Te quería tanto, Adela

 

Por Armando Boix

Para mí, las nueve de la mañana es el peor momento del día. Es cuando me digo, invariablemente: «María, la vida te ha tratado muy mal». O bien: «No hay justicia, si yo tengo que pasar por estas cosas». Porque, a medida que la mente de papá se desintegra, parece que se extraña de su cuerpo, que ya no lo reconoce como propio, y se va convirtiendo en un peso muerto incapaz de ofrecer colaboración.

Al levantar las sábanas me recibe una vaharada acre. Contengo el aliento, mientras le retiro los pañales premiados, le limpio con paños húmedos y le pongo polvos de talco. Con frecuencia, los pañales no han bastado para contener sus micciones durante la noche; debo, en ese caso, cambiar toda la ropa de cama. Pese a las protestas de mi espalda, levanto a papá y lo siento en su sillón. Arrojo las sábanas a la boca de la lavadora, limpio el protector impermeable y saco el colchón a la terraza para que se seque y airee. Para entonces el dolor de mis lumbares ya se ha hecho insoportable.

Continúo con mis tareas de la casa, la conciencia incomodándome por dejar a papá tanto rato a solas. Si compruebo que está tranquilo, me atrevo a bajar a la calle para rehacer nuestra despensa en el colmado de la esquina. Regreso sofocada y con el corazón en un puño. Son tantas las cosas que podrían ocurrir en mi ausencia… Con frecuencia papá se atraganta con su propia saliva o se entrega a un sorprendente rapto de actividad y pretende levantarse del sillón. Siempre termina caído en el suelo, llorando a moco tendido y preguntando dónde está Adela, pues no acude en su auxilio.

Si al menos ella siguiera con nosotros…

No es fácil atender a una persona en tal estado sin ayuda. Incluso me vi obligada a abandonar mi trabajo porque mi pequeño sueldo no me habría permitido pagar a una asistenta. Ahora la pensión de papá nos mantiene a los dos y no puedo dejar de pensar que me hago mayor y que, si esto se prolonga durante mucho tiempo, me va a ser difícil volver a encontrar empleo.

Pero estoy soltera y soy su única hija. Mejor dicho, soy la única hija que le queda con vida. Mi hermana mayor, Adela, se suicidó cuando solo tenía dieciséis años. Hay días en los que casi la envidio.

Parece mentira que, tres décadas después de que tomara la decisión de marcharse a la brava, Adela siga tan presente en nuestra memoria. Cuando papá estaba bien, nunca la mencionaba, como si su nombre fuera una tacha para la familia. Yo llegué a odiarla por su cobardía y por toda la sombra que había volcado sobre nuestro ánimo. Ahora, a diario, papá la revive mediante sus palabras y con frecuencia nos confunde.

Me dice: «Adela, tengo sed». «Adela, pon la tele un rato». O se pone nostálgico: «¿Te acuerdas del vestido tan bonito que te compramos para la comunión, Adela?». Y yo le digo: «Papá, no soy Adela. Adela no está. Yo soy María». Y él responde: «Claro, claro». Al rato continúa: «Adela, tengo calor; abre la ventana».

He renunciado a discutirle. Como ahora, cuando dejo el plato sobre la mesa camilla y le acerco la cuchara. Cierra la boca, los labios muy prietos, y gira la cabeza.

«No tengo hambre, Adela», gruñe.

«Tienes que comer», insisto. Lucho por abrirme paso con el canto de la cuchara presionando contra sus dientes. Logro vaciar su contenido. Papá escupe y el puré anaranjado se derrama sobre la pechera del pijama, que es toda su ropa.

«Yo no te forzaba a comer cuando eras pequeña».

«Es mentira», le respondo. Estoy enfadada. Es fácil irritarse por la presión y la fatiga.

«No me tratas bien. Lo entiendo».

«¿Por qué no te voy a tratar bien?»

«Porque no me lo merezco. Pero yo te que quería, Adela».

«Es normal que me quisieras. Y me quieres. Eres mi padre».

«Te quería. Te quería mucho… A nadie he querido tanto».

Eso duele. Sacrifico mis horas para cuidarlo, para mantenerlo limpio, darle alimento y compañía, y él solo tiene pensamientos para mi hermana. No obstante, papá está más allá de rencores, incapaz de reconocer un rostro, de recordar lo que hizo ayer; aunque parece asombrosamente lúcido con acontecimientos ocurridos medio siglo atrás. Me habla de sus días de escuela y de la mili. De cuando conoció a mamá y lo mucho que le dolió su muerte tan temprana por una mala enfermedad. Nunca me confunde con ella. Solo me toma por Adela.

«Tengo que pedirte perdón», murmura, agachando la mirada.

¿A mí o a Adela? A Adela, por supuesto. Sonrío a mi pesar.

«No tengo que perdonarte nada, papá».

«Sí. Por supuesto que sí. Te quería tanto, Adela, que tú eras incapaz de entenderlo, tan pequeña».

«Entender qué, papá. No te sigo».

«Entenderme a mí. A todo mi amor por ti. Llorabas cuando cada noche iba a tu cuarto y me decías: “Papá, para”. Pero yo necesitaba abrazarte y sentir tu piel. Te parecías tanto a tu madre… Más joven. Sana. Los mismos cabellos rizados de forma natural, el mismo hoyuelo en la barbilla, ese lunar característico en el puente de la nariz… Me decías: “No, por favor. Papá, para”. E intentabas apartar mis manos. Todos mis besos. Y llorabas. Llorabas mucho. Si te hacía daño, has de entender que un hombre a veces no sabe contenerse».

Me invade un calor repentino o un frío que me hiela. No lo sé. Soy incapaz de describir esa sensación. Es como si la sangre me huyera de la cabeza, como si mis piernas ya no contuvieran huesos. Y la habitación da vueltas.

«Papá, ¿qué dices?».

«Te pido perdón, Adela. No pretendía hacerte daño ni asustarte. No quería obligarte a escapar. Te quería tanto…».

Muda, dejo la cuchara en el plato. Me levanto. Me niego a seguir escuchando sus balbuceos. Durante un rato permanezco en pie e intento que el mundo deje de girar a mi alrededor y recupere solidez. Aspiro muy hondo. Me digo que hay muchas cosas por hacer. Voy a la terraza y traigo de vuelta el colchón. Hago la cama con sábanas limpias. Con infinita repugnancia, regreso junto a papá, le rodeo la cintura con el brazo y lo ayudo a levantarse y andar el metro escaso que le separa de la cama. Lo acuesto.

Coloco la gruesa almohada. Esta vez muy prieta contra su cara.

© Copyright de Armando Boix para NGC 3660, Marzo 2018