Por amor al arte

 

Por Carlos O. G.

Coloco el lienzo en el caballete. Le da la suficiente luz. La paleta está bien sujeta a mi muñeca.

Cojo el pincel.

 

No hay nombres.

No hay rostro.

No hay.

Los espejos no tienen sitio en mi hogar. Mis ojos, mi boca, mi nariz, mis labios. No importa. No importo.

Mi cometido trasciende lo terrenal, lo físico.

No sé quién soy, tampoco lo necesito. No tengo padres; nací junto a mi misión. No soy hombre ni mujer; no tengo sexo. No tengo nombre; nunca lo supe. No tengo infancia; sólo me debilitaría. No tengo amigos; entorpecerían mi trabajo.

Sólo existe mi sino. La razón de mi existencia.

Mato.

Es mi virtud. Lo que sé hacer y lo que quiero hacer. Los vivos acaban traicionados por sus instintos sociológicos, por sus sentimientos abyectos. Sus ojos se mueven sin cesar, rompiendo la pose, traicionando al Arte. No hay mayor belleza que la visión de un cuerpo yaciente en el suelo, lleno de paz, de serenidad. La muerte limpia el cieno de la triste existencia humana, reduciendo su expresión a la representación más pura e inmaculada de la Naturaleza. Tristemente, aquel momento de inconmensurable belleza tan sólo dura unos instantes —quizá sea su fragilidad y fugacidad lo que hace necesaria mi misión.

Soy Artista.

Casi sin querer, los pelos de mi pincel se deslizan suavemente sobre el lienzo. El fondo es sencillo pero trabajoso. Piedra.

 

Tras cada obra de Arte, vuelvo a mi casa y plasmo la imagen en un lienzo. Puedo decir que otra de mis virtudes es pintar. Pero sólo pinto tras cada obra, para plasmar aquel momento de belleza infinita. Ordenadas con mimo, guardo cada obra en un aposento especialmente preparado al que sólo yo tengo acceso. Hay personas que no saben apreciar mi arte, y sin llegar a conocerlo, lo desprecian. No me comprenden.

Y aunque desprecian mi arte, me solicitan para crearlo. Es algo que nunca entenderé de los humanos.

Aquel día esperaba a uno de mis clientes. Para evitar vistazos indeseados, oculto mi rostro bajo una máscara de madera, sin tallar a excepción de dos simples agujeros para ayudarme a ver. Sobre la madera pulida con mimo, había pintado un rostro sonriente con unos pocos trazos de pintura. De alguna forma ayudaba a los clientes a establecer confianza. Me había cubierto, además, la cabeza con una capucha.

Me senté en la silla. No tardaría mucho en llegar. Pocos minutos después, una figura oscura abrió mi puerta, con el rostro también cubierto. Sólo cuando se aseguró de que nadie podría verle, retiró la tela de su cara. No me sorprendió ver quién se escondía bajo la capucha.

El Consejero había sido mi cliente en numerosas ocasiones; rivales políticos, amantes e incluso pobres diablos con los que hubiera tenido alguna rencilla. El Consejero era poderoso y adinerado, y hacía valer su posición sin ningún tipo de pudor.

Me repugnaba profundamente estar simplemente en su proximidad, pero el tiempo y la experiencia me había hecho percatarme que mantener clientes en el más alto escalafón me permitía llevar a cabo mi cometido sin la molesta intromisión de las fuerzas de la Ley.

La estructura de la cama también es sencilla. Lo más difícil sería el dosel semitransparente que lo cubre, pero no importa. Ya nada importa. Estoy pintando la obra de mi vida, y ni siquiera me estoy dando cuenta.

 

Pero aquella vez no me ofrecía un objetivo cualquiera.

—La Princesa se ha encaprichado de ese caballero, ¿cómo se llamaba? Bueno, lo que sea —agitó la mano, desdeñando la mera existencia del hombre que quería matar—. Verás, se ha convertido en una verdadera molestia. Necesito casarme con la Princesa, y no puedo tener a un plebeyo estorbando mis planes, por muy guapo que sea —el Consejero era un hombre de mediana edad, de mirada penetrante y astuta. Sus ojos verdes brillaban con inteligencia y ambición. Era evidente que no era el amor ni el despecho lo que le movía hacia la Princesa—. Quiero que muera mañana a medianoche —prosiguió—. Habrá un banquete para celebrar el Día de Nacimiento de la Princesa. Yo estaré allí, presente ante todo el mundo. La coartada perfecta.

Callé. Por alguna razón, todos mis clientes se empeñaban en relatarme sus elaborados planes, en los que yo siempre jugaba un papel central. Les daba una especie de seguridad totalmente inútil. Quizá sabían que sus razones carecían de importancia para mí. Yo sólo quiero hacer Arte. Crear belleza.

Llegaba el momento de que intercediera en la conversación.

—Será costoso.

Mi voz sonó grave y aguda, nítida y distorsionada, ronca y suave. El Consejero se estremeció levemente, pero intentó ocultarlo. Quizá pensaba que no me daría cuenta.

—No os preocupéis por eso. Tengo acceso al Tesoro Central. Cuando hayáis completado el trabajo tendréis todo el oro que queráis.

El oro era superfluo, inútil. Tenía arcones repletos de monedas y joyas recibidas como pago que no pretendía usar, pero la naturaleza de mis clientes requería que mantuviese unos honorarios elevados. Por alguna razón, asumían que el monto a pagar correspondía con la calidad del servicio.

—Bien.

No hizo falta más. El Consejero se levantó y se dirigió a la puerta, colocándose la capucha.

—No me falléis —dijo, antes de desaparecer entre las sombras de la calle.

Permanecí impasible, refrenando los instintos que me instaban a quitarle la vida allí mismo. El Consejero se perdió entre el gentío.

Su cuerpo toma forma con rapidez y fuerza. Los músculos están trabajados, fuertes. Su cuerpo es perfecto. Su rostro, bello.

 

Me di la vuelta y me dispuse a preparar todas mis herramientas. Una espada bastarda descansaba sobre mi chimenea, observando atentamente toda la sala. Agarré el mango y cerré los ojos, dejándome llevar por la energía de la hoja.

Nunca supe el origen del arma, pues ha estado pegada a mí desde que tengo uso de razón. Cierto es que su acero no es un acero cualquiera. Podría decirse que tiene propiedades especiales, algo que las mentes planas del populacho llamarían magia. Cuando me concentraba en ella, podía sentir la vida de mis objetivos, palpitando pacientemente a la espera de mi llegada.

Una vez hube preparado todo mi equipamiento, no me quedaba más que esperar. Me senté en mi sillón, crucé las piernas, cerré los ojos y medité hasta el momento de mi salida.

Su cuerpo representa la perfección. La Luna arranca destellos blanquecinos de su pecho perlado por el sudor. Dibujo una fina línea roja alrededor de su garganta. La sangre le dará un aspecto fiero e imponente.

 

Llegado el momento, salí al exterior por el desván de la casa. La oscuridad de la noche y la altura de los tejados me protegerían de miradas indiscretas. Atravesé techos de madera, de cerámica, de hierro, de paja. Salté sobre callejuelas que se enroscaban alrededor de los hogares. Esquivé transeúntes nocturnos que vagaban sin percatarse de mi presencia.

El castillo se alzaba sobre la Colina, protegido por dos anillos de murallas de piedra de varios metros de grosor. Desde allí se empezaba a vislumbrar algunas luces encendidas en el interior, y, aunque lejano, el murmullo de las voces alegres del banquete.

Al llegar a la altura de la muralla, salté y me encaramé a los salientes de piedra, trepando hasta la cima. Una vez arriba, eché un vistazo en derredor. Un guardia me observaba atónito a mi derecha. No le di mucha oportunidad de reaccionar antes de dejarlo inconsciente.

Mi misión no me obliga a matar todo lo que se interpone en mi camino. Busco la belleza en la muerte. Busco la situación y el momento propicio para crear una bella escena, que merezca ser plasmada en lienzo. En ese momento mi objetivo no era aquel guardia, sino el caballero Sin Nombre.

Me asomé al interior y calculé mentalmente la distancia hasta la siguiente muralla. De un salto aterricé sobre la dura piedra. Tuve que noquear a dos guardias más para poder asegurarme de poder descender al interior de los terrenos del castillo sin más interferencias.

Una vez tuve la mullida hierba bajo mis pies empecé a moverme hacia la entrada del castillo. Me oculté tras un seto y vi que eran siete los guardias que custodiaban la entrada. Era perfectamente capaz de deshacerme de todos sin problemas, pero no me convenía alertar a la gente del castillo, y eso no me beneficiaba en absoluto.

Deseché la idea de colarme por la puerta delantera y busqué la ventana más cercana. Me introduje en ella escalando por la pared del castillo. Me encontré en un pasillo apenas iluminado por unas pocas antorchas.

Avancé con la espalda pegada a la pared, siguiendo el rastro de las voces. Atravesé diversas salas, todas vacías, silenciosas, como expectantes ante lo que pudiera ocurrir una vez llegase a la Princesa. En cierto momento vi a un sirviente. Corría apresurado por los pasillos, llevando un pequeño puchero en las manos. Me escondí tras una armadura ornamental, y el pobre diablo pasó sin percatarse de mi presencia. Continué mi camino en concentrado silencio.

Una fina sonrisa de sangre recorre su cuello y su torso desnudo. Tan fuerte… y a la vez tan frágil. Siento algo por él. Admiración. Atracción. ¿Amor? Cierro los ojos, y sigo pintando.

 

Tras varios minutos cruzando pasillos de piedra, me encontré ante una balconada interior de madera. Las voces y los gritos de alegría y borrachera eran perfectamente audibles. Me asomé con curiosidad. Bajo mis pies se encontraba la mesa del banquete. En ella cabrían holgadamente unas doscientas personas, sin contar quienes estaban en pie alrededor, picoteando aquí y allá. En la mesa, efectivamente, estaba el Consejero, tal y como él mismo había anunciado, pero no había rastro de la Princesa ni de su caballero.

Por unos breves segundos sentí un irrefrenable deseo de descender al amplio salón y desatar mis instintos. Podría crear la obra de Arte más grande de mi vida. Ciertamente, no acarrearía ninguna dificultad. Todos estaban borrachos, y ninguno parecía estar en condiciones de presentar una lucha interesante.

Saqué mi espada. Apreté el puño con fuerza. Contrólate. Has venido a hacer tu trabajo. No sé ni por qué me resistía. Debí haberme lanzado en aquel momento hacia el comedor. Debí haber utilizado su propia sangre para pintar. Debí haberme dejado llevar.

Pero algo dentro de mí surgió, impidiéndomelo. ¿Merecía la pena perder la comodidad que me proporcionaba el favor real? Maldije al Consejero y a sus contactos en las altas esferas. Te ha salvado tu posición, pensé en aquel momento. Por ahora. Apreté con fuerza la barandilla de madera hasta que la oí crujir levemente.

Me volví antes de perder por completo la cabeza. Tenía que olvidarme. Seguí por el pasillo.

Mira con anhelo a algo que tiene sobre él. Le posee. Necesita de ello. Su boca está abierta en un grito de desesperación. Grita su nombre.

 

Para orientarme, alcé mi arma, cerré los ojos y me concentré en la espada, intentando sentir la presencia de mi objetivo.

Su aura era cálida, como la de cualquier persona, pero en ese momento ardía. Su corazón latía frenéticamente. En algún lugar en el interior del Torreón principal.

Los aposentos de la princesa.

Me dirigí rápidamente hacia el Torreón principal escabulléndome en cada sombra y esquivando patrullas aisladas de guardias. Pocos minutos después me encontré frente a la puerta, y me detuve, incapaz de seguir. Un extraño nerviosismo se apoderó de mi corazón y le hizo acelerarse. Tomé aire, intentando enfriar mi cabeza, agarré el pomo y lentamente lo giré. La puerta estaba abierta.

Allí estaba. Mi objetivo.

El caballero Sin Nombre.

Estaba de pie, completamente desnudo, avanzando como hipnotizado hacia el lecho. La luz de la Luna bañaba su espalda, arrancando destellos blanquecinos de las gotas de sudor que recorrían su piel. Quedé en éxtasis ante cada flexión de cada músculo perfectamente trabajado.

Me detuve, en silencio. Lo observé avanzar con movimientos hipnóticos, como saboreando cada segundo que transcurriese a su alrededor. Sin apenas percatarme, yo también había dado un paso hacia él. Un deseo palpitante comenzó a arder en mi pecho. Mi respiración se volvió entrecortada. Aún no me había visto.

Casi sin darme cuenta, avancé con presteza y me interpuse entre él y su objetivo. Por un instante, sus ojos revelaron sorpresa. Me fijé en su rostro, de mandíbulas bien encuadradas y labios finos. Una cicatriz le recorría la mejilla izquierda, que lejos de afearle no hacía sino aumentar su atractivo; su pelo se derramaba por sus hombros, negro como la noche, brillando sus ondulaciones bajo el fulgor de la luna.

En un acto de inusitada impulsividad, definitivamente inusual en mí, me quité la máscara. Como presa de un hechizo, su mirada se relajó al instante. Clavó sus intensos ojos azules en los míos. Entreabrió los labios.

Mi cuerpo había dejado de ser mío, y se movía como por una voluntad ajena a mí. Mis piernas dieron un paso hacia él, mientras me deshacía de mis guantes. Mis dedos se alzaron y se entretejieron con las hebras oscuras que formaban su pelo. Mis manos viajaron entonces por su espalda, sintiendo la fuerza que irradiaba cada poro de su piel. Sujeté su rostro con ambas manos y acerqué mis labios a los suyos.

Es tan, tan fuerte…

Fue un beso intenso, cargado de pasión. Los sentimientos fluctuaban en mí como una fuente de aguas termales. Me llenaban el pecho. Desbordaban mi mente. Fue extraño, a la vez que inevitable. Sentía plenitud, pero a la vez desasosiego. Nunca me había pasado nada parecido. La fuerza carnal nunca condicionó mis actos.

Pero aquella vez fue diferente.

Me separé de él. Le miré a los ojos con toda la intensidad que irradiaban mis pupilas. Suavemente, le acaricié el cuello. Echó la cabeza hacia atrás, emitiendo un suavísimo gemido.

Perfecto.

Con un rápido y certero movimiento, saqué la espada y dibujé una fina sonrisa roja en su garganta. La sangre manó de su cuello como un torrente de montaña, derramándose sobre su piel, contorneando la forma de sus músculos. Cayó al suelo de rodillas. No dejó de mirarme. Lo vi. Vi la belleza. Vi la obra que iba a crear. Arte. Sonreí.

Le tendí boca arriba y lo coloqué de forma que pareciese durmiendo. Con un dedo hice dibujos en su cuerpo, su sangre de tinta. Con las manos creé figuras en el suelo, su sangre pintura.

El sonido de un suave roce de sábanas me hizo volverme. Mis instintos habían estado cegados y no había detectado a la otra persona en la estancia. La Princesa me miraba con sus enormes ojos abiertos.

Le toca el turno a ella. Es hermosa. Pura. Frágil. Como una flor solitaria en una pradera a la noche. Tiemblo al trazar su silueta, pues temo que se quiebre en cualquier momento.

La luz de la Luna iluminaba su cuerpo blanco, puro. Parecía irradiar luz propia. Sus ojos, azules como el cielo a plena luz del mediodía relucían, hermosos, inocentes. Pero no expresaban miedo. Ni tristeza. Ni siquiera sorpresa. Podía leer perfectamente la fascinación que mostraban sus pupilas. El cabello se derramaba sobre su cuerpo, una cascada de destellos dorados. Tan sólo un fino camisón cubría su tímida desnudez. Las curvas de su silueta se dejaban entrever a través de la tela.

Su cuerpo es suave. Frágil. Delicado. Atractivo. Sugerente. Observa desde arriba, sentada, el gesto suplicante de su amado. Es poderosa.

 

Por entonces había perdido por completo el control de mi cuerpo. La Princesa no era el objetivo, sin embargo, completaba la obra. Era necesario completar la obra. La obra. Sus ojos seguían clavados en mis retinas. Me llamaban.

Me acerqué a ella y acaricié su rostro con las yemas de los dedos. Contorneé su frente, sus pómulos, sus labios, como si padeciese de ceguera y viese a través del contacto. Un levísimo soplo de aire, apenas un instantáneo aliento se escapó de entre sus labios. Mi vientre empezó a retorcerse. Tragué saliva.

Sabía, en algún molesto rincón de mi yo racional, que debía detenerme en aquel instante. Pero no lo hice. Le aparté el pelo con delicadeza y dejé al descubierto su prístino cuello. Me incliné y posé mis labios sobre la suave y blanca piel. Lo besé. Suavemente, le despojé del camisón. Me separé unos instantes a admirar las formas de su cuerpo. Con el corazón envuelto en un deseo irrefrenable, la atraje hacia mí y unimos nuestros labios.

Hay satisfacción en su mirada. Suficiencia, pues sabe que él está presto a sus designios. Pero también hay amor. Le ama a él por encima de todo, y a su vez ama el poder que ostenta sobre él. La Luna arranca destellos de sus ojos.

Azules. Preciosos.

Fue diferente. Más suave. Más delicado. Nuestros cuerpos se fundieron en un abrazo de anhelo. Su dulce rostro había adquirido el rosado suave de las mejillas arreboladas. Segregaba pasión por cada poro de su cuerpo. Le besé la garganta, de nuevo. Le tumbé sobre la cama con infinita delicadeza. Me situé sobre ella.

Alcé uno de los ricos almohadones de seda que decoraban el lecho y lo coloqué sobre su bello rostro. No quería sangre. Con ella no.

Retoco con cuidado los contornos y las sombras de su cuerpo. Mi dibujo no hace justicia a la perfección de sus formas. Tan frágil, tan poderosa. Siento algo por ella. Admiración. Atracción. ¿Amor? Cierro los ojos. Estoy acabando.

 

Se entregó a la muerte sin oponer resistencia. Se entregó a mí con toda su existencia.

Me alejé del cuerpo sin vida, jadeando. Sudando. Observé la escena con ojos maravillados. Ahí estaban. Los dos. Uno frente al otro. Ella, blanca, pura, le miraba con tristeza desde lo alto de la cama. Él, fuerte, imponente, le miraba, suplicante, desde el suelo, vestido de sangre. La Luna observaba la escena a través del ventanal, impasible.

Las últimas pinceladas acaban de pulir los detalles de la cama, las paredes y sus cuerpos. Me aparto un poco y observo el cuadro.

 

La inspiración bullía en mi cerebro. Con rapidez frenética, nerviosa, jugué con posturas, posiciones, construcciones artísticas. Tenía el corazón en la garganta, palpitando con histeria. Mis manos temblaban, sabiendo lo importante de su cometido. Me alejé un momento para observar la escena general.

Una lágrima de emoción recorrió mi mejilla.

Una lágrima de emoción recorre mi mejilla.

Entendí que era necesario. El Consejero se enfadaría. Probablemente le perdería como cliente. Me daba igual. Mi misión estaba primero. Habría matado a los mismos Dioses si con aquello conseguía la obra perfecta. Por amor al Arte.

Recogí mi máscara y me la coloqué. No quería arriesgarme a que alguien indebido me viera.

Está hecho. Ya está hecho. Yo lo he hecho.

Me senté en el suelo, con las piernas cruzadas, mirando a la Luna. Medité durante varias horas, serenando mi cuerpo que aún sufría espasmos de la emoción. Cogí mi espada e intenté sentir a cualquier persona del Castillo. No había nadie en los alrededores que pudiera entorpecer mi ruta de escape.

No fue difícil salir del castillo sin que me vieran. La mayoría de los ocupantes se arrastraban por los suelos, borrachos. Pero ya daba igual. Sólo deseaba volver y hacer el primer boceto de mi obra.

Me arranqué las ropas y la máscara nada más llegar al hogar. Nada debía interponerse entre yo y la pintura. Entre yo y el Arte.

Busqué un lienzo en blanco. Debía ser grande. Cogí mi carboncillo y comencé a dibujar esquemas de posiciones de los cuerpos, del espacio de la habitación, de las expresiones. Dos días, con sus noches he pasado ante el papel hasta que me ha satisfecho el boceto definitivo.

Coloco el lienzo en el caballete. Le da la suficiente luz. La paleta está bien sujeta a mi muñeca.

Cojo el pincel.

© Copyright de Carlos O. G. para NGC 3660, Febrero 2018