Los átomos, querida

 

Por Israel Alonso

Este soy yo y esta es mi playa. O esta es la playa y yo soy su yo. Porque viendo el mar, la mar, observando el avance y el retroceso, abrumado por la bruma en esta mañana en la que no hace exactamente frío pero que tampoco hace exactamente calor, escuchando las olas con su continuo romper, desarmarse, reagruparse de nuevo y vuelta a empezar, me pregunto muchas cosas, y otras tantas que la playa me pregunta a mí. O a sí misma, puesto que ya he dicho que aquí somos los dos la misma cosa, playa y hombre, mar y pensamiento.

Y el primero en el que desemboco es en aquello que leí una vez de la sopa primordial, del enorme puchero en el que se mezclaron tantísimos tantos ingredientes separados que, aunados, formaron el todo. O el Todo, con mayúscula, porque es un Todo total y parcial; una suma de las partes y una parte indivisible formada de otras tantas indivisibles partes. No sé si me explico pero, total, si solo me oigo yo. Y a mi yo solo lo oye la playa, que ya he dicho que somos la misma cosa, etcétera.

Con todo, profundizaré en el asunto no vaya a ser que aquella gaviota, la que me mira raro, quiera sumarse a mis diatribas y no se esté enterando la pobre de nada de nada. Pobre gaviota que quizá no sabe que ella también es yo y que ella también es el mar. La mar.

El asunto está en que para hacer una tortilla de patatas hacen falta huevos y patatas, una poquita de sal y aceite, y una sartén, claro. Esos son los ingredientes. Pero habrá quien le eche una mijita de levadura para que la cosa esponje, para que crezca con brío sin necesidad de darse mucha maña. Habrá quien le eche cebolla, oh, Dios, habrá quien le eche cebolla y la estropee. No soy yo muy de cebolla en la tortilla pero habrá quien, no me cabe duda. O pimientos, o chorizo, o vaya usted a saber qué porquerías le irán a echar por eso que dicen de que para gustos los colores. El caso es que yo con huevos, patatas, sal y aceite hago una tortilla de patatas. Y otro con otros ingredientes también. Vale que los esenciales (huevo y patatas) estén siempre presentes, pero que también vendrá algún listo, que listos hay a punta pala, a decir que bueno, que nosequé, que lo que ha hecho el otro es una tortilla de patatas con chorizo, como si hubiera que catalogarla en una zona distinta, en una categoría distante a la que le reservamos a la tortilla de patatas, digamos, convencional. Pero que es una tortilla y que es de patatas lo saben hasta los chinos, que no son muy de estas cosas, dicho sea de paso.

Reparo ahora en que me han brotado algas de entre los dedos de los pies, o se han enredado o qué sé yo, pero que ahí están, mecidas por la leve brisa que ni termina de traer frío ni termina de traer calor; el calor, la calor. Ahí están, verdes y rojas, tal vez creciendo y buscando formas ignotas, las que tuvieron un día, antes de la llegada del hombre (y la mujer). No me importan, ¿cómo habrían de importarme? Ni me importan ni me importunan y espero que todo sea recíproco. Unidad. ¿De qué estaba yo hablando? De la sopa primordial, ¿no? Y de la tortilla de patatas, claro.

Somos tortilla de patatas hecha con los ingredientes de la sopa primordial, como quien dice croquetas hechas con la carne del puchero, fíjense qué símil, que hasta me está entrando hambre y como se descantille ese cangrejo que de vez en cuando se deja ver igual le hinco el diente. Somos croquetas, todos somos croquetas, el mundo es una croqueta, las autopistas y los árboles y los pájaros y las luces de navidad son croquetas. Su vecino del sexto es una croqueta de la sopa primordial. Lo que es el mío, mi vecino del sexto, digo, también era una croqueta. Y cara de croqueta tenía, todo hay que decirlo.

Mira tú qué cosas las algas jugando, que hasta me están haciendo cosquillas.

Estamos hechos todos de los mismos ingredientes, es lo que quería decir. Y a pesar de que sea una lista grandiosa, por lo enorme, por lo fabulosa, en realidad es una lista finita. Así que por mucho que a unos nos hayan echado jamón, o por mucho que a otros nos hayan echado, puagh, cebolla, en realidad todos somos croquetas. O tortilla de patatas. O lo que sea, pero que todos somos lo mismo. La misma cosa. Con distintas formas y colores, lo que sea, pero una cosa no quita la otra. Y esto, dicho de humanos pues mira, quizá sea en cierto modo comprensible. Dos orejas, dos ojos, una boca y un perineo… el que más y el que menos podemos pasar por humano, por mucho que uno sea de Cuenca y otro, yo qué sé, de Senegal. Pero ahora ponte a pensar en el Todo. No solo en el ser humano, con sus humanos y sus humanas, sino en todo lo demás. Y di tú que todo lo demás también es una croqueta. Que ese cangrejo de ahí, casi te pillo, mamoncete, en realidad es una croqueta. Que las farolas son croquetas.

La marea, con su costumbre de subir y bajar, acaba de sepultarme los pies (con sus dedos y sus algas, todas extensiones suyas) y al volver a abandonarme, al volver a dejar a la luz mis dos pies de ser humano croqueta primordial, puedo ver que en los tobillos se me están formando unas rocosidades. Así vistas de sorpresa, de sopetón, habría quien dijera que pudieran ser eccemas, psoriasis o alguna cosa similar. Pero yo sé bien qué es lo que son y no me extraña en absoluto. Me está naciendo coral en los tobillos y es interesantísimo ver cómo hasta un cangrejito ermitaño, de esos verdes con la concha que parece un cucurucho, pequeñito, se ha quedado ahí también, como buscando el cobijo de un tobillo que quisiera ser coral y que casi lo consigue. Pero yo estaba hablando de otra cosa. Ah, sí, del Todo.

Todos estamos hechos de los mismos ingredientes y eso es difícil de entender a priori, pero es cierto como que me llamo de alguna manera que apenas recuerdo, algo con un par de aes, quizá. Y que, además de estar hechos de lo mismo, somos todos la misma cosa es aún más complicado de entender.

Yo una vez se lo intenté explicar a aquella mujer que me amaba a ratos y me quería por fascículos, una de la que tampoco recuerdo el nombre pero que estoy casi seguro de que empezaba por uve doble. Puede que la lluvia de anoche me acabase por erosionar esa parte del cerebro, porque ahora mismo no sé yo siquiera si hay nombres de mujer con uve doble por esta parte del planeta. Quizá empezaba por equis. Como sea. Llámenla equis. Pues yo se lo intenté explicar a equis una mañana en la terraza de un bar en alguna parte del mundo donde ponían manteca colorá en el desayuno. Le dije mira tú que en realidad no nos estamos tocando. Y ella, que había sido cristiana apostólica romana desde pequeñita, aunque perdió la fe cuando lo del aborto y abrazó la intolerancia a la lactosa durante un par de años, no tenía la cabeza preparada para tamaña revelación. Menos si cabe porque estábamos piel con piel, sexo con sexo, después de haber estado hasta las tantas dale que te pego en la cama de aquél hotel de no sé dónde. Ah, mira, no fue en la terraza de la manteca colorá, sino en la cama del hotel, ese que tenía la calefacción estropeada. Así que, piel con piel, incluso yo diría que todavía dentro, le suelto aquello y ella me mira con los dos ojos, uno un tanto estrábico quizá por la contundencia de algún orgasmo especialmente intenso, y me pone una mueca como de no saber si reír o darme una hostia. Y yo, que lo de las sutiles indirectas lo olvidé en primero de carrera, sigo con lo mío y le digo que bueno, mujer, tú quizá no lo sepas. Pero no nos estamos tocando. Entre nuestros cuerpos siempre estarán los átomos, querida. Y los átomos tienen por fuera electrones. Y los electrones, ahí iba yo lanzado, sin red de seguridad ni nada, sin ver los rayos mortales que pendían sobre mi cuerpo desnudo, los electrones se repelen. Ergo…, ergo y todo, yo es que era mucho de ergos, no nos tocamos. Nuestros átomos se repelen, así que lo que notamos al tocarnos es la presión de repulsión. Equis me miraba, eso lo recuerdo como si fuera ayer (quizá fuera ayer, el tiempo ahora es tan extraño aquí en la playa…) y no decía nada. Hasta que se arrancó y me dijo tú sí que me repeles, Juan de Dios.

Juan de Dios, puede que ese sea mi nombre. O lo fuera antes de sentarme en esta orilla a contemplar la vida hecha mar, a perseguir la revelación última; a descubrir el Todo por el Todo y ver si de verdad existimos. Así de aventurero me senté aquí y aquí sigo, observando al oleaje volver a sepultarme los pies bajo la espuma de una ola. Sus pies. Los pies de la playa. Mi playa. Mis pies.

En este último envite del mar, la mar, mis piernas se han llenado de conchitas y piedrecitas de colores, fíjate qué monada, de arenisca, de rocas que una vez fueron rocas y hoy tan solo son arena. Y algas. Más algas, verdes, rojas, algunas tan oscuras que parecen negras, derramándose por mis muslos y confundiéndose con mi vello púbico, que ya casi no se ve.

Equis me dejó un día, o una noche, ni lo sé ni me importa, y yo no tuve que seguir tratando de explicarle, tratando de convencerla de que, por ejemplo, ni siquiera el sonido existe, al menos hasta que traduces esa vibración dentro de tu cabeza y pasa de ser, eso, vibración, para convertirse en blues o en bachata o en reggaetón. La perdí o me perdió, no supimos dónde nos pusimos y seguimos adelante, croquetas perdidas, buscando yo otras orejas a las que mandar mis vibraciones sobre el Todo y ella tal vez otros dedos que le subieran o le bajaran cremalleras (el concepto de arriba y abajo también es relativo, pero explícaselo tú a Maricruz (¡Maricruz se llamaba!)).

Quisiera mirar atrás para ver mi mano, mis manos, mis dedos, que están apoyados a mi espalda en la arena mojada, pero el ejercicio se me antoja imposible. Innecesario. No tengo ganas ni fuerzas de mirar atrás, tan honda se me ha clavado la vista en el horizonte, en las olas y en las caracolas, en las ostras y en los camarones que la marea, siempre subiendo, me ha dejado en el regazo, saltarines y jubilosos. Pero en una de las manos debería haber un anillo, dieciocho quilates de oro blanco, Amor Eterno, Vida Eterna y una fecha que ya tampoco me viene a la memoria, a la cabeza, nido de gaviotas. Así que me casé con mi media croqueta.

No se llamaba Maricruz ni tenía los ojos negros, sino que se llamaba Maribel (algo tengo yo que tener con los nombres, un imán), de esta me acuerdo bien a pesar de que mejor quisiera recordarla menos.

Fuimos felices y que yo sepa nunca probamos las perdices, no lo tengo claro porque cocinaba ella y era muy de meterme por cojones cosas en el plato para que las probara, disfrazadas de otras cosas. Era cáncer, tuvo cáncer y se murió de cáncer. No somos nadie, dijo alguien en el funeral. Yo le respondí que cuánta razón tienes y se fue conforme, sin haberme entendido de verdad.

En los últimos días de lo que fue un proceso fulminante, yo pensé mucho en muchas cosas, busqué a Dios y todo, por qué no; si existía a lo mejor era un buen momento de dejar de jugar al escondite y hacer algo con Maribel, digo yo, pero no, no lo encontré, o no estaba, claro que no estaba. El caso es que pensé, es algo que siempre se me ha dado bien, eso de pensar, en un montón de cosas. Sedada, porque el dolor era cosa mala, sedada porque había degenerado demasiado, pensaba yo en lo que me había dicho el buen doctor de que mi Maribel había perdido los sentidos. Sin metáforas ni paños calientes, lo que decía pretendía ser (seguro que lo era) estrictamente cierto. Se le habían apagado las partes del cerebro que traducían los estímulos en sentidos. No oía, ni veía, ni degustaba, ni sentía, ni olía y eso para aquel yo, aquel que aún no estaba en la playa, era una verdadera mierda. ¿Dónde está?, le dije aterrado al doctor, y él me miró como si estuviera loco y señaló con la cabeza la cama de la habitación de la que no llegó a salir (o sí, quién sabe, pero esa es otra historia). Sí, ya, pero dónde, increpé, y el tipo se fue, sin barrenarse la sien con el dedo porque era de pago. Y es que mi pregunta era…

Esta ola me ha llegado al ombligo y ahora sí que sí que hace un poco de calor, por fin se ha decidido el clima, por fin se ha decantado, y me ha venido francamente bien. Pero cuando se ha ido, cuando se ha ido la ola, he sentido que tiraba de mí hacia dentro, que se llevaba partes de mis partes, que me erosionaba. Y es una sensación estupenda eso de meterme dentro del mar, la mar.

A equis, Maricruz, le dije una vez que lo de entrar en el agua, se lo dije en la Costa Brava y no sé qué demonios pintábamos allí aparte de monas, que lo de entrar en el agua, le dije, era curioso. Nosotros nos creemos, porque la mayoría nos consideramos el centro del Todo, que estamos aquí rodeados de vacío. Que si estamos solos en una habitación sin muebles estamos en una habitación vacía, pero nos olvidamos del aire, de las moléculas, de los átomos, querida, con sus electrones, apretujándose sin dejar ni un solo espacio. El vacío no existe, Maricruz. Si inflas un globo dices que está lleno, pero si sacas los muebles de una habitación dices que se queda vacía, y mira que están los dos llenos de aire. Ella me tuvo que poner cara de gaviota, o es que la gaviota esa, que se acerca cada vez más ladeando la cabeza, curiosa, me recuerda de algún modo a Maricruz, pero yo seguí insistiendo en lo de los puntos de vista y le dije que fíjate tú lo descreídos que estamos, que nos pensamos que estamos aquí, sentados en la toalla, pensamos que estamos fuera. Y cuando nos vamos a dar el baño decimos que vamos a meternos… a meternos en el mar. ¿Te das cuenta? Y no se daba cuenta, no, y se le notaba el enfado creciendo en algún lugar indeterminado entre el entrecejo y el tic de la pierna, pero yo seguí porque estaba embalado, que soy yo mucho de embalarme. O era mucho de embalarme, quién sabe ya. Así que seguí y le dije a Maricruz, Maricruz, imagínate una mojarrita, ahí nadando como quien no quiere la cosa, que le dice a su mojarrito de repente que va a dejar el mar un rato y ver qué se cuece en la orilla. Si la mojarra es como nosotros, probablemente le dirá algo así como «cariño, voy a meterme en el aire». Porque para ellas el agua será como para nosotros el aire, que no le echan cuenta y pensarán que es vacío. ¿Me explico? Ella me tuvo que decir alguna barbaridad, probablemente que me fuera a hacer puñetas y yo volví a la lectura, que por entonces leía mucho.

La gaviota se me ha posado en la cabeza. O no del todo, por eso de los electrones, pero pesa la jodía. Y yo que no me quiero o no me puedo mover, que ahora noto que los talones se me han hundido en la arena mojada y las manos también y que por mucho que quisiera, que no quiero, no me iba a poder menear, la dejo estar. Déjala. Soy la playa. Déjala que se pose. También soy la gaviota. Me dejaré posar.

Maribel había perdido la capacidad de sentir estímulos, había perdido sus cinco sentidos cuando el cáncer le llegó al cerebro, corroe que te corroe, y la tenían sedada la mayor parte del tiempo esperando el desenlace. Esperando que se muriera, que se acabara de morir, porque otra cosa ya no la esperaba nadie. Y yo me preguntaba entonces dónde estaba Maribel. Si nuestra mente no está en nuestro cuerpo, si somos capaces de desplazarla, imaginando, soñando, proyectando, ¿dónde demonios estaba Maribel si no sentía, ni saboreaba, ni olía, ni veía, ni escuchaba? ¿Soñaba Maribel? ¿En sus sueños había tacto, sabor, olor, vistas y sonidos? ¿No estaría muerta ya? Y era una trampa que yo mismo preparaba, que yo mismo escondía y en la que yo mismo caía. Y de la que yo mismo me liberaba para volver a empezar. Y eso estaba mal también porque pensaba yo entonces si no estaría siendo un cabrón por sentirme mal cuando la que se moría era Maribel. Pero es que yo también me moría, claro, me moría con ella y por ella y como somos todos la misma cosa, la misma croqueta primordial, en realidad también era física y no solo metafórica la muerte que yo sentía. En la vida todo es morirse, ¿o no? Entropía, que dicen algunos.

Ay, el oleaje, que casi me llega ya al pecho y que cada vez que se va, cuando se aleja, puedo ver cómo me deja sentado, estático, casi diría ya que plantado, que me riega al subir y se lleva al bajar mis células muertas, con sus átomos y sus electrones, con mi carne y mi sangre, y algunos pensamientos que no me pertenecían ya.

Hay unas pulguitas de playa dando saltitos en las saladas algas de mi pecho, dibujando pequeños cráteres, diminutos agujeritos, en la arena oscura que ahora es mi piel de la tetilla para abajo. Esas pulgas también son croquetas y también son playa y gaviota y también son yo.

Recuerdo que tuve una casi epifanía, o tal vez solo fuera una erección pero me iluminó el cerebro por dentro, leyendo nosequé de Gabriel García Márquez, o quizá fuera un autor local, qué se yo, Formanti, Fopiani… algo con efe casi seguro. O a lo mejor era Gabo, ni pajolera idea, pero tuve una casi epifanía o una casi erección leyendo algo suyo, con Maricruz roncando al lado (y después decía que no roncaba, la hija de su madre) y se me cayó hasta el libro de las manos de la sorpresa, del alboroto interno. Desperté a Maricruz sobresaltado, sudoroso y extasiado, aún con los ojos entornados al techo y ella me preguntó que si me estaba dando una embolia o es que era carajote, que estaba en lo mejor del sueño y mañana había que madrugar. Pero yo no le hice caso, no pude, y le dije que Maricruz, ¿cuando nos morimos no será que nos morimos para adentro? A ella le dio el cabreo, como era de esperar, y me empezó a arrear con la almohada, pero debió darse cuenta de mi agitación, de mis sudores, de mi quizá mala cara, que se encendió un luckystrike que guardaba en la mesilla, junto con los preservativos y el único libro que se había intentado leer en su vida y me miró, apoyada en el cabecero con media teta por fuera del camisón. Y me dijo qué tienes, Juan de Dios, y yo le dije que todo el mundo dice que uno se muere y como que se sale del cuerpo, ¿no? Como que se muere hacia fuera. Pero en realidad, no sé… ¿no será quizá que uno se muere hacia adentro? Ella estaba haciendo el esfuerzo, que lo sé yo, porque en otras ya me habría mandado al carajo y habría vuelto a lo de roncar, y me dijo muy seria que a ver, Juan de Dios, hijo mío, ¿cómo nos vamos a morir pa dentro? Y yo quería explicarle que claro, que cómo no, que dentro y fuera, lejos, cerca, arriba y abajo eran relativos, que si uno se apaga, se consume, se le muere la cáscara, lo de afuera, lo normal es que la conciencia, el acabarse de la conciencia, su derramarse, igual no es un derramarse, sino un replegarse, un encogerse, un hacerse bola más que una liberación de gases, que parecía que era lo que era en la literatura y en el cine y en la idea general de la gente. Quería decirle que a lo mejor nos metemos en el vacío, el que no existe, en la sopa primordial y nos liberamos al fin de…

El mar, la mar, me ha llegado al cuello en esta ola y me pregunto ahora, con este frío que de repente siento, si llevo aquí de verdad tanto tiempo o si quizá he llegado esta mañana, me he desnudado y me he sentado en la playa. Pero la playa también soy yo y que yo sepa siempre ha estado aquí. Bueno, siempre quizá no, por eso del pangea y las placas tectónicas, o por eso que leí de que quizá lo que está a tu espalda no existe hasta el momento puntual en que te giras a mirarlo. Como esos centollos y esas gambas y ese lenguado que se pasean por entre mis muslos, y ese otro lenguado, fíjese, quizá el marido del otro lenguado, que se me ha quedado boqueando sobre el pecho, dando coletazos, que no estaban hasta que los he visto, hasta que los he mirado y los he hecho existir. Es complejo, porque eso podría llevarme a pensar que, lo que es existir, solo existo yo y que todo lo demás lo voy poniendo ahí conforme miro, como quien deja huellas en la arena pero hacia delante.

A Maribel, cuando era cáncer pero no tenía cáncer, o si lo tenía aún no había decidido salir a decir aquí estoy yo, le dije una vez algo parecido, sobre lo de mirar y no mirar, existir o no existir. Ella, que sí que me escuchaba, que sí que me entendía y que me quería non stop y no a cachos como Maricruz, me dijo que como me vayas a hablar del puto gato de Schrödinger otra vez me declaro en huelga. Así de simpática era mi Maribel, pero en realidad le hacía gracia. Ella también leía. Y no Paulo Coelho o El Secreto, era mi Maribel de literaturas más de verdad, más sólidas, aunque también se pirraba por lo esotérico y lo mitológico, y lo paranormal y lo mistérico, pero más como curiosa que era que como fanática que se apunta a las alertas ovni. Yo le dije que no pero que casi, que fíjate en el dato del cabecero de forja, que lo tenemos a la espalda, lo notamos con la espalda y con la cabeza pero mira, ahora no lo vemos. ¿Estará de verdad ahí? Y ella me dijo que si ¿pienso luego existo? Y yo que casi, pero que si de verdad conformamos un Todo con el Todo ese cabecero también somos nosotros, en cierto modo, así que si no existiese mientras no lo miramos, eso sería que el Todo no es tan grande como parece, puesto que cambia de tamaño según se necesita. Ella me sonrió con una boca que era para comérsela de desayuno, almuerzo, merienda, cena y recena, y me dijo que bueno, pero que yo podría ahora ponerme de espaldas mirando al cabecero de forja y constatar su existencia mientras que para ti seguiría sin existir. Y yo, contento de tener un buen contendiente, le dije que igual que para ti no existiría el jarrón hortera de tu abuela que tengo justo delante, y en eso saldrías ganando. Y me dijo que me estaba yo volviendo muy budista sin saberlo y me acarició la barriga con un dedo que parecía entonces el mismísimo dedo de Dios, inexistente y poderoso (porque no lo veía pero creía en él con todo mi ser) y me dijo que barriga de Buda ya se te está poniendo, picha mía. Y, quizá por alusiones, la erección se hizo presente y ya no hubo más existir que el nuestro, pero de verdad, durante vaya usted a saber cuánto tiempo, amándonos como hadrones que colisionan piel con piel.

La mar, el mar, me llega ahora al cuello, ahora veo mi cuerpo, sumergido, a través de las ondulaciones del agua fría y límpida, convertido ahora sí en rocas, en cavernas, el coral y la arenisca trocados en una segunda piel por encima de la que antes era mía, si es que sigue ahí abajo, si es que no se ha desprendido, o ha servido de alimento para un millón de criaturas marinas hambrientas y pequeñas, que sé porque las noto, de algún modo las noto, que andan horadando la roca, el coral y lo que no es roca ni es coral. Ahí están como está ese marrajo, esa cría de marrajo, paseándose arrogante por los túneles que forman lo que antes eran mis corvas, mirando de cuando en cuando hacia arriba, relamiéndose quizá al ver mi cabeza flotando en la superficie. Porque el resto ya no es comestible, no para el marrajo, el resto es fondo marino, lo único de hombre que queda ahí arriba es esa cabeza con entradas, quemada por el sol, blanquecina por el salitre. La gaviota también mira al marrajo, desde la cumbre de mi coronilla, y al cangrejo que me trepa por la oreja; ese que yo me quería haber comido.

Maricruz, Maricruz, le dije a Maricruz, callándome lo de maravilla de mujer porque Maricruz no era muy de coplas, y tampoco era una maravilla de mujer ahora que lo veo con cierta distancia, a ti no te duele la cabeza, Maricruz. Y ella, con las persianas echadas y una manta roja de Venca puesta por encima de la cabeza, como un conejo en una madriguera o un vampiro de serie B, huyendo de la luz para mitigar una migraña cansina, me mira con ojos como puñaladas, de pequeños y de alevosos, y me dice tú eres gilipollas, Juan de Dios, a ver si lo que tengo van a ser gases. Y yo, que paciencia he tenido siempre para dar y regalar, le digo no, mujer, mira lo que te digo, que verás cómo me lo agradeces. A ti te duele la cabeza porque crees que vives en tu cabeza. Pero la mente de uno no está en ninguna parte concreta. Tú estás viviendo toda tu vida pensando que la mente la tienes ahí arriba y no es así, ergo (yo creo que lo del ergo me salía muy a menudo con Maricruz un poco por joder) si desvías tu mente a, por ejemplo, el dedo gordo del pie, ya no tendrás la mente al lado del dolor de cabeza y podrás pasar de él.

No recuerdo bien si fue esa noche, pero de quien pasó fue de mí y lo del dedo gordo lo usó como arma arrojadiza en más de una discusión después de aquello, en cosas como no, Juan de Dios, si no te puede doler que me haya acostado con Pepe, lo que pasa es que tienes la mente en la cabeza, métetela en el ojo del culo y verás como ya no te duele que te deje.

Esa última ola, a pesar de no haber sido especialmente alta, me ha abofeteado la cara, fresca y salada la ola, me ha pasado por encima y la gaviota no se ha inmutado. No puedo verla pero quizá ella también se esté adecuando a la idea del Todo, por eso de que está ahí arriba, viviendo en mi cabeza como la mente de Maricruz vivía en la cabeza de Maricruz o el cáncer de Maribel vivió en la cabeza de Maribel. Quizá la gaviota se haya contagiado de mis pensamientos y haya empezado a enraizarse, a volverse coral, encoralarse, y formemos ella y yo, ahora también en lo físico, parte integra de la misma cosa: una cabeza de hombre con una gaviota encima flotando sobre una estructura viva de rocas y corales, de peces y burgaíllos, y lenguados y marrajos. Y vistos así, a la luz de esta idea, quizá siempre fuimos lo mismo y yo soñaba despierto con ser un hombre triste que corrió del hospital viendo cómo se le iba la luz a Mariluz.

Mariluz… Maribel… Maricruz… Mariluz. Mariluz fue mi novia de instituto el curso en que el Perchas dejó de dar filosofía porque se empezó a dedicar a la política, o quizá fue en Filosofía y Letras, en primero de carrera, el año en que me olvidé las sutilezas y le dije Mariluz, yo, mi, me, contigo y ella, que era también fan de Sabina (o todo lo contrario y por ahí me libré) o que me miraba el culo al pasar, me soltó que yo contigo lo que tú ti te dé la gana, mira qué inspirada, con lo ceporra que era mi Mariluz en la universidad.

Hicimos muchas locuras juntos, hicimos incluso alguna cordura, pero poca cosa, sin exagerar. Lo mismo un día estábamos desayunando con manteca colorá cerquita de la playa (esta playa, mi playa) que estábamos en la Costa Brava tomando el sol a solateras cuando los guiris y los oriundos ya estaban a otras cosas y sol, sol, lo que se dice sol, tampoco es que hubiera mucho. Yo leía mucho en aquél entonces y ella era más de ver la tele, pero era única en muchas cosas y no todas ellas tenían que ver con el sexo. Estuvimos muy enamorados, quizá yo más porque a veces uno quiere más que el otro, y porque Mariluz en aquellas épocas lo único que pensaba era en cachondeo y romería, y a mí me había dado fuerte por…

El agua me llega a la barbilla y pienso en que las algas ahora forman una densa barba, la barba de Neptuno, dios del mar, con una gaviota por corona.

El sol es medio huevo frito, una naranja ahogándose en el horizonte y hace frío.

Mariluz me dejó antes de acabar la carrera (de acabarla yo, porque ella nunca más volvió a pisar facultad alguna, a no ser que fuera de visita) porque quería vivir la vida, porque quería alguien que la encendiera, fíjate qué cosas, que le cantara canciones de Extremoduro o alguna cosa similar y no un pesado que se llevaba el día con la boca abierta pensando en átomos y en el vacío, el que no existe, en el que me dejó tirado, o sumido, qué más dará.

Acabo de tragar agua y no pienso hacer nada para evitar seguir tragándola, a lo mejor ni siquiera puedo hacerlo, porque no tiene sentido alguno evitar lo inevitable. Este soy yo y esta es mi playa, o esta es la playa y yo soy su yo. Habrá quien opine que se me van a llenar los pulmones de agua pero eso ni siquiera es cierto, porque el vacío no existe y por tanto no se puede llenar algo que ya está lleno. Lo que ocurrirá con mis pulmones es que acabarán siendo agua, y roca, y arena, y peces, y coral.

Mariluz volvió conmigo tras varias separaciones con hombres que no me llegaban a la suela del zapato, tras un aborto de alguien que no merecía ni los átomos que lo conformaban, tras algunos inviernos en los que yo me volví más taciturno, algunos dirán que más loco, tras algunos años en los que leí mucho y pensé mucho, de muchas cosas y en muchas cosas, siglos para mí y siglos para Mariluz, que ahora era distinta y yo la amaba aún más porque lo que es dejarla de amar no la había dejado de amar nunca. Era otra esta Mariluz y quizá eso disculpe que en mi cabeza… bueno, en mi mente, que quizá ahora esté dentro de la gaviota, ahora que no tengo muy claro si estoy vivo o si estoy muerto, si soñando o despierto, la haya transformado en dos personas, la haya dividido en dos mitades, la que me hizo daño por dejarme y la que me dejó con mi daño porque le tocó la hora de marcharse. De morirse hacia adentro, si es que es eso lo que sucede. De integrarse del todo con el Todo. Maribel, o Maricruz, o Mariluz… como esas tres estrellas que titilan ahí encima, alguien, creo que mi padre, me dijo que se llamaban Las Tres Marías, qué a propósito, qué bien traído, y que observan desde lejos cómo el agua ya me llega justo por debajo de los ojos y que no deja de entrar en mi cuerpo, o desplazarse dentro del suyo, que a fin de cuentas es el mismo.

Y ahora no puedo evitar, viendo el coral crecerme en las mejillas por el rabillo de unos ojos blancos por la sal del oleaje, que ahora yo que me estoy volviendo playa, o la playa se está volviendo yo, estoy más cerca que nunca de Mariluz, a la que al final el coral también le llegó al cerebro, y una lágrima, puedo permitirme una más, agua salada al agua salada, surca los surcos que ha dejado en mi rostro la marea y dibuja quizá hasta un interrogante, porque ando preguntándome yo aún hoy, todavía, si uno se muere hacia adentro o hacia fuera, si me meto en el mar o el mar se mete en mí, o si siquiera hay una sola diferencia.

Ahora que el cielo solo es un tapete negro distorsionado por el mar, la mar, que ha engullido al fin mi cabeza, contemplo inmóvil la inmensidad del fondo y digo, no sé si en voz alta, que te quiero, Mariluz. O, dicho de otro modo: glu, glu, glu… glu, glu, glu.

© Copyright de Israel Alonso para NGC 3660, Marzo 2017

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