—Hijo, ¿dónde estás? Es muy tarde. ¡Hora de ir a la cama!
—¡Ya voy! Estoy en la cocina.
Entro en la cocina, pijama en mano, dispuesto a mandar a mi hijo de cuatro años directamente a dormir. Allí está, concentrado, jugando con unas letras magnéticas de scrabble pegadas sobre la puerta de la nevera.
—¡Mira, papá! —dice emocionado—. ¡He puesto mi nombre!
Sobre la superficie metálica del frigorífico, con letras bailarinas, se puede leer: DANIEL. Aplaudo su habilidad.
—Y si las pones así es mi amigo —añade.
Con un rápido movimiento cambia las letras de posición.
—¿Nadlie? —leo—. ¿Quién es?
—Mi amigo —repite—. Es un niño que viene por las noches y si está su nombre puesto se queda en casa. Para siempre.
Sé que mi hijo tiene mucha imaginación, pero no puedo evitar que me recorra un escalofrío.
—Mejor pon de nuevo el tuyo que es mucho más bonito. —Con una risita vuelve a colocarlo—. Y vamos a acostarnos, que mañana hay cole.
—Vale. Pero hacemos un trato. El pijama no me lo pongo, ¿quieres?
—¡Daniii!
Me despierto de madrugada, sediento. Intento no despertar a mi mujer y me incorporo despacio, a oscuras. Camino de la cocina, para beber un vaso de agua, me asomo a la habitación del pequeño. Duerme a pierna suelta, aunque sin pijama. Continúo hasta mi destino pero al abrir la puerta doy un respingo. Me parece intuir una sombra, una forma encogida. Enciendo la luz. Un extraño ser está justo delante de mí, sentado en el suelo. Extremadamente delgado y sucio, pelo largo crespo, con unos ojos gigantes amarillos. Parece un niño. Sonríe, su boca está llena de afilados colmillos. No lo es.
—¿Quién eres? —Me tiembla la voz.
Señala la puerta del frigorífico. Las letras que conforman el nombre de mi hijo se han vuelto a desordenar: NADLIE.
—¿Qué… qué quieres?
Sobre la nevera el resto de las letras de scrabble se mezclan y combinan hasta formar una nueva palabra.
HAMBRE.
—¿Quieres tomar algo? —Me acerco un poco—. Te puedo preparar un sándwich.
A continuación, con una actividad frenética, las letras construyen nuevas palabras, ansiosas, cargadas de rabia.
COMER.
MUERE.
La criatura abre la boca y se abalanza sobre mí con fuerza. Siento en el cuerpo el frío brillo de decenas de cuchillas afiladas.
¡Chas!
Me despierto sobresaltado, sudando. Con la respiración todavía agitada me palpo por todas partes. Estoy bien. «Todo está bien», me digo. La casa duerme, fiel a su actividad nocturna. Mi mujer e hijo descansan. ¡Ha sido tan real! Me levanto, necesito beber algo.
A medida que avanzo por el pasillo enciendo y apago cada una de las luces. Estoy agitado, encogido. El frío se cuela desde el suelo a través de mis dedos, no me he puesto las zapatillas. Entro en la cocina, accionó el interruptor. «Todo está bien», repito mentalmente. Reviso cada rincón, estoy solo. «Es lo normal, todo está bien. ¡Esa maldita pesadilla». Abro el grifo y me sirvo un vaso de agua. Bebo con ganas, tengo la boca seca. Lo necesito.
¡CRASH!
El vaso se me resbala de la mano y estalla contra el suelo rompiéndose en cientos de pequeños pedazos. Mis pies descalzos, empapados, comienzan a sangrar por pequeños cortes, finos hilos rojos que se difuminan cuando entran en contacto con el agua. No puedo dejar de mirar las letras imantadas de la puerta del frigorífico:
N A D L I E
© Copyright de Iván Mayayo Martínez para NGC 3660, Marzo 2020