación, llevándole comida y bebida a la víctima. Intentando ganarse su confianza, aunque con diferentes propósitos. Black/White prometía toda la verdad para escoger la mejor opción y ellos, Suzanne y Gaagii entre otros, debían ayudarla a escoger lo que su color les indicaba. Pero antes, había que hacer entender a la pobre criatura qué había ocurrido.
―¿Por qué me escogió a mí? ¿Qué hice? ―insistía la víctima una y otra vez. Ellos no respondían, incapaces de decirle nada que pudiera ayudarle.
―Lo importante es qué harás después ―aseguraba Gaagii―. ¿Vas a dejar las cosas así?
―¿Qué quieres decir? ―replicaba la muchacha y ellos, con infinita paciencia, le decían que cuando estuviera lista, se lo explicarían.
Podían haber pasado meses, incluso años, cuando la muchacha se sentó con ellos en la mesa. Black/White le ofrecía la posibilidad de recibir un poco de energía vital, podría hacer con ella lo que deseara.
―Puedes hablar con los policías del caso. Darles una pista sobre lo ocurrido, sobre ti o, incluso, dejarles una pista que pueda cerrar el caso ―aseguró Suzanne agarrándole de la mano y ofreciéndole su mejor sonrisa.
―O aguardar ese vestigio de vida y unirlo al de las otras víctimas. Vengarte de tu asesino ―terció Gaagii con el gesto que usaba para engatusar―. Piénsalo, ¿crees que la policía podrá resolver tu caso? ¿Darte la justicia que mereces?
La muchacha no habló mientras los dos espíritus discutían entre ellos. Si hubiera estado realmente atenta, se habría dado cuenta de que la conversación estaba perfectamente ensayada, tanto que, si se tropezaban, sabían cómo reaccionar.
Habían hecho cientos de veces, cambiando de color y de razonamientos. Aunque siempre volvían a lo más básico: si la víctima creía o no, que en la vida que había abandonado se le daría venganza o un castigo al asesino.
Una mañana, la víctima desapareció, tal y como estaba planeado. Ambos sintieron un temblor en el aire y suspiraron.
―Escogió ―murmuró Gaagii mientras abrazaba a su amante―. Escogió.
Suzanne no habló. Sentía un nudo en el estómago cuando echaron a caminar a través de la ciudad y llegaron al lugar donde se sentía el viento susurrar. Ambos esperaron con paciencia a que el desenlace ocurriera.
Un grito llegó desde las alturas de uno de los edificios, mientras un hombre caía a plomo sobre una viandante que pasaba por allí. Cuando chocó contra el suelo, ambos se convirtieron en una masa indecible de carne, sangre, huesos y órganos. Cuando se acercaron, el asesino estaba vivo, respiraba con dificultad y un humo negro manaba de su cuerpo.
No les importó, estaban más preocupados por la chiquilla de debajo, cuya alma se levantó por entre la carne y los miró.
―¿Estoy muerta? ―preguntó mirándoles fijamente. Asintieron―. ¿Por qué?
Al momento, una ambulancia llegó e intentaron sacar a otra muchacha de un coche. Tras ver la caída, se había chocado contra una farola y se había matado. Otro daño colateral. Las guiaron a la corporación e intentaron explicarles lo que nadie podía comprender.
Los malignos iban al infierno, los buenos al cielo… pero cuando alguien realizaba un acto tan deleznable, se permitía a la víctima hacer un cambio de curso en el mundo en el que vivió. Podía usar su último aliento para vengarse o ayudar a la justicia mortal a atrapar a quien le hirió.
El problema era cuando implicaban a terceras personas, como a un pobre Gaagii que intentó salvar a su hermano de despeñarse, porque su caballo enloqueció o a una infeliz Suzanne, que murió a manos de un marido que fue poseído por los fantasmas de sus crímenes y la disparó; sin importar lo mucho que la amase y que nunca le haría daño.
Víctimas y verdugos iban al lugar que les correspondía, pero… ¿y los daños colaterales? Black/White Corporation daba una solución: contrataba a sus almas y les hacía hablar con los difuntos sobre sus opciones, sobre la posibilidad de un último aliento empleado con cabeza. Pero siempre había alguien que sufría con lo que escogía; se quedaban encerrados en el plano vital y nunca lograban avanzar, solo desaparecer si no quedaba nadie que los recordase. Pero era una mentira, siempre acababan yéndose, se aferraran a lo que se aferraran.
Suzanne vuelve a salir al escenario, a cantar a un público mucho mayor que recuenta quién sigue entre ellos y quién no. Procurando recordar a los desaparecidos, aunque sirva de poco. La melodía que sale de su corazón es triste y rasgada, como si alguien hubiera arrancado una parte de su ser y la hubiera arrojado lejos. Odiaba cuando la decisión tomada hacía que en la sala hubiera nuevos rostros. Pero siempre los habría, porque la venganza era la opción más requerida: alguien que desaparecía, moría o se suicidaba. Lo que provocaba que cualquiera, inocente o culpable, acabara sufriendo.
Al menos podían volver a vivir, tomar nuevas decisiones y cambiar, es lo único que quedaba a los que vivían bajo la Black/White: estar encerrados en lo que habían perdido. Como un blues sin final.
© Copyright de Laura López Alfranca para NGC 3660, Septiembre 2017