Ardiendo a 113 Fahrenheit

 

Por Amparo Montejano

Do you want a new toy?
I know where to shop!
Come and see the new toys
at Rocky’s Toy Stop!

Do you want a doll, doll, doll?
It’s in a chair, chair, chair!

Do you want a toy fireman?
It’s really bad, bad, bad! […]

 

¿Por qué morir? ¿Por qué hacerlo sabiendo que, aquello a lo que tanto odiaba, lo estaba deseando?…

Entonces, Peter siguió gritando; rompiéndose la garganta por entre la pastosa toxicidad que flotaba en el asfixiante aire del cuarto, privado de oxígeno. Ya negro, ya oscuro, pero…, ¡sí!, ¡ahí estaba! ¡Todavía podía verlo! Y aquello lo miraba. En realidad, jamás nunca había dejado de hacerlo. Y Peter sabía que, tras del irisado carey de esas fingidamente inanimadas pupilas, se abrían dos insondables abismos de malignidad incontable. Una malignidad que recubría la totalidad del polietileno naranja con el que se revestían las maniqueas entrañas del pequeño hombre del fuego, de no más de veinte centímetros de alzada: enjuto y demacrado como un viejo calcetín, de testuz encubierta por un sombrero amelonado —con la divisa del arrebol pintado de una llama— y abrupta sonrisa ladina; enarbolaba sobre las dos bolas que le servían de manos, el tosco hachón con el que, presuntamente, despedazaba las puertas de madera y los vidrios de los ventanales cuando —como extinguidor de incendios profesional — los demás juguetes precisaban de su ayuda. Y sobre el naranja, el índigo forzado de un uniforme recto, del que pendoneaban, a modo de viseras —sobre el armazón de sus hombros hechos por varillas— la condecoración escarlata y la cruz al mérito, con su respectivo y festoneado cintillo bicolor.

¡Oh, qué niño no habría querido jugar con él!

Mas, sin embargo, Peter presentía —en realidad, ya había transformado en una certeza teoremática—, la ominosa sensación de saberse aniquilado por aquel pequeño muñeco que su abuelo le había traído un par de semanas atrás.

 ¡Sí!, el gran abuelo Thomas; el adalid de abuelo que había dedicado toda su vida a la generosa labor de servir al prójimo. El bondadoso y servicial abuelo que no se cansaba de repetirle las tres reglas básicas de todo buen bombero:

«Abnegación, Honor y Disciplina, querido Peter. Tres preceptos que han de convertirse en tu forma de vida, igual que lo han sido y lo son de la mía…».

«¡Oh, abuelo!…» —bramaba.

Y continuó haciéndolo, vociferando el nombre de Thomas como su única salida pues, ¡ahora lo necesitaba!… ¡Y lo llamaba y lo llamaba!, aunque… sabía que el abuelo Thomas no lo salvaría: estaba lejos, ¡muy lejos!, volando hacia la vieja Europa en pos de un merecido descanso tras la jubilación.

Y aquello… aquel hombre de juguete que había decorado la vitrina del despacho del parque de bomberos de Minnesota, ahora estaba allí, tirado sobre el crepitante pavimento de madera del cuarto de un atrapado Peter y… ¡se reía!  Dios, ¡cómo lo hacía!: se reía con histriónicas carcajadas, con risotadas malévolas que laceraban el denso celaje de humo que se abotonaba por entre las molduras del techo, y que cubría las ventanas a modo de cortinas, y que tapiaba —con sus negros ladrillos carbónicos— el incandescente pomo de la puerta, cerrada desde dentro.

«¡Peter! ¡Peter! ¿Jugamos?…». —Escarabajeaba el hombrecillo con su larga bocanada de lengua hecha fuego.

Y el laríngeo desfiladero que proporcionaba aire malsano a Peter, se obliteraba con mucosidades espesas y con náuseas.

«¡Peter! ¡Peter!…». —Continuó canturreando la deformada expresión del ahumado homúnculo de lumbres—. «¡Ven hasta aquí, sigamos jugando!».

Pero, Peter no podía. Se asfixiaba…

Y ya no sentía el acedado y mordiente olor de su piel requemada, ni tampoco la hediondez de las volutas con las que, en el aire, chispeaban sus tendones. Ya no sentía restallar las sanguíneas cenefas que, por entre los caños de sus piernas, se derramaban como lluvia espesa: maizales carunculares que empapaban el suelo y las zapatillas y la alfombra, pero que, en nada refrenaban a las mecedoras de humo y, aún menos, a las prístinas llamas azules que desde las maniqueas entrañas del pequeño monstruo se solazaban con el juego. Y ya no vio —apenas pudo— el «trampolineante» balanceo del muñeco que, con una, dos y tres piruetas, consiguió atracar frente a las celosías nubladas y enrojecidas que eran los ojos de Peter. Y allí, y con su tosco hachón —diseñado para proporcionar destreza y buenos golpes—, desarrolló la misión para la que había sido adoctrinado:

¡Pum! ¡Pum! ¡Crac!

Un par de hachazos fueron más que suficientes para despedazar la pequeña cabeza de Peter.

«¡Oh, un Peter roto!…».

 ¡Enjuto y demacrado como un viejo calcetín!

¡Niiinooo, niiinooo!

Y ¡allí estaban! ¡Oh, los bomberos!

Los hombres que, por convicción, estaban dispuestos a regalar su tiempo, esfuerzo, energía, coraje, dolor y alegría —y aún hasta su propia vida— con tal de socorrer al prójimo; con tal de evitar a los demás, acidulados y atroces sufrimientos.

Y aquel incendio… ¡no era un simulacro!

Y Peter… ¡Peter sufría!

Achicharrado como un pavo por entre las vascas de fuego que le atoraban la garganta, por entre la enfervorizada pira que el propio muñeco le había preparado, pues, tras del polietileno naranja que recubría su armazón, se hallaba impresa una cualidad moral —fácilmente deducible— de todo extinguidor profesional de incendios: si no hay fuego, ¿qué debe apagarse?…

Y mientras los bomberos derribaban las puertas de la casa con sus hachas, las irisadas pupilas —fingidamente inanimadas— del chamuscado juguete, canturreaban:

«Abnegación, Honor y Sacrificio, Peter…  ¡Sacrificio!».

© Copyright de Amparo Montejano para NGC 3660, Marzo 2019
[ Especial Féminas 2019 ]