Por Blanca Mart
I
«Estoy aquí. Mi mochila bien sujeta, bien pertrechada mientras camino sobre esta tierra seca, polvorienta, que no sé quién dijo que era polvo radioactivo. ¡Bah, al fin y al cabo, polvo del Espacio! Llego tras la leyenda y aquí estoy en este desierto sin fin, donde se deslizan corrientes pluviales de colores cambiantes.
»Solo el árbol seco en el horizonte… Ahí lo veo, a la izquierda del infinito, un pararrayos al que debo acercarme. Mi garganta arde, mi cuerpo se impacienta. ¿Qué espero?
»Este es mi destino. No hay otro. Jamás volveré a la Tierra ni me alimentaré según sus absurdos diseños. Olvidaré sus leyendas y las gestas que cantan al pan y la leche; no creeré siquiera en el rastro de la metempsicosis. Así ha de ser.
»Avanzo despacio saltando las corrientes que, por supuesto, no son líquidas sino de arena, roja, naranja, marrón-hojas-de-Arcad, marrón-claro-hojas de Serién. Más allá de Los Confines, aprendí que el amarillo es mil en uno y el sabor se pierde en la comida que destruye el cuerpo y el alma. Avanzo despacio, despacio; antes de que el cielo oscurezca más, debo estar al pie del árbol. Solo él me protegerá por la noche. Solo en él, dicen, están los hongos salvadores.
»El hambre me desespera, me gusta, me siento ágil, me libera, me atrae, me seduce, me mata. Camino lentamente —me han explicado, que se debe hacer así— entre las corrientes de arena que se mueven muy despacio intentado envolverme.
»No estoy perdida, no llego engañada por leyendas de bardos estelares. Soy una navegante, que se rebela ante un diseño-gen-boceto, extraño a mi propia esencia. Camino con cuidado sin fiarme de los roquedales que parecen firmes, pisando, apenas de lado, en la vereda de cristal que bordea el abismo escondido».
II
Desde el Laboratorio habían visto a la mujer.
—Capi, no me va a creer.
—Normalmente no te creo, Esteban.
—Una mujer avanza sobre las corrientes de arena.
—No te creo.
Pero los tres tripulantes encallados en el desierto del Gamma, se acercaron a la pantalla del Laboratorio. Una línea, una sombra se perfilaba agachándose, estirándose, saltando de improviso, calculando las distancias en un hipotético mapa de medición perfecta.
—Lleva una brújula de láser de Orión. Seguro.
—Lleva una melena preciosa suelta, apuesto a que es muy guapa.
—Apuesto a que quieres ir a rescatarla, Joe.
—Tanto como eso… a lo mejor sabe lo que hace… no, no creo que salga de ahí. Ninguno sale. Derechitos al árbol.
—Sí —suspiró el Capitán—, a por su manzana…
—Capitán Kenu, quiero ir a por ella. Quizás esta vez podamos…
—No, Esteban, lo hemos intentado cinco veces en estos diez meses —se pasó las manos por los cabellos—, siempre es la misma historia. Nosotros estamos atrapados aquí… no podemos hacer nada. Ellos vienen y vienen de otros mundos, embarrancan aquí, y persiguen la Leyenda.
«Hallarás un árbol en un Paraíso Perdido —recitó Esteban, pausadamente—. Tomarás el fruto prohibido y recibirás el alimento eterno. El único alimento que te puede salvar.
»Será blanco y café y transparente y verde y rojo o también dorado. O no tendrá ningún color. Lo probaron los guerreros de Arvair. Y vivieron largos siglos. Lo probaron los clones de Astrax y los robots androides de los asteroides de agua y sus culturas permanecen más allá de los Confines…» —leyó Joe.
—Acabaré tirando ese libro —amenazó Kenu—. Apaguen la pantalla. Dejen de mirar a la chica. No es agradable lo que va a pasar. Ya basta.
—Déjame ir, Kenu. Esta vez lo conseguiremos… Ustedes me apoyan desde aquí…
—No, Esteban. Tenemos energía para cuatro meses. Teníamos para dos años, cada salida nos cuesta un desgaste más allá de lo que podemos asumir. Es mi responsabilidad, mi deber. Los voy a llevar a casa. Hemos recibido señales.
—Pero no, respuestas…
—No, no sabemos cuándo llegarán, pero hemos recibido los códigos. En Los Asteroides saben que hemos caído aquí.
—Nunca vendrán de Tierra…
—De Tierra, imposible. Pero los clones son eficientes. Vendrán. Nos rescatarán si tenemos energía para comunicarnos con ellos cuando lleguen. ¿A qué quieren jugar? ¿Somos un equipo de salvamento?
Los tres hombres contemplaron en silencio la pantalla.
—Tengo que salir —dijo Joe—, Kenu, la otra vez casi lo consigo.
—Mira, camina hacia el árbol, es muy lista, se maneja bien —apoyó Esteban—, quizás con esta haya posibilidades, puedo orientarla perfectamente con un sonido básico.
El capitán contempló la figura que se movía con precisión, un cierto aire de desencanto, una nostalgia terca, una búsqueda. Se encogió de hombros. «La búsqueda —pensó—. Deberían prohibir las leyendas. Son engañosas y complejas. Más allá de nuestro entendimiento. Las computadoras lo afirman. Y ellas saben».
—Esteban —dijo, casi sin darse cuenta—. Tú tienes que encargarte del diseño de contacto. Yo del programa de avance. Joe, no inicies el sonido hasta que te enviemos la señal. Solo gastaremos energía cerca del árbol… Si muere antes…no podremos hacer nada. ¿De acuerdo?
Esteban se sentó frente a la computadora mientras Joe se ponía el traje; el capitán empezó a diseñar la salida.
—Compuerta tres emergiendo de la arena. Zona-2 clavada en la corriente SE. Atención Joe, en cuanto estés listo, avisas.
—Siempre estoy listo —pensó Joe—, y aspiró el olor de la arena. Aspiró el olor de la vida, que jugaba.
III
«El único alimento que te puede salvar».
»Ahí está. Ahí lo tengo, cerca, muy cerca, en el infinito. ¿Qué hago aquí? Vengo de lejos, tan lejos que no sé de dónde. Sé que Nelea estuvo aquí. Nelea de la Tribu Clónica de Orsini. Sé que en su alma existía la tortura del hambre, el ansia del sabor, y vino hacia este lugar. El libro del Alimento Eterno en el chip que brillaba en su cinturón. Jamás volvimos a saber de ella. Nacida en Tierra como yo. ¿Nacida en Tierra? Tardé más de veinte años en enterarme de que ese no era mi lugar, de que ese no era mi diseño. El aire terrestre me fatiga, la comida me intoxica. Me hice piloto ¿qué otra cosa podía ser? Y, la ausencia de sabor, me torturaba mientras las perlas de alimento espacial suplían las substancias que inevitablemente desaparecían de mi cuerpo. ¿De dónde venía? Niña encontrada en una nave pirata. Hija de orsiniano y terrestre espacial. Nacida en el espacio. Aclimatada, dibujada, programada en el infinito. ¿Qué puedo comer? Odio el alimento, la comida altera mis genes, mis códigos, las espirales que rugen en mí ante la intromisión de partículas extrañas. Me ahogo, me muero, me fatigo, me canso ante esa dependencia que alegremente la humanidad disfruta. Nunca he encontrado a nadie como yo.
»Allí está el árbol, cada vez más cerca, en el infinito. Quizás sí lo consiga. Ahí están los hongos que curan: las frutas de la vida, las que son compatibles con cualquier diseño genético. Ahí voy… pero, si salgo, si lo consigo… ¿cómo saldré de Osiarap? Nadie ha salido. ¡Qué mal aterricé! Nunca había hecho un ¿arenizaje?, semejante. ¡Vaya vergüenza para la hija de un pirata!
»Estoy segura de que las arenas se mueven, cambian de dirección; me alejan, me turban. Tengo que ir con absoluto cuidado. Paciencia, Alea, paciencia. Si llego al árbol, sabré lo que es el sabor de un alimento, la delicia, el éxtasis de la unión perfecta. Mis células se abrirán y se fundirán en ese deseo que desconozco.
»Estoy segura de que esa corriente era naranja hace un segundo. No debo desviarme, la corriente cambia a su capricho, se acerca y se aleja del árbol. No puede ser. Él árbol actúa como un imán —eso he estudiado—, pero yo estoy protegida, llevo esta magnífica brújula de láser orsiniano. Recuerdo que de niña leía: “… y entonces el piloto espacial Al Braker entró en las dunas de Arkán y encontró a Whissita y salieron de allí, tras el rastro de la brújula luminosa de los orsinianos…” las leyendas son peligrosas… no se sabe quién las inventa, sin embargo, nos aferramos a ellas; y aquí estoy, y sonrío y me siento bien. El aire es fresco. El aire de Osiarap, ahora es necesario probar esos alimentos que se adaptan a cualquier diseño genético. Eso se dice».
IV
—Se está desviando.
—Sí capitán. No puedo creerlo. Parecía que estaba en su elemento.
—Avisa a Joe, rápido, él aún no la puede ver.
—¡Maldita sea, avísale…!
—Eso estoy haciendo… pero no ha conectado, no recibe…
—El imbécil está ahorrando energía… quiere acercarse a ella todo lo que pueda…
—Otra vez. Otra vez. Cuando nos meteremos en la cabeza que somos náufragos; que no podemos estar tirando nuestra energía, prueba otra vez, si ella se sigue desviando dile que se detenga…
—Ya entró, está en línea.
—Joe.
—Capi.
—Mierda, regresa. Ya no puedes hacer nada.
—…
—¡Joe!
—Capitán, la estoy viendo…
—Me importa un carajo, regresa, si empiezas a desviarte, estás perdido. Vuelve a la nave. Ahora.
—Capitán, la mujer no lleva el cable respirador.
—Eso no es posible, parece terrestre…
—No lo lleva. No lleva un regulador de oxígeno.
—Bien, podrá respirar más tiempo mientras las corrientes la atrapan. A lo mejor es una mutante o un clon adaptado. Regresa de una maldita vez. Detente. Te estás empezando a desviar.
—No sabe qué hermosa es.
—Joe, ¿qué pasa? no eres de los que se distrae. Vuelve. Quizás esa figura no es lo que creemos. Quizás lleva un tipo de energía que altera el aire. Vas a perder tu vida por algo que no sabemos qué es.
—Capitán, estoy intentando regresar. No puedo. Algo interfiere con las coordenadas de regreso…
—¿¡…Esteban!?
—Es cierto capitán, alguien está en la línea, algo se está comunicando con nosotros.
—Quizás la mujer…
—Vea:
Y en la pantalla: esa canción deseada, olvidada, inoportuna, esencial, las palabras saltaban impacientes pidiéndoles posición:
«Atención nave terrestre 21-G-14-064,… on… coordenad… ayuda… somos… clones de… Ax… II».
—Dales línea Esteban…
—Pero, Joe…
—Ellos nos ayudarán con Joe. Rápido.
—Línea al espacio exterior.
—Equipo aterrizaje en arena dispuesto. De asteroide clónico de Astrax II. Descendiendo. Recibimos coordenadas. Pólux al mando. Dentro de media hora entraremos en su zona radial. Corto.
—Busca a Joe.
—Eso hago capitán. Ya no está.
—¿Y la mujer?
—Sigue caminando despacio, cada vez más despacio, a veces se agacha, se pone en cuclillas y mira hacia el árbol, luego, hacia las corrientes como si viera a través de ellas, no sé qué busca, ahora se ha puesto de pie. Ha sacado la brújula… no la suelta… parece que la lleva atada a la cintura, ahora veo que lleva unas botas algo extrañas…
—Amplía todo lo que puedas… Joe tiene que estar cerca, las arenas son lentas, no perderían a alguien tan rápido, aunque lo han llevado lejos, si los de Astrax traen equipos de arena podríamos rescatarlo.
—No ha habido tiempo para una absorción.
—La mujer ha saltado, capitán. Está al lado del árbol.
—¿Cómo ha podido…?
—Está en el árbol —insistió el piloto— y está sacando algo de su mochila…
—Los clones piden línea, señor…
—Dásela, dásela…
—Están aterrizando…
—Dale nuestras coordenadas exactas… están muy cerca. ¡Rápido!
—Ya está.
—Contacta con Joe.
Silencio. Solo el suave chirriar de la arena.
V
Alea extendió la mano, se arrimó al tronco, lo abrazó, olió el silencio de las ramas, el perfume descendió sobre ella hecho de oxígeno fresco, de color almendra, de flor de almendro temprano. Aspiró su cuerpo, se extendió, se relajó. Perfecto: ¿Perfecto? Algo sobraba. Algo faltaba.
La silueta; algo o alguien, estaba tensando el aura del árbol. La sombra de un ser estrangulada poco a poco en la arena.
Pero ella tenía su alimento.
Su árbol. Solo dudó unos segundos. Se soltó. Se volvió hacia la sombra que más allá, en el desnivel más profundo, se movía muy despacio, calibrando el movimiento que lo arrastraría hasta el fin.
«No te muevas —susurró para sí misma—. Quieto».
El ser miraba hacia ella. Una nave se veía a lo lejos. Un punto metálico que alguien olvidó.
Entrecerró los ojos.
Dispuso la brújula compleja orsiniana. Detectó entonces, el rastro del hombre siguiéndola. Detectó su decisión en la electricidad. Había ido a por ella. Quizás la creyó en peligro. Había ido despacio, tranquilo y firme, sopesando el riesgo. Pero se había quedado en el camino. Atrapado entre las arenas que jugaban, que exprimían sus sustancias, que esperaban su alma.
Se ató al árbol. Unió su cinto, rodeándolo. Dispuesta. Fresca, oxigenada. Un hambre ágil y agradable la invadía. Caminó siguiendo unas instrucciones de las que el equipo rudimentario del piloto carecía. Siguió los datos puntualmente.
Se acercó al límite y extendió el brazo. Sí, era un hombre. Vio sus ojos asomando tras el casco. Vio el color de las hojas de Acad, la transparencia de Serién. Su mano agarró el guante del hombre, se quedó con él en la mano, lo lanzó lejos, agarró de nuevo la mano masculina y, entonces, algo cambió. Lo ató a ella, aturdida, lúcida y lenta. Caminaron despacio sobre la arista de las arenas.
VI
Pólux junior, de los clones de Astrax II, llegó a la nave terrestre. No desde su nave que aterrizó en la zona pre-arbórea sino con mini naves de rescate, sin radar y manejando entre dos corrientes aéreas.
—Ni demasiado alto para que embarranquemos —les explicó al asombrado capitán y a Esteban—, ni demasiado cerca del árbol de Osiarap. Podemos irnos cuando lo deseen. Quizá sea mejor que se olviden de su nave, no hay equipo adecuado en esta Galaxia para sacarla de aquí… les aconsejamos salir cuanto antes; a la hora de la marea, las arenas tendrán más fuerza.
—Tenemos un problema —dijo el capitán—, uno de nuestros navegantes está fuera. Salió a rescatar a una mujer.
Los clones se contemplaron en silencio. Pólux esbozó un gesto de perplejidad.
—Lo siento, no debieron dejarlo salir. Intenten comunicarse, si pueden regresar a esta zona, nos los llevaremos también, por supuesto.
—Es imposible cruzar el Margen de las Arenas. Así está diseñado este planeta —añadió Cástor, el otro clon—; siempre hay que tener en cuenta el diseño.
Intentaron comunicarse una y otra vez, pero solo el murmullo de las arenas serraba el aire.
Rumor y silencio.
—Espere —señaló Pólux—, es un ruido muy leve.
—Enfoquen el árbol —indicó Cástor— lo máximo que puedan, no importa que gasten toda su energía, ya nos vamos a casa.
Allí, junto al legendario alimento mítico, dos sombras se alargaban y plegaban, enviando señales morse-universales, a través de los colores de la brújula orsiniana.
—Quieren que les enviemos una nave de rescate binaria —tradujo Pólux.
—¿Pueden rescatarlos?
—¡Vamos a ver! —sonrió Cástor.
Lo vieron, claro; así actúan los clones de Astrax II.
VII
Ellos dos, el hombre y la mujer, esperaban el rescate junto al árbol. Él la miraba asombrado, envuelto en quién sabe qué estados sorpresivos; se quitó el casco y los guantes y respiró sobre los labios de ella.
Las manos y los cuerpos se buscaron: y fue el sabor del cacao y la leche, de la miel y el pan perfecto del maná obsequiado, y el frescor de las hojas y el cristal del agua; el mórbido sabor de las grasas dejando su aroma de vicio imprevisible y ya olvidado. La aceituna fresca y el champagne del olvido; la manzana y la uva del renacimiento.
—¿De dónde eres? —preguntó ella.
Él se encogió de hombros, «nunca lo he sabido, quizás del Espacio…».
—¿Siempre has tenido hambre? —volvió a preguntar la joven.
—Ya no —contestó él, abrazándola.
La Galaxia regresó a su origen. Y el calor del Alimento inundó sus pechos.
© Copyright de Blanca Mart para NGC 3660, Junio 2018