Battery low


Por Alberto Gutiérrez

Battery low, de Alberto Gutiérrez

—¿Al final viene Raquel a cenar o no?

—No, me ha dicho que ha quedado con los del grupo de teatro que es el cumple de uno de ellos.

—Vale, pues voy a preparar unas verduras para nosotros dos, ¿te apetece?

—Mmmm ¡sí!, si quedan espárragos trigueros échale un puñadito, porfa.

—Oído cocina.

Iván tiene la habilidad de acertar con sus propuestas para la cena. Su repertorio es limitado, pero lo suple con tesón. Me encanta verlo pelar fruta o trocear verdura. Se lleva las manos al pecho y mueve el cuchillo con parsimonia, como si cada trozo tuviera la misma importancia que el anterior. Entra en un microtrance que acompaña con un gesto solemne de la boca.

Ya hace ocho meses que Iván vive conmigo. Llevaba sola un par de años y sin intención de meter a nadie en casa. Las grandes decisiones suceden en una milésima de segundo, me pareció que era el momento de compartir mi vida y en dos clics el tema estaba resuelto. No hubo periodo de prueba, me dio la sensación de que en el día a día se desenvolvería con la misma naturalidad con la que lo había visto en la demo.

—Creo que este lavavajillas me reseca las manos.

—Usa guantes, Iván, aunque te parezca exagerado los detergentes no son buenos para la piel.

—Es que soy muy patoso con guantes, se me escurren los platos.

A veces se comporta como un adolescente entrenando sus primeras rutinas. Le pone a todo un empeño ingenuo y auténtico que me encanta. Como soy muy lanzada opté por un valor alto en el ajuste de aleatoriedad, me gusta que me sorprendan, que no me sepa todos los chistes ni todos los trucos. En el aspecto físico fui menos exigente: altura media, complexión fuerte, pero no musculoso, piel clara y ojos oscuros. Solo me detuve un poco más con las manos, me gustan grandes, cuidadas, con las uñas redondas y cortas. El menú de ajustes es infinito si te quieres complicar la vida, pero me satura tanta opción. Lo que sí marqué, no lo voy a negar, es que fuera fogoso y creativo en el sexo.

En líneas generales estoy contenta, me divierte mucho y es paciente. A veces me gustaría que mentalmente fuera más ágil, se le escapan algunos detalles de mi humor fino y enrevesado.

—¿Pet Shop Boys o Eurhytmics?

—Uffff, me apetece mucho el Please de Pet Shop Boys, hace años que no lo escucho del tirón.

—Vale, después te voy a poner una delicatessen que vas a flipar.

Así como en la cocina es limitado, musicalmente Iván es una base de datos, enlaza un grupo con otro y me descubre cosas interesantísimas cada vez que pone música. He descubierto el enorme placer que es tener a alguien que ponga música por ti, que te libere de la carga de pensar cómo se llama tal grupo o de quién era esa canción que tanto me gustaba. En ese aspecto es como tener un dj residente en mi propio domicilio. Y la sorpresa está asegurada porque pasa de un estilo a otro radicalmente opuesto sin que el cambio te descoloque.

—Me voy a pegar una ducha rápida antes de la cena, ¿ok?

—Vale, te he dejado la toalla verde colgada detrás de la puerta, que ya está seca.

—Eres un solete. No te pases con la sal que te vigilo desde la ducha.

—Vaaaale reina, lo que usted mande.

Cuando me decidí por Iván una de las cosas que pensé es cómo sería una ducha con él, cómo afectaría la temperatura del agua a su piel, si el tacto cambiaría y se haría muy artificial… todas mis dudas se disiparon al abrir el grifo sobre él la primera vez. Ninguna diferencia o detalle perceptible, enjabonarle la espalda mientras canturrea la última canción que ha sonado es simplemente delicioso. Al salir me envuelve la toalla con un abrazo que parece el de un orangután. En el baño rompe con algunos de los topicazos: cierra el bote del champú, cuelga su esponja, no deja la ropa sucia desperdigada por el suelo y estira y coloca la alfombrilla cuando termina.

No todo es fantástico, como en cualquier convivencia de pareja hay cosas complicadas. Le cuesta mucho entender mis horarios caóticos, le gusta saber de antemano qué va a tener el día, y eso para mí es simplemente imposible. Se siente muy contrariado si le llamo para decirle que no voy a comer porque me ha surgido un imprevisto, y cuando llego lo noto rascado, no me pregunta qué tal me ha ido el día y se pone a mirar distraído cualquier cosa en el móvil. Es muy pesado con mi ropa, como se le crucen unos zapatos o una blusa me toca aguantar una retahíla de «es que te hacen más mayor, es que no pega nada con tu estilo, es que…». No es que sea posesivo en el sentido clásico masculino, es simplemente pesado. Por contra es muy receptivo cuando le digo que esos pantalones tan anchos le hacen parecer más gordo de lo que es o que la barba… mejor arreglada que asilvestrada.

Me encanta su risa, tiene una carcajada rítmica y sonora. Si la risa de un bebé es contagiosa la suya no lo es menos. Me gusta provocarlo con bromas y chorradas, acercarme a los límites de su comprensión… el muy cabrón aprende rápido y las devuelve de revés como un buen tenista.

—Qué bien huele, por Dios.

—Es el aceite de oliva ese que compraste, le da un toque estupendo a la verdura, y en crudo está riquísimo.

—¿Abrimos una botella de Rueda de las que nos trajo Raquel?

—Guay, hay un par de ellas en el cajón de la nevera, estará bien frío. ¿Vas a cenar con la toalla en la cabeza?

—No hombre, no, es que me venía el olorcillo de la verdura y no he podido resistir venir a espiarte.

Me fui al dormitorio con una sonrisa tonta, como si lo de la toalla en la cabeza fuera nuevo. Hay duchas que valen por dos. Me refiero a esas en las que dedicas un tiempo extra a frotarte y quererte, a poner más mimo con la esponja, a hacer un recorrido intensivo por toda la piel. Mientras seguía con la gracia de la toalla en la cabeza abrí el cajón de la ropa interior y me puse un conjunto color berenjena que me regaló Iván en navidades. Lo hice de forma casi inconsciente, era un martes por la noche pero a mí me parecía ya fin de semana, todo fluía. Me puse una camiseta de algodón de tirantes finos y un pantalón corto de pijama imitación seda, de un rosa pálido, esa prenda que vale para cualquier ocasión.

Cuando regresé a la cocina Iván había abierto una botella y servido dos copas, la suya iba ya por la mitad de la mía.

—Esto ya está morena, falta el salvamanteles y al ataque.

—Voy a cortar también un poco de queso curado, que entra muy bien con el vinito.

Justo cuando me senté en mi lado de la mesa de la cocina empezó a sonar Suburbia, mi canción favorita de ese disco. Iván trajo la sartén y me sirvió una generosa ración. Yo tenía la copa en la mano derecha y con la izquierda movía el dedo siguiendo el estribillo: Leeeeeet’s take a ride, and run with the dogs tonight… Iván se unió a mi canturreo y terminamos la frase riéndonos a carcajadas. La verdura estaba muy rica —un pelín salada para mi gusto— y eso que se lo advertí. Nos rellenamos la copa varias veces y llegó ese momento en que te quedas mirando la botella vacía valorando si procede abrir la siguiente. La respuesta la escenificó Iván dando un salto a la nevera con el sacacorchos en la mano.

Terminamos con lo que quedaba del melón y ahí seguían las dos copas de vino vaciándose pausadamente. Cuando acabó el último tema del Please Iván se levantó como me había prometido y puso una música muy exótica. Era un grupo pop con un cantante masculino de voz afectada. Tenía toques orientales, como ese instrumento de cuerda de la India cuyo nombre nunca recuerdo y percusión con cascabeles y todo eso.

—¿Qué es esto tan chulo?

Iván entrecerró los ojos con aire misterioso y empezó a ampliar la sonrisa hasta tener una mueca realmente divertida. Entró en el modo cámara lenta, abriendo la boca muy despacio como si fuera a pronunciar el ganador de un Oscar. Masculló un nombre que a mí me sonó a chino. Le pedí que lo repitiera y la segunda vez me pareció más enrevesado aún. Desistí de quedarme con el nombre y dejé que la música siguiera fluyendo mientras dábamos sorbos cortos a lo que quedaba en las copas.

—¿Mañana madrugas o estás de tarde?

—Mañana me toca de tarde, pero por la mañana tengo que acercarme a Correos a recoger un certificado.

Me di cuenta de que le estaba dando demasiados detalles de mi agenda, entrando en su juego de recopilar datos para planificar el día.

—Vente conmigo, damos un paseíto y luego te tomas el aperitivo en el bar de la tortilla.

A pesar de haber estado varias veces, ninguno de los dos habíamos conseguido quedarnos con el nombre del bar que hay al lado de Correos. Se quedó con «el de la tortilla» porque la primera vez que estuvimos nos pusieron una con cebolla y poco cuajada que nos supo a gloria. Las veces posteriores descubrimos que no fue casualidad, era la especialidad de la casa y siempre estaba en el mismo punto.

—Venga, si me levanto con ganas te acompaño.

—¿Te apetece ver alguna serie?

—Me gusta mucho esa de los médicos del siglo diecinueve que me pusiste el otro día.

El entusiasmo de Iván con las series me pone muy fácil acertar: salvo las de mutantes y superhéroes las demás le suelen enganchar. Nos fuimos al sofá, Iván se descalzó y puso los pies encima de la mesita baja. Siendo como soy una fetichista de los pies ese gesto activó el primer ejército de hormiguitas recorriendo la base de mi cuello. Reparé en que llevaba puestos unos pantalones claros de loneta fina que le quedaban muy bien y una camiseta de algodón estampada de manga corta. Cogió el mando y en un suspiro ya estábamos en el tercer capítulo de la serie «de los médicos». La fotografía y la música eran especialmente atractivas. Terminó el capítulo y ninguno de los dos habíamos dado ni una sola cabezada. Iba a empezar el cuarto cuando Iván me miró de reojo para asegurarse de que seguía con los ojos abiertos. Le lancé una sonrisa que respondió girándose hacia mí y acariciándome el cuello con su mano izquierda, dejando que el pulgar rozara mi oreja. Me vino ese escalofrío que empieza donde termina el culo y sube hasta los omoplatos. Mi reacción fue un poco violenta acercando de un golpe su cabeza hacia mí con las dos manos cruzadas detrás de su cuello. Cerró los ojos y terminó de girar su cuerpo sobre mí como si lo hubieran dejado caer a plomo. Saqué mi pierna de debajo suyo y la apoyé en el suelo. Al momento noté cómo empezaba a respirar más rápido y profundo. Nuestras manos empezaron a buscar nerviosamente la piel del otro. A mí se me había arrugado la camiseta a la altura de la barbilla e Iván me sujetaba firmemente por los costados. Dejó caer todo su peso sobre mí y noté que estaba muy excitado. Levanté los brazos por detrás de la cabeza invitándole a que terminara de quitarme la camiseta. Así lo hizo y acto seguido posó las dos manos en el sofá y se quedó quieto. Seguí jadeando sin perderle la mirada y vi que estaba totalmente inmóvil. Me incorporé ligeramente y le pregunté si estaba bien. Tenía la mirada fija en dirección a la tele y lo noté repentinamente frío. En su frente parpadeó con suavidad el mensaje Battery low.

Cuando lo configuré por primera vez me dio la opción de recarga automática o manual. Siguiendo mi instinto primario pensé que al menos esa opción debía estar bajo mi control y en todo este tiempo solo se me había quedado sin batería otra vez. Fue en un desayuno y se quedó congelado mientras acercaba el cuchillo a la mantequilla. La recarga se hacía de forma inalámbrica acercando la batería a menos de un metro y esperando dos horas y media.

Ahí estaba yo escurriéndome del sofá entre sus brazos y pensando que dos horas y media eran la eternidad estando como estaba. Me quedé sentada en el reposabrazos considerando mis opciones. Saqué del armario de la entrada la batería y la dejé a su lado. Desapareció el mensaje de Battery low de su frente y una luz verde comenzó a parpadear a la altura de su ceja izquierda.

Yo estaba sin camiseta y el sujetador colgando de un hombro. Conservaba todavía el pantaloncito rosa y al mirarme a los pies las pantuflas de toalla blanca me parecieron las más tristes del planeta.

Me volví a sentar en el hueco que quedaba libre en el sofá. El resto estaba ocupado por un humanoide de última generación posado a cuatro patas con los pantalones desabrochados y una luz verde parpadeando en la frente. La escena era cómica, yo solo pensaba en qué cara pondría Iván cuando terminara la recarga y se viera de esa guisa. Cogí el mando y puse algo más fuerte que los médicos del siglo diecinueve para terminar lo que habíamos empezado.

© Copyright de Alberto Gutiérrez para NGC 3660, Mayo 2019