El baile de la reina

 

Por Joan Antoni Fernández

Llegaron por la mañana, con los primeros rayos del sol. Melisa se hallaba adormilada en su lecho cuando percibió el tenue zumbido. La mente de la niña tardó unos instantes en captar su significado, pero al fin abrió los ojos y se desperezó, estirando brazos y piernas para desentumecerse. Faltaban muy pocos días para que fuera su aniversario, y entonces seguro que habría una gran celebración en palacio. ¿Acaso le traían algún regalo? Pletórica de entusiasmo ante aquella idea, brincó fuera del lecho y correteó descalza por la estancia.

Pisándose los bordes del camisón, la chiquilla llegó a trompicones hasta el gran ventanal; a través de su cristalera entraba a raudales la luz del amanecer. Melisa trepó al antepecho de un salto y se acurrucó en una esquina, apoyando la frente en la superficie translúcida, haciendo visera con las manos para atisbar a través del cristal.

Fuera, los rayos de un sol rojizo iluminaban el patio de armas. Los soldados del grupo de patrulla se hallaban apelotonados junto al portón principal. Todos montaban corceles nervudos, los cuales piafaban y caracoleaban inquietos, a pesar del griterío apremiante de sus jinetes. Una tensión evidente se cernía sobre el pelotón, formado por una veintena de individuos. Sus cuerpos eran fornidos y estaban cubiertos con armaduras brillantes, adornadas de penachos multicolores, a la vez que portaban lanzas sónicas, con sus astas apoyadas en el estribo y las puntas dirigidas hacia lo alto.

Melisa se desentendió de tan exigua tropa y alzó la mirada para otear al otro lado de la muralla, hacia el exterior del castillo. Tras el enorme muro de roca, apenas visible a través de los huecos entre las almenas, podía distinguirse un gigantesco erial de suaves montículos donde predominaban las tonalidades ocres. Era como si todo el paisaje estuviera sembrado de ceniza. En la lejanía, igual que un grandioso ejército en formación, todo un muro de piedra infranqueable, se alzaban imponentes las Montañas Negras. Los filos de sus picos parecían incrustados en las entrañas de infinidad de nubes de color ceniciento, las cuales cubrían sus cimas por completo.

Y era desde aquellas oscuras simas, siniestras y lejanas, de donde provenía el inquietante zumbido que había despertado a la muchacha. Un sonido ominoso, el cual no dejaba de aumentar en intensidad a cada instante, precediendo a un cielo plomizo de negras tonalidades, una tormenta enorme que se iba extendiendo a gran velocidad por el firmamento, oscureciendo todo a su paso.

Melisa contempló excitada aquel lejano vendaval y jadeó con los ojos muy abiertos.

—¡Un Enjambre! —exclamó notando un nudo en el estómago—. ¡Qué grande es!

La puerta de la estancia se abrió a su espalda y un sonido metálico rasgó el silencio.

¡Ama Melisa! ¡Ama Melisa!

—¿Qué sucede, Tonto? —la aludida se giró con el ceño fruncido para mirar al domo-bot que había entrado—. ¿Es cierto que viene un Enjambre? ¿Me traen un regalo?

El mecanoide hizo varios ruidos indescifrables a la vez que se acercaba a ella, agitando los brazos y haciendo chasquear las pinzas que poseía en lugar de dedos. Desde la cabeza hasta el torso era de forma humanoide, pero carecía de piernas. Sus extremidades inferiores habían sido sustituidas por un sistema de tracción oruga, facilitando una mejor distribución en su peso y mayor seguridad en el avance.

Ama Melisa, el Rey reclama tu presencia en el Salón del Trono.

—¡Que yo asista al Salón del Trono! —La chica se sorprendió y bajó de un salto del ventanal—. ¡Pero si todavía no tengo la edad, me faltan días para cumplir los doce años! —Melisa se alborozó y palmeó entusiasmada, aunque luego frunció el ceño—. ¿Por qué me reclaman entonces, qué sucede? Dime lo que sepas, Tonto.

El domo-bot se detuvo y pareció danzar igual que una peonza de cintura para arriba. Sus engranajes chirriaron y las luces en sus ojos brillaron con mayor intensidad. Dentro de su sofisticado mecanismo varias órdenes contradictorias trataban de aflorar, tomando el control de su programa.

Se ha convocado de urgencia a todo el Consejo —dijo al fin—. El Enjambre ha enviado a un mensajero.

 

El Salón del Trono se hallaba repleto de un inmenso gentío, el bullicio de las voces y el entrechocar de las armaduras resultaba atronador. Melisa llegó corriendo tras dejar que Tonto la vistiera con una túnica blanca de ribetes dorados y recogiera su largo cabello en un moño. La chiquilla traspasó la puerta principal y avanzó cohibida por el pasillo central, sintiendo todas las miradas clavadas en su figura espigada.

Allí estaban el corpulento Lord Santin y su gorda esposa Eurivigis, así como sus cuatro hijos, todos ellos enormes, rechonchos y de largos mostachos. También vio al anciano Lord Baldemoro y a la arrugada Lady Margarita junto al hermano de ella, el esquelético Maese Pello, todos rodeados por toda una cohorte de damas ancianas y viejos guerreros. El joven Sir Atanasio se hallaba en medio de otra fila de damas y caballeros  ilustres, tironeándose de la perilla y mirándola con ojos acuosos.

Y el mofletudo Sir Medric con sus capitanes; también el enorme Lord Garras junto al melifluo Conde Nardo, y la imponente Maesa Juna, al mando de sus camaradas de armas, las legionarias sangrientas.

Y el Príncipe Aldo con su escolta de élite. Y mucha gente más.

Al fondo del Salón, tras recias columnas de mármol y paredes adornadas con escudos de armas, resaltaba en lo alto una tarima bien guarnecida. Allí era visible el Trono, un gran asiento de madera noble, labrada a mano y orlada con vivos colores. Y en su centro una figura de expresión adusta permanecía sentada, con los dedos clavados en los brazos de terciopelo rojo, dominándoles a todos.

El hombre sentado en el Trono era recio, tenía el pelo blanco y lucía en la cabeza una corona dorada con un enorme rubí en la frente. Su espalda permanecía recta y erguida, apenas apoyada contra el respaldo. Se trataba del Rey Minos Tercero, Monarca del Territorio de Zeylan. Su padre.

—Ven aquí, hija mía.

Melisa se acercó con la cabeza gacha y subió sumisa los peldaños cubiertos con una alfombra roja de seda, ribeteada con hilos de oro y plata. A un par de pasos del trono se detuvo y se inclinó con una leve genuflexión, bajando todavía más la cabeza.

—Padre… —musitó sin atreverse a alzar los ojos.

—Acércate a mi lado, hija. Éste será pronto tu sitio.

La niña se apresuró a obedecer y corrió hasta situarse a la izquierda del soberano. Se colocó de pie a su lado, mientras el hombre cogía de forma amorosa su brazo y lo sujetaba con ambas manos, haciéndolo reposar sobre el trono. Melisa observó fascinada la cabeza repleta de canas de su progenitor. Por vez primera ella fue consciente de la decrepitud que le acechaba, agazapada entre las arrugas de su rostro. Desde tan corta distancia, el monarca se notaba cansado, vencido por el paso del tiempo; apenas era un viejo león desdentado que sólo conservaba fiera la mirada.

—Bien —exclamó el rey, endureciendo sus facciones—, ahora veamos qué ha de decirnos ese mensajero del Enjambre. Hacedle pasar.

Un murmullo creciente flotó sobre el salón mientras el domo-bot Chambelán se deslizaba a toda velocidad hacia el gran arco de entrada. El soberano golpeó con energía sobre el antebrazo del trono, cortando de raíz los cuchicheos. Un silencio expectante se apoderó del lugar. Todos los congregados sin excepción giraron los ojos hacia la puerta principal, aguardando los acontecimientos.

Pasaron breves instantes hasta que reapareció en la entrada la figura del Chambelán robótico. Tras reproducir el sonido de una trompeta, dejó oír su potente voz.

—¡El Coronel Kurtz, Jefe Explorador del Gran Enjambre, solicita una Audiencia Real a Su Majestad, el Gran Minos Tercero de Zeylan!

—Audiencia concedida —dijo el rey en tono firme.

Un repentino sonido llegó de fuera del Salón, era un ronco zumbido preñado de notas sombrías y algo tristes. El oído musical de Melisa creyó detectar una tonalidad de fa sostenido menor y su ánimo se encogió al escucharlo.

Cinco enormes guerreros del Enjambre hicieron su aparición. Llevaban puestas sus armaduras negras, de petos bruñidos con destellos brillantes. En las testas lucían grandes cascos con bultos circulares a los extremos, a modo de ojos compuestos. Un par de antenas en lo alto y los barbotes en forma de mandíbulas les confería el aspecto de insectos gigantes. Unas protuberancias metálicas, adheridas a sus espaldas, generaban la energía necesaria para que cuatro enormes alas membranosas se movieran a grandes revoluciones, provocando aquel zumbido inquietante y haciéndoles flotar en el aire.

El siniestro quinteto voló con lentitud por encima de las cabezas de los presentes y se acercó hasta llegar frente al trono. A unos escasos dos metros del mismo, descendieron en formación hasta tocar de pies a tierra, dejando las alas caídas. Allí se mantuvieron erguidos y arrogantes, sin mostrar el menor signo de sumisión ante la figura del rey.

—¿Y bien? —el monarca obvió el evidente insulto a su autoridad, dedicándoles una mirada de desdén—. ¿Quién de vosotros, oculto tras una máscara, presume de ser el jefe del grupo?

Sus palabras hicieron mella, pues los cinco guerreros respingaron y se llevaron las manos a la cabeza, quitándose los cascos casi al unísono. Melisa, de pie junto a su padre, observó fascinada aquellos rostros de pelos hirsutos y expresión adusta. Se sorprendió al constatar que no eran deformes, incluso menos que ciertos miembros de la corte. Hasta había un par de ellos muy jóvenes y con cierto atractivo.

—Yo soy el coronel Kurtz —anunció el único de ellos que lucía sienes plateadas—. En nombre del Gran Enjambre, vengo a reclamar nuestro derecho.

—¡Vuestro derecho! —El rey alzó la voz, al mismo tiempo que un enorme murmullo resonaba entre todos los asistentes—. ¿Qué derecho es ése?

—Lo sabes de sobras, triste monarca —el coronel Kurtz sonrió de forma siniestra—. Tu reino de opereta tan sólo se mantiene porque nosotros así lo toleramos. El acuerdo entre nuestras civilizaciones se remonta a tiempos inmemoriales, al principio de la colonización planetaria. Cuando ambos grupos llegamos a este continente, huyendo de la Hecatombe, nuestros ancestros dejaron a los vuestros instalarse en este valle apartado. Pero semejante cesión tenía un precio. Desde entonces, vuestro pueblo debe atender a cualquier Enjambre que baje de las montañas. Es la Ley Sagrada de la Colmena.

—Es cierto —el monarca rechinó los dientes con rabia, reprimiendo su ira ante la altanería del otro—, estamos dispuestos a cumplir la Ley como siempre hemos hecho. Os proporcionaremos sustento y cobijo, no debéis preocuparos por ello.

—¡Guárdate para ti tu sustento y tu cobijo, necio pedante! Nada de eso nos hace falta, somos el Gran Enjambre y no precisamos de tus migajas.

—Entonces, si no queréis alimento y hospedaje… —el rey se tensó y Melisa temió que fuera a saltar contra el otro—, en nombre del Cielo, ¿qué queréis de nosotros?

El jefe del Enjambre soltó una risotada que fue coreada por sus acompañantes.

—Lo sabes muy bien, viejo estúpido, ya te lo imaginas. Hemos venido a por aquello que se nos debe, así está acordado en los Pactos Sagrados. Queremos una Reina para formar una nueva colonia.

—Lo imaginaba —Minos pareció perder toda su energía y envejecer de golpe—, pero nosotros no hemos olvidado los Pactos Sagrados. Ya lo habíamos previsto, por supuesto. ¡Chambelán, haz pasar a las candidatas!

El domo-bot salió de nuevo del salón, esta vez por un lateral. A los pocos instantes regresaba, seguido por siete niñas muy jóvenes, casi unas crías, de edad similar a la de Melisa. Todas iban vestidas con túnicas de lino blanco y miraban hacia delante con ojos asustados. El mecanoide las condujo hasta el centro del salón y las dispuso en fila ante los ojos de Kurtz y sus hombres.

—Aquí las tienes —anunció el rey, señalándolas—, como exige la Ley Sagrada. Ellas son las mejores hembras nacidas en mi pueblo, las más jóvenes y bellas, todas púberes. Acaban de sangrar y ya son fértiles. Elige a una para que sea vuestra Reina.

El coronel gruñó algo por lo bajo y lanzó una orden seca en un idioma extraño. Uno de sus hombres se apresuró a acercarse, portando una caja metálica que había sacado de un compartimento de su protuberancia trasera. Kurtz cogió el envase con sumo cuidado y se inclinó de forma reverente antes de abrir la tapa.

Algo minúsculo salió volando desde su interior, produciendo un suave zumbido. Melisa forzó los ojos y quedó atónita, como el resto de los presentes. ¡Era una abeja! Un insecto que en teoría había desaparecido de la faz de la tierra hacía miles de años…

—¿Qué significa esto? —el rey frunció el ceño, pero Kurtz alzó una mano imperiosa.

La abeja alzó el vuelo y luego pareció planear en círculo, acercándose al grupo de las niñas. Todas ellas permanecían inmóviles y miraban al frente asustadas, sin atreverse siquiera a pestañear. El insecto revoloteó durante unos segundos, zumbando a su alrededor, y al final se alejó de ellas.

Kurtz tensó el rostro y siguió con la mirada el vuelo errático del insecto. Éste seguía describiendo círculos cada vez mayores, como si buscara algo determinado. De repente, cambió de dirección y voló en línea recta hacia el trono. Entonces desaceleró su avance y planeó de forma delicada hasta detenerse justo sobre el hombro de Melisa.

—¿Qué… qué sucede? —exclamó la muchacha con voz entrecortada, mirando a la abeja por el rabillo del ojo y sin atreverse a espantarla.

—¡Apis ha bailado! —rugió Kurtz y sus hombres gritaron jubilosos—. ¡Ya tenemos una Reina! ¡Ella será la Fundadora de la nueva Colonia!

En aquel momento la abeja clavó su aguijón en el cuello de Melisa y ésta gritó de dolor. Un repentino sopor se apoderó de ella y cayó al suelo, desmayada.

 

Melisa despertó sintiendo un gran dolor de cabeza. Se incorporó a medias y se masajeó el cuello, donde la abeja le había picado. Una inflamación enorme, del tamaño de un garbanzo, lanzó latigazos bajo su piel cuando pasó los dedos por la zona afectada.

La chiquilla abrió mucho los ojos y miró aterrada a su alrededor. La visión de un entorno familiar la tranquilizó en parte. Se encontraba acostada en su propio lecho y el día parecía declinar, a juzgar por los rayos del sol. Su domo-bot permanecía apagado a los pies de la cama y un extraño silencio flotaba en el ambiente.

—¡Tonto!

Activado por el sonido de su voz, el mecanoide se puso en movimiento y se deslizó alrededor del lecho para llegar junto a ella.

¡Ama Melisa!—el tono sonó afectuoso.

—¿Qué ha pasado, Tonto? ¿Qué sucedió cuando me desmayé?

Fue terrible, ama Melisa… El coronel Kurtz quiso llevarte con ellos, dijo que tú habías sido elegida para ser la nueva Reina de la Colmena. Pero el Rey, tu padre, se opuso y gritó como un poseso. Aseguró que les entregaba a las otras niñas, a las siete juntas. Pero Kurtz se negó al trueque y el rey se sulfuró más todavía. Dijo a voz en grito que tú eras la Princesa de Zeylan, la heredera al trono. Que antes, y cito sus palabras textuales, «exterminaría a todos los malditos enjambres que hay en este condenado planeta que dejarles tocar un solo mechón de tu cabello»… Y entonces estalló la lucha.

—¿La lucha? ¿Acaso pelearon en el Salón del Trono?

Sí que pelearon, ama Melisa. El coronel Kurtz saltó hacia ti para cogerte del suelo y tu padre se levantó de un salto, interponiéndose en su camino y precipitándose contra él. Los otros guerreros corrieron a defender a su jefe, mientras todos los nobles señores y las legionarias de Maesa Juna se abalanzaban contra ellos. Salieron a relucir las espadas, pero los guerreros del Enjambre hicieron servir sus alas y remontaron el vuelo. Uno de ellos no lo logró y cayó abatido por los golpes de los nuestros. Otro más fue derribado por una lanza que alguien acertó a golpear en su cabeza. Pero Kurtz y otros dos lograron escapar, rompiendo a patadas un ventanal y volando hacia el exterior.

—¿Y mi padre? —Melisa cogió al domo-bot por uno de sus brazos metálicos, dominada por la ansiedad—. ¿Está bien mi padre?

El rey está bien. El Príncipe y las legionarias le protegieron, apartando a Kurtz y formando un círculo de espadas alrededor vuestro. El Conde Nardo está herido, creo que alguien de los nuestros le lanzó un tajo en el costado por error. También quedaron fuera de combate Maese Pello y un par de sus hombres, así como Sir Atanasio, que se golpeó nadie sabe cómo contra una columna, perdiendo el sentido.

—¡Dios mío! —Melisa mostró su horror ante semejantes noticias.

Pero no es eso todo, ama Melisa —los ojos de Tonto parpadearon, bajando su intensidad—. Tu padre, el rey, ha reunido un gran ejército, alistando incluso al último de los campesinos. Hace pocas horas que han salido del castillo bien pertrechados, llevando con ellos un cañón de pulsaciones, varias catapultas y redes para capturar al enemigo. Intentan realizar un movimiento relámpago, atacando por sorpresa al Enjambre en terreno descubierto. Sus estrategas dicen que es mejor luchar lejos de aquí, pues de lo contrario ellos tendrían ventaja y caerían sobre la población indefensa, atacando tanto a soldados como a mujeres y niños. Estamos en guerra contra el Enjambre y todo puede suceder…

En aquel instante, un enorme griterío estalló en el exterior y Melisa se levantó del lecho para correr hacia el ventanal. Casi sin fuerzas, se aupó al alfeizar y pegó su rostro al cristal, mirando hacia fuera.

A lo lejos, entre las colinas circundantes al castillo, se alzaban grandes columnas de humo. El inmenso erial que antes eran campos de cultivo se hallaba cubierto por una pústula purulenta, como si en aquella enorme extensión de tierra se hubiera posado una gigantesca legión de langostas. La chiquilla se estremeció de asco y apartó la vista, mirando hacia la cercana muralla de la fortificación.

El portalón de entrada se hallaba abierto de par en par y grupos desperdigados de jinetes y hombres a pie entraban con lentitud por la abertura. Todos se veían cansados y abatidos, muchos de ellos incluso heridos. Algunos, transportaban cuerpos inermes de compañeros de armas que Melisa comprendió debían estar muertos. Sin duda se había producido una masacre enorme en la contienda.

—¡Mi padre! ¿Dónde está mi padre?

La chiquilla se sintió presa de un miedo atroz y saltó al suelo, presta a abandonar la habitación en busca de su progenitor.

Pero no fue necesario. En aquel mismo instante, la puerta de la estancia se abrió con brusquedad y bajo el dintel, recortada al trasluz, apareció la figura del rey.

—¡Melisa!

El hombre avanzó varios pasos de forma renqueante, deteniéndose ante el lecho. Entonces se sentó en el borde, con los hombros hundidos, y lanzó un quejido profundo. La niña corrió y se colocó a su lado, cogiéndole ambas manos. Asustada, descubrió que el rostro del rey estaba cubierto de sangre y que de su pecho parecía crecer a gran velocidad una flor roja, empapando su cota de mallas.

—Hija… —el monarca habló con voz débil, interrumpiendo los sollozos de ella—, no tenemos mucho tiempo. Escúchame bien, es muy importante. Nos han traicionado… Lord Santin y su familia, malditos sean todos ellos, han pactado a mis espaldas con el Enjambre. Los muy cobardes nos abandonaron en mitad de la batalla y destruyeron el cañón, dejándonos a merced del enemigo… Santin, ese maldito canalla, ha matado a Maesa Juna a traición y pretende ahora usurpar mi corona. El Enjambre se la ha prometido, le ha regalado todo mi reino a cambio… a cambio… ¡mi niña! ¡A cambio de entregarte a ti a ellos!

—¡Padre! —Melisa se asustó más todavía y rompió en un nuevo llanto.

—¡No hay tiempo, no hay tiempo! —Minos pasó una de sus manos por el rostro de su hija, enjugándole las lágrimas—. Debes huir inmediatamente de aquí, no permitas que te atrapen y te conviertan en una vulgar meretriz. ¡Escapa con Tonto hacia las montañas del Este! Allí no llega la Colmena y estarás a salvo.

—Pero… ¿y tú? —la joven le miró horrorizada.

—Yo no puedo más —su padre jadeó y escupió un borbotón de sangre—. Me estoy muriendo, hija mía, sólo me quedan minutos de vida. Pero al menos moriré feliz si sé que tú estás a salvo. ¡Corre, vete, no te entretengas más! ¡Tonto, ve con ella y protégela!

Un ruido ensordecedor llegó hasta ellos. Era como si el cielo se desplomara sobre sus cabezas. El Enjambre estaba llegando.

—¡Vete, vete ya, por el amor de Dios!

Sin una palabra más, Minos Tercero, Monarca de Zeylan, exhaló un postrer suspiro y cayó rodando al suelo. Había muerto.

—¡No! —la muchacha se abalanzó sobre el cuerpo del hombre y alzó su cabeza, acariciándole el rostro e  intentando reanimarle—. ¡Padre, no me dejes! ¡Ven conmigo!

Tonto rodó hasta colocarse a su lado y extendió una pinza, sujetando su hombro con extrema delicadeza.

Ama Melisa, vámonos. Ya nada puedes hacer por él, sólo salvarte tú.

En el patio, el tumulto cada vez era mayor. El zumbido resultaba atronador, como si hubiera estallado una violenta tormenta sobre ellos. Incluso el cielo se había ennegrecido, preñado de una oscuridad ominosa. Una infinidad de movimientos fugaces danzó a través del ventanal, produciendo fantasmales sombras en la estancia. Melisa, asustada de nuevo, se alzó del suelo. Tras una última mirada al cuerpo caído de su padre, echó a correr hacia la puerta seguida del domo-bot.

Una sensación de apremio se había apoderado de ella. Debía huir de allí, escapar de semejante abominación.

La joven rechinó los dientes con rabia y apretó los puños en dirección al ventanal.

¿Querían una Reina? Maldita sea si no iban a tener una. Lo juraba por la memoria de su padre recién muerto.

Se convertiría en la Reina de la Destrucción.

 

Fue una noche horrible, aunque Melisa apenas se percató de nada a su alrededor. Todavía medio atontada y dolorida por la picadura de la abeja, la chiquilla sólo pudo seguir como una sonámbula al domo-bot en su huida del castillo.

Por fortuna para ellos, Tonto sabía por dónde pasar sin ser detectados. La misma confusión provocada por la derrota de su ejército les ayudó bastante. En medio de los gritos y las carreras del populacho, lograron salir de la muralla sin llamar la atención, ocultos entre la marea del resto de refugiados. No se atrevían confiar en nadie; si el propio rey había sido traicionado, cualquiera podía delatarles ante el enemigo.

Un par de horas más tarde, abandonaron el camino de tierra que conducía hacia los terrenos de siembra. Se fueron apartando de los grupos de campesinos que huían con lo puesto, en dirección a los campos de cultivo. La mayoría de ellos pensaba que estarían a salvo lejos del castillo. El Enjambre no parecía estar interesado en sus plantaciones.

Poco a poco, ambos se fueron internando por un terreno pedregoso, apenas iluminado por la luz de las estrellas. Melisa iba dando tumbos y tropezando con todo, hasta que al final Tonto se la subió a horcajadas sobre su espalda, sujetándola con una de sus pinzas para que no cayera. Así siguieron avanzando, bajo el traqueteo que producía la tracción oruga del mecanoide.

Al cabo de un rato, y a pesar de lo incómodo de su posición, el propio cansancio hizo que la niña se quedara dormida a lomos del robot. No supo cuánto tiempo estuvo en semejante duermevela, pero cuando volvió a abrir los ojos ya amanecía. Los primeros rayos del sol lamieron su rostro, haciendo que se girara hacia el otro costado.

—¿Dónde estamos? —preguntó sorprendida, ahogando un bostezo.

Vamos hacia el Este —notificó Tonto sin detener su avance—. Hemos salido de los caminos habituales, por aquí no acostumbra a venir nadie. Tu padre tenía vedado el acceso a esta zona, es un desierto de polvo y nada más. No hay agua, la tierra es baldía y no produce cosecha. Es un sector contaminado, no sirve para albergar la vida.

—¿Entonces por qué vamos nosotros? —se asustó la chiquilla—. Te recuerdo que yo sí preciso de agua y alimento. No soy un mecanoide como tú, capaz de aguantar semanas enteras sin recargar baterías.

Tampoco aguanto tanto, ama Melisa. Mis baterías apenas durarán siete horas y media más. Luego precisaré recargarme o me apagaré. Pero no te preocupes por ello, ya estamos llegando a nuestro destino.

—¿Qué destino es ése? ¡Aquí no hay nada!

Sí, ama Melisa, hay oculto algo muy valioso. Tu padre, el rey, lo sabía y me confió la información. Vamos a una de las naves en las que tu gente llegó a este planeta. Allí encontrarás alimento, podré curarte y, de paso, recargar mis baterías.

—¡No me lo creo, no existen esas naves! Sólo son cuentos de viejas que se explican a los niños pequeños. Hace miles de años que desapareció la última de ellas, dejándonos abandonados en este mundo.

Sólo tienes que mirar delante de ti, ama Melisa.

La niña abrió la boca mientras sus ojos se clavaban en una extraña configuración que se alzaba frente a ellos, todavía en la distancia. Nunca antes había contemplado algo semejante. Parecía el esqueleto de un enorme y desconocido animal prehistórico. Era una gigantesca construcción tubular partida por la mitad, con grandes trozos metálicos a modo de costillar, abiertos hacia el cielo y tendidos al sol.

En esa nave llegaron tus descendientes —informó el robot—. Ellos provenían de un sistema solar distinto, pero cayeron atrapados por el fuerte campo magnético que rodea el planeta. Como antes le ocurriera a la gente de la Colmena, también quedaron prisioneros, con sus aparatos electromagnéticos destrozados y los motores inutilizados. Entonces, incapaces de atravesar el campo que les retenía, tuvieron que aprender a sobrevivir en un entorno hostil, a formar una civilización partiendo casi de cero.

—Y tuvieron que pactar con los degenerados seres de la Colmena —dijo Melisa con rabia intensa—, aceptar sus costumbres salvajes, someterse a sus malditos Enjambres. Entregarles a sus propias hijas para que hicieran con ellas monstruosidades. ¡Qué asco!

Un repentino dolor en el abdomen la contuvo. Melisa se tambaleó, sintiendo náuseas, y cayó a tierra mientras vomitaba. Unas fuertes punzadas parecían desgarrar su bajo vientre. Asustada, se llevó la mano al regazo y notó que estaba sangrando por la vagina. ¿Qué le estaba sucediendo?

Tonto se inclinó hacia ella y la sujetó de nuevo.

Tranquila, ama Melisa. No pasa nada, ha comenzado el ciclo.

—¿El… ciclo? —la chiquilla notó que se le nublaba la mente.

Has empezado a menstruar. Te estás convirtiendo en Reina.

 

Algunas semanas más tarde, los exploradores del Enjambre dieron al fin con su pista. Para entonces, muchas cosas habían cambiado. Aquel primer día, Tonto pudo llevar a Melisa hasta la nave. Allí logró aislarla en una cabina de éxtasis aún operativa, provocando en ella un estado de diapausa parcial. Durante los días siguientes su cuerpo fue adaptándose de forma paulatina, aceptando la evolución que la picadura de la abeja había provocado en ella, desarrollando su metabolismo.

La respuesta hormonal al estímulo de la droga acelerante, inyectada en su cuerpo por el insecto, fue en extremo intensa. La joven alcanzó de forma acelerada un periodo fértil de hiperestimulación ovárica. No fue de extrañar que Melisa, en apenas una semana, expulsara varias  decenas de ovocitos, todos ellos desarrollados de forma exponencial, y a partir de un gran número de folículos activados.

En pocas semanas, Melisa expulsó por el útero más de un centenar de óvulos que el robot doméstico fue guardando de forma cuidadosa mediante criogénesis.

Y el proceso continuó inexorable.

Fue por ello que los exploradores del Enjambre lograron localizarla, gracias a las feromonas que su nuevo organismo de Reina secretaba. Semejante rastro, para un buen explorador, era perceptible a kilómetros de distancia. Intensamente perceptible.

Pero los primeros exploradores en llegar no esperaban encontrar a alguien como ella. Tan perturbadora, tan diferente.

Durante muchos siglos la Colmena había subsistido creando una civilización propia, resistente. Sus antepasados, al igual que otros más tarde, llegaron al planeta tripulando una nave. Fueron los primeros en quedar atrapados por culpa de los campos magnéticos. Y como los demás, también ellos se enfrentaron al dilema de la subsistencia, al problema de la procreación. Pero, a diferencia de tripulaciones posteriores, en su caso sólo contaban con una única hembra.

Por suerte, entre el equipo científico, también llevaban para su estudio una colonia de abejas. Los tripulantes no tardaron en comprender que la única solución para sobrevivir y multiplicarse en aquel entorno, era imitar la sociedad de aquellos insectos. Convertirse en una Colmena.

La hembra superviviente sería su Reina, el factor de cohesión social: donaría hasta el último de sus óvulos para que fuera fecundado, creando obreros fuertes y sanos. De esa forma, a lo largo de los años, aquel modelo se convirtió en una tradición. Todos nacían iguales ante la ley, nadie era más ni mejor que otro. Y todos tenían asignada su propia tarea. De tanto en tanto, cuando era necesario, nacía una nueva Reina. Sus feromonas impedían que otra intrusa compitiera con ella, evitando luchas intestinas entre facciones rivales. Ella era la monarca absoluta, bajo su mando nada perturbaba el funcionamiento de la colonia. Así, el ciclo comenzaba idéntico, una y otra vez.

Siglo tras siglo, las Colonias fueron aumentando de tamaño, creciendo y ocupando nuevos espacios. Cuando la población de una de ellas llegaba a un límite crítico, se producía un Enjambre. Los más aventureros volaban, buscando un nuevo territorio, tratando de encontrar otra Reina para mayor gloria de la nueva Colonia.

Y allí estaban ellos, siguiendo el rastro intenso de la que sin duda sería la Reina más grande de toda la historia. Capaz de crear una Colonia inmensa, grandiosa, tal vez la mayor que hubiera existido jamás.

—¿Me buscabais?

Alzaron sus cabezas y miraron hacia arriba, quedando extasiados.

En lo alto de todo, sobre el lomo lacerado de la nave, Melisa alzó los brazos. Sus fieros ojos lanzaban destellos con gran intensidad. Estaba hermosa, con su melena castaña flotando al viento, mientras su cuerpo desnudo se mostraba voluptuoso y esbelto. Era una auténtica Reina.

—Uno de vosotros me fecundará —su voz sonó suave como la miel—, pero sólo el mejor. Debéis combatir por semejante honor, yo recompensaré al ganador.

El grupo de exploradores se dispersó mientras los hombres lanzaban miradas furtivas entre sí. Se mostraban confundidos y ninguno de ellos parecía atreverse a dar el primer paso. Entonces Melisa lanzó una suave risotada y movió su mano con gracilidad, como si esparciera algo en el aire. Al instante todos se pusieron rígidos y gritaron como posesos, atacándose entre ellos con gran violencia.

Melisa sonrió encantada. Su venganza había empezado.

Alegre, comenzó a bailar.

© Copyright de Joan Antoni Fernández para NGC 3660, Enero 2018