Por Juan Antonio Fernández Madrigal
Suaves mocasines que se hunden bajo el peso de los dedos. Dedos que hunden mocasines contra madera brillante e ineludible, mientras llevan a sus dueños de un lado a otro como efecto colateral. Largas vestiduras blancas, y doradas, y violáceas, tejidas durante milenios. Quimonos de seda y terciopelo, perfectos; la luz gusta de reflejarse en ellos como pintura del pincel de Dios.
Flores rojas llevan los sirvientes: ofrendas frescas para la habitación.
Dios Buda permanece sentado en el centro, con las piernas entrecruzadas, en postura invariable aun mil años después de que el mundo se quemara y se despoblara y luego volviera a reverdecer en el mismo sitio donde él se quedó. Las tersas muñecas de piedra giradas hacia arriba, los dedos sosteniendo con delicadeza dos grandes orquídeas blancas moteadas de feo oro, el loto dibujado en su rostro inexpresivo y durmiente. La piedra tan pulida que parece querer respirar. Grandes cojines de mullidas plumas de cisne soportan su peso, deformados para siempre, la clase de dolorosa belleza que solo puede encontrarse en este lugar desde que todo lo demás fuera arrasado por los innumerables dioses que los hombres crearon. La madera bajo los cojines observa la transformación de crueldad en belleza que los cojines consiguen transmitir, y se mantiene recta y estoica, tanto como la presencia milenaria del Dios merece; quiere esperar con Él, tensos los dos, una resolución.
El mundo quedó tan yermo hace mil años que si se camina un poco más allá de este su centro, por detrás del bosque, se encuentra el borde del cosmos. Y el Dios Buda vaga aún más lejos. Tanto como puede conseguir mantenerlo la capa de piedra compacta que le llega hasta las entrañas y le evita (a su alma vagabunda) el golpeteo incesante de los sentidos, la convivencia con las sustancias aéreas, líquidas y sólidas del mundo desechado, y, sobre todo, el arrastrar chirriante del tiempo por los eriales de la Tierra.
Tres patas de garza plantadas, broncíneas, delante de Dios, hacen de soporte de un platillo donde humo blanquecino y alucinógeno se impulsa para saltar hasta el pétreo rostro. Allí se dedica a juguetear entre los pliegues de la roca-túnica, a intentar penetrar la cáscara, a disimular movimientos que no existen, a llevar ilusiones desde lo terreno a lo celestial.
Dos sirvientes rozan sus vestiduras al inclinar la dogmatizada vista, desde un poco más atrás del trípode humeante, hacia el rostro del Buda, esperando vislumbrar un atisbo de esencia viva. Pero al final del día han de ahogar sus esperanzas, con humildad obligada, en la tenue llovizna.
***
Dios parece sonreír sutilmente al sirviente que retira el cuenco metálico con las cenizas de los pétalos. Siempre le ha sonreído así. Y a los cientos de sirvientes que le antecedieron, más o menos de igual forma. ¿Es eso una representación del amor eterno? La pregunta aparece y se disuelve en la mente del hombre sin muchas más consecuencias.
Los jardines que les separan del borde del cosmos, mientras, continúan su lenta labor orgánica, alimentando los ejemplares más hermosos, los colores más bellos, las moléculas más aromáticas, para el exclusivo y castrado olfato del Buda de piedra.
(Legiones de sirvientes se esmeran en conseguir la Esencia).
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Un leve amaneramiento rompe fugazmente los eternos aconteceres. La inevitable femeneidad se desliza en los gestos, aplaca el núcleo varón, que se ve relegado a un profundo rincón del que quizás nunca despierte. Palabras ambiguas fluyen de un sirviente a otro; miradas que se encuentran y se abrazan, portando más de lo que nadie oirá.
Los entarimados reciben lluvia débil, pero en su labor de pretenciosa contención imitando al Buda no se molestan en llevarla a ninguna otra parte; ignoran los pequeños charcos que dejarán marcas, como si esas marcas no fueran a quedar grabadas en sus rostros planos para siempre. El cielo gris exhala frío que cala tanto como la humedad. Los sirvientes se retiran. Las conversaciones terminan de diluirse en el fresco atardecer.
Otro día que pasa en el vestíbulo del universo.
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Infinitos días después la madre florece. Pequeños capullos comienzan a expandir su fragancia abriéndose al destino. Sirvientes alrededor, como siempre, observando, calculando, sutilmente seleccionando. La sabiduría que ha ido formándose durante eones en la antesala del nirvana adquiere una pizca más de sustancia para los creyentes.
Variantes de los mismos patrones crecen lentamente: algunas de las flores, para Dios; algunas de las flores para Dios, para despertar al Buda; algunas de las flores, para revivir la piedra. Los sirvientes pululan, observando, calculando, recolectando.
***
Algunas de las flores son llevadas sobre almohadones rojos de doradas filigranas, expuestos los desprendidos pétalos al delicado empuje del viento del borde del cosmos. Bien conocidos itinerarios de los mocasines hacia el destino. Sirvientes que danzan bajo briznas de lluvia clara y fría, clara y fría, hacia la habitación.
Escalones altos sin perder la dignidad. Pétalos nuevos muriendo levemente.
Puerta que se abre ahuyentándolo todo hacia la estatua en el centro.
Platillo de bronce que vuelve a aparecer, otra vez limpio, recibe la ofrenda roja intensa de sangre y fuego, y recibe sobre ella el fuego, intenso de sangre y rojo, y sostiene esa vida escasa mientras es transformada en grises cenizas y velado humo blanco. Todo ello asciende hasta las divinas pituitarias. Que continúan cerradas.
Infinitos fracasos.
***
Otro amanecer después de otra eternidad después de otros amaneceres eternamente repetidos. Las flores nuevas han abierto.
Explosionando sobre el verdor del parterre, el bosque al fondo, los cerezos balanceándose; agua que fluye cantando y danzando, girando y cantando hacia las raíces receptoras de vida y luego hacia nadie sabe dónde. Los sirvientes, quién sabe si los mismos o no, pues no es fácil distinguir sus maneras ni ropajes ni entonaciones de voz a lo largo de los siglos, pululando alrededor, danzando y girando, cuidando y mirando, escogiendo las próximas flores que puedan despertar al Buda Dios.
Una nueva variedad: amapolas negras de denso aroma.
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Algunas de las flores son llevadas sobre almohadones azules de plateadas filigranas, expuestos los desprendidos pétalos al delicado empuje del viento del borde del cosmos. Bien conocidos itinerarios de los mocasines hacia el destino. Sirvientes que danzan bajo briznas de lluvia clara y fría, clara y fría, hacia la habitación.
Escalones altos sin perder la dignidad. Pétalos nuevos muriendo levemente.
Puerta que se abre ahuyentándolo todo hacia la estatua en el centro.
Platillo de bronce que vuelve a aparecer, otra vez limpio, recibe la ofrenda negra intensa de muerte y fuego, y recibe sobre ella el fuego, intenso de muerte y negro, y sostiene esa escasa vida mientras se transforma en grises cenizas y velado humo oscuro. Todo ello asciende hasta las divinas pituitarias.
Es un denso aroma el que asciende hasta el círculo de cielo azul claro, escapando por la ventana de arriba, mientras dentro de la habitación juega a quitarle el color a todo lo que rodea la estatua de piedra, y a ocultar al Dios que tantas eras ha mantenido impasible la postura del loto. Los pétalos de amapola manchan así la claridad natural que trajo el día, que rápidamente se torna gris, luego negro, ruidoso y aterrador. Cae entonces lluvia fuerte, pero solo para abrirle paso al granizo, que cae más. Las maderas muy golpeadas pierden definitivamente su lustre y anciano esplendor, y se ven obligadas a conducir las humedades líquidas y sólidas hacia el parterre a pesar de sus naturales reticencias, y de ahí irán al bosque, que observa y espera desde siempre, como el Dios. Hasta ahora.
Es denso el aroma de las amapolas negras. Tanto que podría atravesar toda una coraza de piedra esculpida y pulida para eliminar todos sus poros.
Un solo éxito. Infinitos fracasos.
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Un día como cualquier otro, quizás más lluvioso, en el centro del cosmos, puede convertirse en el día de Resurrección del Buda. La piedra pulida puede recomponerse por causa del humo, y la piel morena aparecer tras la máscara. Ojos de verde río y yerba intensa pueden abrirse y mirar intensamente a los sirvientes que con tanta devoción han cuidado de las especies hasta conseguir rescatar a Dios. Manos delicadísimas pueden moverse femeninamente hasta dejar caer al suelo entarimado y sucio los pétalos ajados de orquídeas blancas moteadas de feo oro. Cabellos negrísimos pueden oscurecer la espalda al desenrollarse graciosamente sobre ella después de notar la vitalidad en su interior, de nuevo.
Era verdad que Siddharta podía despertar.
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¿Qué me habéis hecho? ¿Me habéis sacado de la divina Eternidad solo para que hiciera renacer el mundo, para habitarlo, para agotarlo, para volver a quemarlo? ¿Para qué habéis llevado vuestras emociones en esa dirección? ¿O queríais que os contara qué hay fuera? ¿Sin pensar en qué daño podríais causarme, en qué dolor podría albergar?
Yo era más libre en la piedra, lejos de vuestros siempre defectuosos deseos. En el lugar que me corresponde fuera del cosmos. Pero yo no os importaba. Ahora jugaréis a compararos conmigo, porque solo os importáis vosotros. Y qué puede compararse con vosotros: un sirviente más.
Estúpidos, habéis matado al único Dios que os quedaba.
© Copyright de Juan Antonio Fernández Madrigal para NGC 3660, Mayo 2018